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Nidos y metralletas


Miro la foto de un paisaje con un cielo brillante y un cálido campo de trigo. Si entorno los ojos la imagen se reduce a una tinta plana azul sobre una amarilla, y mi alegría se transforma en otra cosa. Preferiría seguir viendo la imagen primera, la del paisaje agradable de contemplar que en otro contexto significaría que quien la colgó —un amigo que tuvo que cerrar su agencia de viajes durante la pandemia— regresaba al mundo para seguir recorriéndolo. “¡Vuelve la luz!”, me habría encantado decirle.

Llevo una semana en los escenarios de guerra de mi imaginario. La mayoría son lugares a los que llegué a través del filtro literario, de las noticias que parecen llegar de muy lejos o de la oralidad de las historias familiares.

Llevo varios días observando el mundo con incredulidad, convertida en el niño de una historia de ficción. Me encierro con mi madre en una habitación subterránea. En otros sótanos algunas mujeres dan a luz y otras personas mueren. No tenemos electricidad y el silencio en el que vivimos solo se ve interrumpido por fuertes explosiones. Soy un niño que se esconde en las tripas de un edificio de cemento para intentar salvarse. Miro al suelo, dibujo, doy una voltereta, cojo una cuchara y miro mi reflejo en el espejo curvo. Estoy al revés.

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Nell Leyshon dedica El bosque, el libro del niño y la cuchara, a sus hijos. “Ah, qué cosa esa, tener un hijo”, escribe. Cada vez que veo la imagen de una madre con su niño abandonando su hogar, cogiéndole la mano en un autobús, caminado con él a cuestas entre los escombros, abrazándolo en un coche con los cristales empañados, vuelvo al dolor que me produjo la narración de Leyshon, pero la historia, ahora, pesa más, porque la ficción se ha disuelto.

“Salimos temprano y pasamos la noche en una posada que estaba llena de soldados acostados en el suelo”, recuerda la abuela Carmen, que acaba de cumplir 88 años. “Nos tumbamos a descansar con los soldados. Después tuvimos miedo porque mi hermano Sergio se escapó y no lo encontrábamos. Al fin regresó a la posada muy contento porque se había ido a buscar nidos de pajaritos y traía uno en la mano. Nos levantamos muy pronto, aún era de noche cuando salimos para seguir nuestro camino.

Nos dimos cuenta de que de lejos se oía la Pava. La Pava era famosa. No hacía mucho ruido. Era traidora. Volaba bajito y su misión era ametrallar carreteras. Si era de noche tiraba unas bombas que al tocar tierra iluminaban el suelo para localizar su objetivo. Nosotros nos escondíamos debajo de los algarrobos para que no nos viera”.

Estos días soy un niño que quiere que todo esté donde estaba la semana pasada, aunque haga años que todo estaba ya donde está ahora. “Los niños no se dan cuenta de lo que está pasando”, dice un señor desde un refugio. Los bombardeos han destruido hospitales y guarderías. Soy un niño que no entiende nada y mis primeros recuerdos verbales serán estos.

Los ucranios vuelan puentes para que los tanques rusos no puedan avanzar. “De camino a la estación de tren mi madre llevaba a mi padre a cuestas como buenamente podía porque estaba herido”, prosigue Carmen. “Mi hermano mayor y yo nos encargamos de mi hermana y cargábamos con fardos, igual que mis hermanos pequeños. Subimos en un vagón sucio de cagarretas de ganado”. Cuando llegaron a su casa vieron que el puente que habían de cruzar era una montaña de escombros.

Nos despertamos con imágenes de destrucción y la impotencia se hace más grande al meternos en la cama sabiendo que otras personas intentan descansar en lugares que pueden ser bombardeados en cualquier momento. Nos dormimos pensando en amasijos de escombros. En la foto del cielo azul y el campo de trigo en los restos de una carpa que hace unos días ocupaban voluntarios ucranios preocupados por la guerra del Donbás.

Sigo mirando la cuchara y mi reflejo sigue del revés. La casa entera está del revés. El mundo entero parece estarlo aunque mis pies reposen en el suelo.

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