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‘New York Post’, el tabloide de Murdoch, también abandona a Trump: “Señor presidente, pare esta locura”


Fantasear con un linaje europeo ilustre, o directamente fabricarlo, es una afición frecuente entre los estadounidenses de la que no escapa el hoy presidente saliente. Cuando en 2008 el magnate inmobiliario Donald Trump se dispuso a construir un resort de golf en Aberdeen, Escocia, donde se hunden las raíces de su madre, nacida MacLeod, alguien de la Organización Trump diseñó un escudo para impostar el abolengo del jefe. Tres cheurones (símbolo con la forma de un compás), dos estrellas y un águila bicéfala sujetando dos pelotas de golf, todo ello tocado por un casco de guerrero sobre el que un león ondea una bandera. La leyenda elegida para el blasón habría de resultar reveladora para comprender los últimos coletazos en el poder del empresario que la eligió como lema personal: “Numquam concedere”. No rendirse nunca.

Donald Trump se enfrenta al destino que siempre quiso eludir: el de perdedor. Marcado por un padre despótico que dividía el mundo entre ganadores y perdedores, Trump se resiste a entrar en ese segundo grupo al que le condenaron las urnas el 3 de noviembre. Incapaz de asimilar que ni siquiera su condición de persona más poderosa del mundo le podrá librar de abandonar la Casa Blanca el 20 de enero con el estigma de perdedor, el presidente lleva semanas dedicado a agarrarse a cualquier atisbo de ilusión, escuchando ya solo a aduladores, conspiranoicos o caraduras, en su fantasía de revertir el resultado de las elecciones o, al menos, de fabricar un argumento convincente de que le robaron un segundo mandato.

Cada vez más solo, prácticamente aislado, sus sorpresivas irrupciones en la vida pública se limitan a arrebatos que siembran el caos en un momento crítico para el país, como su amenaza de boicotear el rescate económico aprobado por el Congreso o su veto a la ley de financiación de Defensa, así como ejercicios de despotismo en la forma de una sucesión de indultos a sus aliados, que desafían las convenciones de la clemencia presidencial.

Así leía la agenda de prensa de la Casa Blanca el 24 de diciembre: “Según se acerca la temporada vacacional, el presidente Trump continuará trabajando incansablemente para el pueblo estadounidense. Su agenda incluye numerosas reuniones y llamadas”. En román paladino: nada. El país se enfrenta al peor azote de la pandemia, los hospitales al borde del colapso, más de 200.000 contagios y 3.000 muertes cada día. Pero el presidente lleva semanas sin asistir a una reunión del equipo de trabajo del coronavirus. Ni una sola intervención pública, ni una mención a la crisis en sus tuits de los últimos 10 días, más allá de un mensaje señalando que no quiere confinamientos y otro, tras el inicio de la campaña de vacunación, celebrando que el mundo “pronto verá el gran milagro de lo que la Administración Trump ha conseguido”. Por lo demás, su perfil de Twitter es una delirante y obsesiva sucesión de vídeos y textos difundiendo patrañas sobre un fraude masivo del que ningún juez ha hallado pruebas convincentes, en unas elecciones que los expertos de su propio Gobierno definieron como “las más seguras de la historia de Estados Unidos”.

El despacho oval ha acogido estos días reuniones insólitas, atendidas por sujetos radicales promotores de peligrosas teorías conspiratorias a los que el presidente ha llegado a ofrecer puestos en el Gobierno. Reuniones en las que se ha debatido una rebelión en el Congreso y hasta la aplicación de la ley marcial para desplegar al Ejército en busca de la fantasía del fraude electoral.

El viernes 18 el presidente se reunió con Sidney Powell, la abogada que fue despedida hace unas semanas de su equipo legal porque él mismo consideró que sus teorías de que Hugo Chávez, fallecido en 2013, estaba detrás del fraude electoral eran demasiado locas. La citó en la Casa Blanca para hablar de la posibilidad de nombrarla consejera especial para investigar sus alegaciones de fraude. A la reunión, según fuentes de The Wall Street Journal, asistieron también los abogados Rudy Giuliani y Pat Cipollone, el jefe de Gabinete Mark Meadows, y el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn, indultado en noviembre por Trump. Se habló de la posibilidad de desplegar al Ejército para ayudar al presidente en su cruzada.

Unos días antes, en una reunión con Ken Cuccinelli, número dos del Departamento de Seguridad Nacional, el presidente se interesó por la posibilidad de aprehender las máquinas de voto como parte de su esfuerzo para hallar fraude electoral. El domingo pasado, el equipo de Trump volvió a presentar una nueva apelación ante el Supremo relativa a tres casos que perdió en los tribunales de Pensilvania. El Supremo ya ha rechazado dos veces sus recursos.

En su entorno, preocupa el hecho de que el presidente ya solo escucha a quienes le dicen las cosas que quiere oír. Apenas queda gente que pueda exponerle las verdades incómodas. Trump, según The New York Times, se queja de que el vicepresidente Mike Pence, de una fidelidad hasta ahora rayana en el servilismo, no haga más por defenderlo. Y no disimula su enfado con Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado que, después de semanas de un silencio ensordecedor, acabó reconociendo la victoria de Joe Biden.

En el Capitolio, más por dignidad que por la probabilidad real de que prospere, los líderes republicanos debaten cómo neutralizar un eventual conato de rebelión que trata de promover Trump entre los legisladores más fieles el 6 de enero, fecha en la que el Congreso debe cumplir el trámite de contar los votos del Colegio Electoral. El choque de Trump con su partido crea una comprensible ansiedad entre los republicanos, de cara a las elecciones en Georgia que el 5 de enero decidirán la mayoría en el Senado y, a más largo plazo, de cara al propio futuro de la formación conservadora. Según una encuesta publicada el miércoles por Huffington Post, en caso de desacuerdo entre Trump y los republicanos en el Congreso, el 52% de los votantes del partido dice que apoyaría a Trump y solo el 15% dice que se alinearía con los legisladores.

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