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¿Neorrancios contra progres? Libros para entender la guerra cultural que ha estallado


Resurge con fuerza El manantial, una novela de 1943 de Ayn Rand que entroniza al individuo frente al colectivo y que acompaña ideológicamente al capitalismo como una biblia liberal. Conviene leerla para estar bien informado: el egoísmo como fuerza de progreso se superpone aquí al altruismo en los esfuerzos de un joven arquitecto por abrirse paso; y machaca con argumentos muy articulados toda vigilancia de la igualdad. La película de King Vidor protagonizada por Gary Cooper impulsó su fama en 1949, en unos tiempos en que los grandes totalitarismos devoraban las escasas libertades individuales, pero su vigencia hoy se produce en otro contexto: el de una guerra cultural que allana el camino a una literatura que algunos llaman de extremo centro y que linda más bien con el liberalismo, el conservadurismo y la reacción a una supuesta autoridad moral de la izquierda que hoy enarbola la cancelación cultural.

Vendido como libro de cabecera de conservadores y liberales, es uno de los que la editorial Deusto ha recuperado de la filósofa nacida en San Petersburgo en 1905 y afincada en EE UU hasta su muerte, en 1982. “Como la de los grandes clásicos, la obra de Rand nunca ha perdido vigencia. Siempre es buen momento para acercarse a ella”, asegura Roger Domingo, editor de Deusto, que desvincula su lanzamiento de esta corriente, ya que perseguía los derechos desde hace mucho tiempo. Casualidad u oportunidad, lo cierto que es Rand encaja bien con el momento.

Gary Cooper en ‘El manantial’ (1949).WARNER BROTHERS / Album

Literatura de extremo centro, de la nostalgia o lo que algunos llaman pensamiento neorrancio es una corriente multiforme que, en una definición urgente, puede agrupar: a los alérgicos al lenguaje inclusivo o de género, a los que ven generarse nuevos tabúes que supuestamente cercenan la libertad, a los que sienten crecer la intolerancia en la izquierda, a los defensores de los valores del pasado y a los que huyen de lo que consideran una deriva identitaria frente a la tradición. “Es evidente que estamos ante una actitud de repliegue que podríamos llamar Nueva Sensatez”, asegura Begoña Gómez Urzaiz, que coordina el libro Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (Península). Una macedonia que ha arrojado títulos interesantes y debates encendidos desde todos los espectros ideológicos: desde el cuestionamiento de los tabúes que pueden asfixiar la democracia en La casa del ahorcado (Juan Soto Ivars) al supuesto liberticidio de la izquierda que denuncia Generación ofendida (Caroline Fourest), pasando por el debate sobre la cultura de la cancelación que abordan ¿Se puede separar la obra del autor? (Gisèle Sapiro) o La sociedad de la intolerancia (Fernando Vallespín) y hasta la crítica a la “locura transgénero” en Un daño irreversible, de Abigail Shrier, sin olvidar el célebre Ofendiditos (Lucía Lijtmaer).

“Se premian opciones puritanas, identitarias e intransigentes”, afirma Fernando Vallespín

Vallespín cree que hay varias guerras culturales en torno a la interpretación de nuestros principios básicos y que han girado desde la concepción más abierta de la sexualidad o movimientos de grupos minoritarios en los sesenta, que se fueron absorbiendo sin sobresaltos, a otras actuales más marcadas por lo identitario. “El debilitamiento de los conflictos relacionados con el paradigma de la distribución (quién se queda con qué parte de los recursos sociales o la lucha de clases) ha dado paso al paradigma del reconocimiento. Este se resiste a llegar a compromisos porque cada parte cree apoyarse en una verdad moral. Y con ella no se transige, ni se negocia”, asegura. La parte más conspicua de esta nueva etapa, sostiene el politólogo, es la cultura de la cancelación. Conspicua porque las sentencias han saltado de los tribunales a las redes con la inmediatez característica de esta época que hurta en tantas ocasiones la posibilidad de defensa y que cataloga a las víctimas por la vía rápida del decreto-tuit.

Y ésta, la cultura de la cancelación, es precisamente el denominador común que une a cierta derecha, a los nostálgicos, a los extremocentristas y a cierta izquierda moderada en contra de la corriente de determinación para excluir del terreno público a los autores (y sus obras) que han pisoteado valores, leyes y minorías con sus palabras o sus actos, demostrados o sin demostrar. Los casos de Polanski, Woody Allen, Plácido Domingo, Gabriel Matzneff, Michel Houllebecq o Bertrand Cantat son los más paradigmáticos.

Vanessa Springora, autora de ‘El consentimiento’, libro donde narra la relación que mantuvo a los 14 años con el escritor Gabriel Matzneff, que entonces tenía 50. Alamy Stock Photo

“Hay una exasperación ambiental muy irritante, una presión cada vez más fuerte para que tomes partido y un miedo cada vez más irracional a ser etiquetado en el lado equivocado. Quienes creemos que las afinidades literarias están por encima de los desencuentros políticos cada vez nos sentimos más asfixiados”, sostiene Sergio del Molino. El zaragozano relata situaciones que antes no le pasaban como que autores de izquierdas ya no van a la presentación de su libro porque el presentador, según ellos, es de derechas. Y viceversa: amigos de derechas que no quieren participar en un panel de un festival que ha convocado porque en él hay otra escritora muy significada de izquierdas. “Hace nada todos cenaban juntos y hasta eran amigos. Hoy no saben ni compartir un escenario o mantener la compostura durante un acto social. Es terrible”.

Para Del Molino la mejor manera de desactivar la guerra cultural es fingir que no existe, pero existe y se está librando en el mercado de títulos. “En el territorio de los ensayos y la opinión política estamos viendo debates polarizantes en favor de posiciones muy tibias con la ultraderecha. Y en el plano narrativo, una corriente costumbrista entendida como la esquematización del tiempo y el inmovilismo. De ahí que veamos tantas novelas con personajes infantilizados que añoran un tiempo pasado que fue mejor”, asegura Lucía Lijtmaer.

La autora de Ofendiditos y una de las dos creadoras del popular podcast cultural Deforme semanal cree que ha habido dos momentos en la fijación de esta corriente multiforme a la que ella pone nombre sin tapujos: reaccionaria o neoconservadora. En un primer momento, cuenta, se hizo hincapié en contrarrestar una supuesta oleada puritana de pensamiento muy relacionada con el feminismo y con referencias a un proceso inquisitorial, a la caza de brujas. Y que ahora ha mutado en una corriente nostálgica. “Es la segunda oleada nostálgica o reaccionaria y ha cambiado de vocabulario: ahora se habla de vuelta a unos valores, de ideología identitaria. Es la idea de que el progreso se ha descontrolado y hay que volver a una cierta mesura”.

Uno de los autores más notables de esta corriente en España es Juan Soto Ivars, que denuncia la asfixia democrática que provocan los nuevos tabúes en La casa del ahorcado. “Hay una caza de brujas cada día, por los motivos más variopintos. Internet nos ha llevado a la sociedad de la mutua vigilancia, a una tiranía de las apariencias en la que hay que fingirse puro persiguiendo y purgando al acusado. La acusación y la condena se dan al mismo tiempo”, asegura el periodista, en la línea de Fernando Vallespín. “Se premian opciones puritanas, identitarias e intransigentes mientras se castiga la mezcla y se la acusa de equidistancia”.

El cantante de ópera Placido Domingo, que ha reconocido haber acosado sexualmente a varias mujeres. FRANZ NEUMAYR (AFP via Getty Images)

Los tabúes como fórmula de control social, sostiene el libro de Soto Ivars, muestran un mundo adulto que se ha vuelto infantil, fanático en la fijación de los cánones y ensimismado en las cuestiones de identidad. En el mismo espectro está la ensayista francesa Caroline Fourest, que contrapone el “prohibido prohibir” que decretó la izquierda en mayo del 68 con una nueva generación que “solo piensa en censurar aquello que la agravia, que la ofende”. Antes la censura venía de la derecha conservadora y moralista, sostiene Fourest en Generación ofendida, y ahora brota de la izquierda. “O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria, que abandona el espíritu libertario y lanza sus anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas”.

En las antípodas de este postulado y desde una sólida posición de especialista está la también francesa Gisèle Sapiro, socióloga, que considera ese boicot y estas protestas un derecho, una libertad que no se puede considerar censura o caza de brujas porque no viene de arriba. “Es una reacción contra los abusos de autoridad y contra un modo de dominación”, sostiene la autora de ¿Se puede separar la obra del autor? Su libro es una guía muy documentada de los casos más conocidos de la cultura de la cancelación, desde la exclusión de los panfletos antisemitas de Céline o Rebatet de las ediciones de sus obras posteriores al nazismo a la decisión de Gallimard de retirar las obras del pederasta Matzneff tras la publicación del testimonio de una de sus víctimas. Un debate que solo escala.

Lucía Lijtmaer: “Vemos debates polarizantes en favor de posiciones muy tibias con la ultraderecha”

Soto Ivars, por ejemplo, defiende la publicación frente a cualquier tentación de retirada: “Si queremos combatir el antisemitismo o la pedofilia es mejor conocerlos. Yo he aprendido mucho del antisemitismo leyendo los Protocolos de los sabios de Sión, un libro de cabecera para Hitler y Franco. Creo que los ciudadanos estamos lo bastante formados moralmente como para leer panfletos nazis sin volvernos nazis”, asegura. El periodista escuchó mucho rock radical vasco a los 15 años sin volverse etarra, cuenta, y añade: “El que pide que no se publique tal libro, o que se retire tal espectáculo se considera más preparado que el resto de la gente, a la que infantiliza. Si al censor no le afectó ¿por qué nos iba a afectar al resto? La censura es un acto de arrogancia”.

El debate es ilimitado y alcanza cuestiones tan espinosas como las soflamas de un terrorista como el de Utoya o los del ISIS, más allá de los aplausos en conciertos de Cantat, que ha vuelto a los escenarios tras cumplir condena por asesinar a su novia, o a Plácido Domingo, reivindicado con visible (y audible) alboroto en los escenarios españoles tras las acusaciones de abuso o trato impropio a mujeres en Estados Unidos que él mismo ha reconocido.

Hay una nueva intolerancia de izquierdas, asegura Vallespín, mientras la de derechas siempre estaba ahí. “Cada parte actúa como si solo pudiera prevalecer su concepción del bien, cuando en nuestras sociedades plurales debemos aceptar la multiplicidad de concepciones. Hay intolerancia cuando estas diferencias no se respetan y se busca imponer la propia. Lo están haciendo los populistas y un sector de la izquierda”.

Para Begoña Gómez Urzaiz, coordinadora del citado libro sobre este asunto, esa corriente de neorrancios o “Nueva Sensatez” agrupa a “quienes no solo tienen un corpus ideológico a mi juicio muy conservador, aunque a veces se digan de izquierdas, sino que tratan de imponerlo como la única opción posible”, asegura. En realidad, dice, sus recetas que parecen tan sensatas no lo son tanto. “No es sensato ni recomendable idealizar el pasado y pensar solo en la tribu propia, imponer la experiencia personal como valor universal, concebir una idea de familia que no acepte disidencias…”, sostiene.

Lo más pesaroso para una buena parte de la izquierda es que otra esté situada en ese carril. El debate entre la izquierda identitaria y la materialista arreció cuando parte de esta votó a favor de Trump o Bolsonaro, cree Gómez Urzaiz. Ahora lo cree superado porque es compatible ser a la vez antirracista, feminista y reclamar condiciones laborales dignas. Aun así, la autora asegura que ese “rojipardismo, que forma parte de este repliegue neorrancio y el llamado extremo centro son fenómenos particularmente españoles” atravesados por el nacionalismo. “Hay quien se está tomando los vídeos de C.Tangana como un nuevo catequismo y anda entronizando la sobremesa con carajillos como solución a casi todo”.

Como se puede ver, las etiquetas vuelan según quién habla y, en el caso de Sergio del Molino, sobran. “Lejos de aclarar nada, esas taxonomías empobrecen terriblemente el panorama. Yo no busco el acuerdo cuando leo. Las etiquetas ayudan a gente hiperideologizada que no quiere leer nada que les desafíe. El debate intelectual no debería ponérselo fácil a esa clase de individuos”.

En cualquier caso, mientras la guerra cultural se libre entre libros, estamos a salvo. Y en el peor de los casos, como concluye Del Molino, conviene no desanimarse: “Hay que reunir a traición a escritores que se dicen pestes en público, a ver si en privado y con unas cañas vuelven a la civilización”. ¿El carajillo?

La batalla en internet: la primera ficha de un dominó digital

JORGE MORLA

En el ya lejano 2014 en EE UU y tras una campaña de acoso ­cibernético a mujeres relacionadas con el videojuego, el hashtag #­gamergate comenzó a poblar las redes socia­les. El debate en torno a la inclusividad (o no) de mujeres en la industria digital se fue avivando y mezclando con elementos feministas e identitarios. Se trataba de una reivindicación reaccionaria contra lo políticamente correcto que enconó el debate digital en dos facciones irreconciliables. Fue el primer golpe de la derecha hacia un progresismo que hasta entonces no había encontrado trabas a la difusión de su pensamiento. Había nacido la guerra cultural virtual. 

Como el mundo digital precede al analógico, y como lo anglosajón precede a lo europeo, durante estos años se ha ido armando en torno a libros, youtubers y ­podcasts un movimiento que hasta entonces había pasado bajo el radar, larvándose en foros como 4chan o Reddit (equivalentes estadounidenses de Forocoches). En España eclosionó del todo hace un par de años con figuras que ganan peso día a día en las redes sociales. 

Se trata de decenas de comentaristas de la actualidad, cuyos referentes intelectuales van desde Gustavo Bueno hasta el recientemente fallecido Antonio Escohotado, que a veces se centran en una perspectiva más económica (Juan Ramón Rallo, Jano García o Wall Street Wolverine), a veces atacan el sistema político o la ideología de género (Roma Gallardo, Rubén Gisbert), hacen crítica social o actual (Fernando Díaz Villanueva, Un Tío Blanco Hetero, Inocente Duke) y siguen los pasos de figuras con mucho pedigrí (y a veces millones de libros vendidos), como el psicólogo canadiense Jordan Peterson. 

Con más o menos seguidores, con mayor o menor calidad, con etiquetas variadas (de derechas, liberales, libertarios), denuncian los temas “de los que no se puede hablar”, señalan la cultura de la cancelación, afean la deriva autoritaria de la izquierda en temas morales y, en general, apuestan por el individuo frente a los “colectivismos”. 

Lecturas

¿Se puede separar la obra del autor?, Gisèle Sapiro. Traducción de Violeta Garrido. Clave intelectual.

Extremo centro: el manifiesto, Pedro Herrero y Jorge San Miguel. Deusto. 

La casa del ahorcado. Cómo el tabú asfixia la democracia occidental, Juan Soto Ivars. Debate. 

La sociedad de la intolerancia, Fernando Vallespín. Galaxia Gutenberg.  

Ofendiditos, Lucía Lijtmaer. Anagrama. 

Generación ofendida, Caroline Fourest. Península.  

¿La rebeldía se volvió de derechas?, Pablo Stefanoni. Siglo XXI. 

El manantial, Ayn Rand. Traducción de Verónica Puertollano. Deusto.

Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas, Abigail Shrier. Traducción de Mercedes Vaquero. Deusto.

Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia, Begoña Gómez Urzaiz, Pau Luque, Noelia Ramírez y otros. Península.

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