Nadie esperaba en Israel ver algún día a Naftali Bennett sentado en el escaño del primer ministro en la Kneset (Parlamento). Situado en la órbita más extrema del bloque de Benjamín Netanyahu, a quien solía adelantar siempre por la derecha con un discurso radical, ha ocupado cinco carteras en sucesivos Gabinetes de coalición desde que entró en la Cámara, hace apenas ocho años, al frente de una fuerza minoritaria.
Con solo siete escaños en el haber de su partido Yamina (derecha radical nacionalista y religiosa), ha sabido colocarse ahora en el fiel de la balanza del poder como árbitro imprescindible, cortejado tanto por Netanyahu como por el líder del bloque de oposición, el centrista Yair Lapid.
Ambos le ofrecieron dirigir conjuntamente el Gobierno mediante un pacto de rotación en el cargo, pero el segundo fue más generoso al cederle el primer turno. Lapid además era su “hermano” desde que ambos coincidieron en el Ejecutivo entre 2013 y 2015, y le inspiraba mucha más confianza que el primer ministro en funciones, célebre por incumplir sistemáticamente los acuerdos con sus socios.
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A los 49 años, Bennett encarna la imagen del ideal de triunfador en la sociedad israelí. Joven militar en una prestigiosa unidad de comandos que operaba tras las filas enemigas, exitoso emprendedor de negocios tecnológicos —que le convirtieron en multimillonario en Nueva York en 2005—, y ahora flamante jefe del Gobierno, el segundo más joven en la historia del país, precisamente después de Netanyahu. Antes de que se decidiera a arrebatarle el puesto, el líder del Likud había sido también su mentor político. Le llamó para dirigir su gabinete interno como líder del gran partido conservador, en la oposición, entre 2006 y 2008.
Bennett pronto echó a volar por su cuenta —más a la derecha, claro está—, como jefe del Consejo Yesh, la principal organización de los asentamientos israelíes en Cisjordania. “Mientras esté en mi mano y tenga el poder y la capacidad de control, no cederé ni un centímetro de la Tierra de Israel [un concepto en el que incluye Jerusalén Este y Cisjordania]”, proclamó el pasado febrero, durante la última de las cuatro campañas electorales que se han sucedido en Israel desde 2019. “Nunca existió un Estado palestino”, reitera a menudo en sus intervenciones.
Pero Bennett nunca fue un colono en lo alto de un árido cerro de Judea y Samaria (denominaciones bíblicas de Cisjordania) y ha preferido vivir en Raanana. Asegura, por cierto, que seguirá junto con su esposa y sus cuatro hijos en su hogar de ese acomodado suburbio situado al norte de Tel Aviv. No prevé vivir en la residencia oficial de la calle de Balfour en Jerusalén, donde Netanyahu reinó durante los últimos 12 años junto con su influyente y polémica esposa, Sara, y su primogénito, Yair, martillo de opositores en las redes sociales.
El hombre que va a dirigir durante la primera mitad de la legislatura el Gobierno, al frente de una amplia y heterogénea coalición en la que por primera vez figura un partido árabe, es una incógnita para muchos en Israel y un gran desconocido en el exterior. Su discurso nacionalista con tintes mesiánicos y frontalmente antipalestino —reclamó la instauración de la pena de muerte para los terroristas— ha coincidido con el ejercicio de una gestión pragmática en las carteras de Economía, Educación o Defensa. Desde este último departamento dirigió parte de la estrategia del Gobierno para frenar la propagación de la pandemia de coronavirus.
Sociedad polarizada
En la polarizada sociedad de castas de Israel, de tribus irreconciliables en apariencia, Bennett se presenta ahora como un líder reunificador tras el fin de la divisiva era de Netanyahu, de 71 años. Al mismo tiempo, su investidura marca un relevo generacional en el poder, junto con su aliado Lapid, de 57 años. Ambos vivieron su juventud tras la Guerra de los Seis Días, que definió en 1967 la hegemonía militar regional de Israel, y han alcanzado la madurez cuando el país se ha convertido también en potencia económica y tecnológica.
La carrera política del nuevo primer ministro ha estado salpicada, no obstante, de continuos volantazos —tachados de oportunistas por sus rivales—, y de alianzas coyunturales con partidos de colonos, ultraderechistas o sionistas religiosos. Sin embargo, tanto el religioso Bennett como su brazo derecho y nueva ministra de Interior, la laica Ayelet Shaked, tratan de huir del extremismo y mostrar una gestión eficaz.
Presidir ahora un Gabinete junto con centristas reformistas, laboristas, pacifistas y hasta con islamistas se presenta como un salto mortal, de impredecible duración, en su carrera política. Todos estarán ideológicamente a su izquierda en la mesa del Consejo de Ministros.
Nacido en Haifa (al norte del Estado hebreo) en el seno de una familia judía emigrada de Estados Unidos, Bennett simboliza las contradicciones del Israel contemporáneo como judío ortodoxo de rito moderno que se muestra al mismo tiempo tolerante frente a la diversidad sexual. Desde que irrumpió en la Kneset, Bennet ha sido casi siempre un aliado menor en el bloque conservador de Netanyahu, quien en ocasiones intentó fagocitar a sus votantes. Incluso logró dejarle fuera de la Cámara legislativa en las legislativas de abril de 2019 hasta que logró recuperar su escaño y los de su partido en los comicios de septiembre del mismo año.
Su veto a la convocatoria de unas quintas elecciones desde 2019, estrategia que favorecía Netanyahu para mantenerse a salvo de su juicio por corrupción, ha sido clave para aceptar la oferta del anterior bloque opositor para encabezar un Ejecutivo de amplia coalición. El centrista laico Lapid, que le relevará al timón del poder dentro de dos años, con derecho de veto según los pactos suscritos entre ocho partidos, es el verdadero padre del “Gobierno del cambio” que ha apeado a Netanyahu tras 12 años de mandatos.
Bennett tendrá que demostrar ahora su talante como primer mandatario que cubre su cabeza con una kipá (minúscula, en su caso) en la historia de Israel, y como teórico halcón ultranacionalista al que Washington y Bruselas le reclaman que frene la expansión de los asentamientos.
Marcha nacionalista judía por la Ciudad Vieja
Netanyahu ha seguido los pasos de su aliado estadounidense Donald Trump y se negó a participar el lunes en una ceremonia oficial de traspaso de poderes a su sucesor, como es tradición en Israel. El líder conservador sí acudió, sin embargo, a una reunión a puerta cerrada con el nuevo primer ministro, Naftali Bennett, en la sede de la jefatura del Gobierno para informarle de decisiones pendientes de adoptar por el Ejecutivo. Estaba previsto que el encuentro se prolongara durante más de una hora, pero Netanyahu abandonó la sede del Gobierno cuando aún no habían transcurrido ni 30 minutos desde su inicio.
El primer ministro saliente afirmó también en una reunión del Likud, su partido, con sus socios ultraortodoxos y de la extrema derecha que el nuevo Gabinete israelí estaba sustentado por “el odio, el sectarismo y el afán de poder”. “No tiene apenas margen de maniobra y va a caer antes de lo que se cree”, aseguró ante los 53 parlamentarios que integran el bloque de la derecha, ahora en la oposición. La coalición gubernamental obtuvo el domingo una ajustada mayoría de 60 votos entre los 120 escaños que conforman la Kneset.
En una de sus primeras decisiones, el Gobierno de Bennett aprobó el recorrido de una polémica marcha nacionalista judía por la Ciudad Vieja de Jerusalén. El desfile de extremistas y grupos de colonos con banderas israelíes no atravesará este martes en principio el barrio musulmán, como en años anteriores, pero sí lo bordeará en la emblemática puerta de Damasco en su recorrido hasta el Muro de las Lamentaciones.
El Ejército ha desplegado en Jerusalén varias baterías del sistema de defensa antimisiles Cúpula de Hierro ante la amenaza de Hamás de disparar cohetes si la marcha nacionalista sigue su curso en las inmediaciones de la mezquita de Al Aqsa. El pasado 10 de mayo el desfile ya fue suspendido por el lanzamiento de cohetes desde Gaza contra Jerusalén, una acción que desencadenó una escalada bélica durante 11 días.
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