La Gala del Met celebra la comunión entre la industria textil, el arte y el Museo Metropolitano de Nueva York. De la mano de Anna Wintour se ha convertido en una demostración global del poder de la industria de la moda integrada ya en el sector del entretenimiento. El año pasado no se celebró y este lunes se notaban las ganas. Pasó de oficiarse en mayo para hacerlo, aún más triunfal, más comentada, en septiembre. Bravo, otro golpe maestro de la señora Wintour.
La gran estrella de esta ocasión fue Kim Kardashian y el que quizás era su marido, exmarido, marido otra vez, Kanye West, los dos vestidos, o tapizados, en una tela negra que ocultaba sus figuras y rostros, convirtiéndolos en sombras. “Negra sombra que me asombra”, como dice el célebre poema de Rosalía de Castro. Algunos los veían como talibanes, precisamente en una noche que celebraba la cultura estadounidense y sus múltiples estridencias e influencias. Otros, como réplicas del Arco del Triunfo de París, que también está cubierto por unas telas estos días. A mí me resultaron una respuesta bizarra contra la cultura de la celebridad, de la cual ellos son un gran reclamo y que es tan americana como la hamburguesa con queso. Hollywood, la televisión, Instagram, todas estadounidenses de creación, exaltan la fama como una autopista asombrosa que permite hacer tus sueños una realidad, a veces millonaria, a veces deprimente. ¿Está Kim deprimida? Sea como sea, ver aparecer a estas dos superfiguras tapadas, fue casi una contrarreforma. O quizás hasta un ultimátum: “¡Hasta aquí llegamos, la fama nos ha dejado sin identidad!”. Oscurecidos y tapados, asombraron y eclipsaron. Otro aplauso. Y aunque llevara demasiado fleco y demasiada cola, la nueva Rosalía se estrenó con magnífico pie, cosiendo el flamenco y el western con la extravagancia XL.
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Debemos celebrar la extravagancia en tiempos que han conocido el confinamiento, la vigilancia excesiva. Convertir lo estrafalario en una respuesta a las estrecheces de lo políticamente correcto. Y debemos ver a los asistentes como cromos (eso Instagram lo pone fácil), de esos que coleccionábamos con devoción infantil. Donatella Versace y Maluma, una pareja de sirena mediterránea y vaquero colombiano, consiguiendo combinar por el mismo tinte capilar. Serena Williams, poco serena y emplumadísima. Imán, modelo y viuda de David Bowie, recuperando el arte plumario de los nativos americanos, como oda a Josephine Baker, la mujer afroamericana que empezó todo esto. Un no parar. No es un desfile porque es un ascenso, los invitados suben la escalinata del museo desde la calle, un Olimpo del que nunca bajan. En ese ascenso, hay espacio y tiempo para mezclar referencias, triturar información. Asombrar y disfrutar. En nuestros informativos afirman que el cubierto de la gala cuesta 30.000 dólares. Si pudiera, sin sombra de duda, invertiría en este show antes que en subir al espacio con unos millonarios sin gravedad y recién divorciados.
Es planazo exaltar la extravagancia al iniciar el otoño. Por eso me ha encantado la incorporación de Samantha Hudson a MasterChef Celebrity 6. Hudson vivió un desagradable incidente de censura durante un trabajo escolar en su instituto de Mallorca en el que unió argumentos entre Jesucristo y la comunidad LGTBIQ+. No gustó a sus maestros, pero plantó cara para defender su trabajo. Desde entonces, la he visto en dos de sus performances en Madrid. Sobre el escenario, asombra, puede incluso incomodar, pero el discurso es punzante y descarado, te hace repensar de una forma que no esperas. Y eso es ser artista. Aspirar a cocinero de MasterChef Celebrity es una decisión en la que puede descubrirse a una audiencia más amplia, más adulta, más binaria que la que acude a sus espectáculos. Solo me permitiría recordarle algo: MasterChef Celebrity es show, sí. Y mucho. Pero si fallas en la elaboración del plato, Samantha, te juegas la permanencia. Y hay que evitar esa sombra.
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