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Naomi Beckwith quiere más mujeres y minorías en el Guggenheim de Nueva York


La conversación empieza con una disculpa inesperada. “Perdón por tener que hacer esta entrevista en inglés”, dice Naomi Beckwith, un poco para marcar distancia respecto a cualquier atisbo de soberbia cultural estadounidense, como buena ciudadana del mundo, y otro poco porque tal vez sospeche que su idioma no será lingua franca durante mucho más tiempo. El otoño se acerca a su fin, pero el día se ha levantado luminoso en Manhattan, con un cielo turquesa en el horizonte manchado de algunas nubes de un blanco impoluto, “salidas de un cuadro de Magritte”. Así las describe, al otro lado de la pantalla, la nueva conservadora jefa del Guggenheim de Nueva York, que asumió el cargo, uno de los más codiciados en el mundo del arte, en junio pasado. El nombramiento de esta historiadora nacida en Chicago hace 45 años, especializada en el arte afroamericano y en la herencia de la diáspora africana, supuso una sorpresa considerable, incluso para ella misma.

“No me lo esperaba, la verdad. Mi punto fuerte es el arte contemporáneo, mientras que esta institución se ha dedicado, por encima de todo, a estudiar la historia de las vanguardias”, admite. “Diría que lo que convenció al equipo fue que yo no veo una separación clara entre ambos. Estudio el arte de nuestros días como una continuación respecto a todo lo que sucedió antes”. La mañana de nuestra conversación, al llegar a su despacho, Beckwith ha observado la legendaria escalera en espiral que preside el edificio del museo, el cilindro irregular y en blanco nuclear que proyectó Frank Lloyd Wright en la frontera este de Central Park. Y le ha parecido una metáfora perfecta de su acercamiento a la disciplina en la que se ha especializado. “Es una forma que me gusta porque avanza hacia delante, pero dando vueltas sobre sí misma. Esa es la mejor forma de mirar el arte. Por lo menos, es mi manera de hacerlo”, asegura.

Naomi Beckwith, curadora jefa del Museo Guggenheim de Nueva York, posa entre dos cuadros de Vasily Kandinsky; ‘Curva dominante’ (izquierda) y ‘A rayas’.Victor Llorente

El ascenso meteórico de Beckwith ha tenido lugar en un contexto de cambios profundos en las instituciones del arte en Estados Unidos. En 2014, la historiadora firmó un ensayo en la revista especializada Frieze en el que se oponía a “las fantasías del mundo del arte como un espacio ahistórico, un cubo blanco al margen de las luchas sociales en el exterior”. Solo unos años después, su punto de vista, que entonces todavía era minoritario, se ha convertido en la corriente dominante en su país, inmerso en un proceso de revisión de las jerarquías de otro tiempo, ante el auge de las políticas de identidad. De repente, los museos han dejado de simular que eran lugares apolíticos. “Los museos no son neutrales y nunca lo han sido, aunque hayan tenido las mejores intenciones”, sostiene Beckwith. “Por ejemplo, al presentar a un artista blanco, se suele hablar de su obra. Al presentar a uno surgido de una minoría, en cambio, siempre se habla de su biografía. Sucede con los artistas negros, pero también con todos los que ocupan la categoría del otro: las mujeres, los indígenas y los queer”. Su misión será dejar atrás estos prejuicios, que considera propios de otro siglo, y apostar por una programación que incluirá a más artistas surgidos de minorías o colectivos discriminados. “Ese es mi mandato, pero aspiro a ir más allá de mi responsabilidad personal. Quiero que todo mi equipo se pregunte lo mismo que llevo años preguntándome: qué voces estamos ignorando y qué historias pasamos por alto en beneficio de los nombres de siempre”, añade.

En 2019, una retrospectiva dedicada a la pintora sueca Hilma af Klint, redescubierta hace una década y considerada hoy una pionera de la abstracción, casi al mismo nivel que Kandinsky o Kupka —junto a ellos cuelga su obra en la permanente del MoMA neoyorquino—, rompió todos los récords en la historia del museo al atraer a 600.000 visitantes. Fue una lección para el centro: había que relatar nuevas historias del arte para conectar con miles de visitantes que ya no quieren que les cuenten las mismas de siempre. “Ampliar el repertorio no significa que vayan a desaparecer las muestras sobre Kandinsky. La obra de cualquier gran artista merece que volvamos una y otra vez a ella. Lo que intentaremos es aportar otros puntos de vista. Por ejemplo, dejar de describirlo como un genio solitario, sino como alguien conectado con la historia social de su tiempo y con otros artistas, incluidas varias mujeres”. La exposición dedicada al pintor ruso que el Guggenheim de Nueva York inauguró hace unas semanas dialogaba con una retrospectiva dedicada a Etel Adnan, pintora libanesa de 86 años fallecida en noviembre que llevó el lenguaje abstracto por nuevos derroteros. “Debemos tener claro que no hay una sola historia del arte. Mi manera de hacer tampoco es la única ni la mejor: en 5 o 10 años aparecerán otras personas que profundizarán en ella de formas distintas, y está muy bien que sea así”, reza Beckwith.

Naomi Beckwith con un ejemplar del catálogo ‘Kandinsky at the Guggenheim Museum’, publicado por la Fundación Solomon R. Guggenheim en 1972. Victor Llorente

Su nombramiento parece la punta del iceberg de la llegada de profesionales más jóvenes y diversos a los puestos clave en los principales museos y galerías estadounidenses. “Asistimos a un cambio generacional en las instituciones y a una apertura a otras demografías, en Estados Unidos pero también en Europa”, afirma ella, apuntando el caso de Elvira Dyangani Ose, nueva directora del Macba. “Está emergiendo una nueva línea de investigación, otro tipo de exposiciones, un mayor interés por la teoría queer y las ideas poscoloniales. El arte se está abriendo a nuevos conceptos y energías”. Para Beckwith, los museos tienen hoy una cara muy distinta que hace solo una década. “Están revisando sus historias, sus prácticas, sus colecciones y su proceso de contratación. Y el Guggenheim, por suerte, también se ha comprometido a hacer ese trabajo”.

La llegada de Beckwith al museo tuvo lugar tras las acusaciones de más de 200 trabajadores y exempleados que denunciaron “una cultura de dominación blanca y un ambiente de trabajo tóxico” en una carta abierta en 2020. Semanas después, su predecesora, Nancy Spector, una leyenda viva del mundo del arte que llevaba dos décadas en el museo —y había sido acusada por ese mismo colectivo de “abusos de poder” y cierta tendencia al “revanchismo”—, fue sustituida por Beckwith. La nueva conservadora jefa fue escogida gracias al prestigio cosechado a su paso por el Studio Museum de Harlem o el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, donde orquestó exposiciones dedicadas a artistas negras como Howardena Pindell o Lynette Yiadom-Boakye. Pero también, como ella reconoce, por “la dimensión simbólica” que tenía su perfil, al ser la primera persona afroamericana que asumía ese cargo. “Sé que represento una serie de cosas, más allá de mi trayectoria y de las exposiciones que he comisariado. Y, aunque el símbolo nunca lo es todo, me pareció importante adquirir esa visibilidad para los que vendrán después. Al verme a mí, tal vez se digan que también será posible para ellos”, sopesa Beckwith.

Naomi Beckwith observa el cuadro ‘Brume Matinale’, de Etel Adnan, en el museo Guggenheim de Nueva York. Victor Llorente

Aún se acuerda del disgusto de sus padres, profesores, cuando les anunció que iba a abandonar los estudios de Medicina para convertirse en comisaria de exposiciones. “Mi madre casi me repudia. No sabía lo que era eso. Se preguntó qué tipo de pobreza me esperaba”, recuerda a carcajadas. “Era un tiempo en que los conservadores de los museos no eran estrellas. Ahora son objeto de perfiles en el suplemento dominical de su diario”, sonríe. Su encuentro con el artista conceptual Mark Dion en su instituto de Chicago, donde había desarrollado un proyecto con estudiantes, le dejó una marca profunda y le hizo abandonar las ciencias puras. “Me enseñó que no existía el arte por el arte, que la gente no pintaba por pintar ni esculpía solo por la belleza del mármol. El arte era un vehículo intelectual que abría una puerta a la filosofía, la ciencia y la historia social. Me pareció un campo que me permitiría seguir sintiendo curiosidad respecto al mundo, y no me equivoqué”, asegura Beckwith, que cita a mentores como Thelma Golden, que dirige desde 2005 el Studio Museum, o el comisario nigeriano Okwui Enwezor, que murió en 2019 dejando atrás un legado teórico fundamental sobre la otredad en el mundo globalizado.

Beckwith creció en el South Side de Chicago, el barrio de Jesse Jackson y Michelle Obama, de mayoría afroamericana y un clima altamente politizado en el tiempo en el que le tocó crecer, los años setenta. “Pasé mi infancia en un lugar lleno de gente creativa, de músicos y artistas que pasaban de una disciplina a otra. Eso influyó en el tipo de comisaria en que me convertí. Sigo teniendo una definición muy abierta de lo que es el arte, en la que caben tanto lo formal como lo informal”, sostiene. “Además, fue una década en que la comunidad negra sintió un anhelo y una afinidad con sus orígenes africanos. No crecí particularmente rica ni privilegiada, pero nunca me creí inferior a nadie. Ese es el regalo que me dio el tiempo y el lugar donde nací, donde muchos tomaron esa herencia africana que había sido denigrada durante demasiados años y la convirtieron en un motivo de orgullo”. Ese es el sustrato de una nueva mirada a la historia del arte que parece destinada a cambiar lo que vemos (y aprendemos) dentro de los museos.

La escalera en espiral del museo Guggenheim de Nueva York, obra del arquitecto Frank Lloyd Wright. Victor Llorente


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