Con la invasión de Ucrania, Rusia inició la fase hasta ahora más sangrienta de la III Guerra Mundial, una contienda que es distinta a las dos anteriores por su potencial destructivo nuclear. Invocando agravios acumulados durante 30 años, el agresor trata de forzar cambios a su favor en el orden global surgido en 1991 y batalla contra Estados Unidos y Occidente (“el imperio del mal”, según el presidente Vladímir Putin) en territorio de Ucrania, a la que ya no reconoce como país.
Desde el 24 de febrero han pasado tres meses y las expectativas rusas de una operación relámpago no se cumplieron. Por delante, se vislumbra un enfrentamiento de duración indefinida, con oscilaciones de intensidad, que desgastará a todos los implicados. Nada está asegurado y mucho depende de la habilidad de los actores para gestionar los múltiples elementos hoy en juego. El desenlace, sea el que sea, tendrá enormes costes para todos.
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Las realidades de hoy difieren de las palabras de Putin en la madrugada del día X. “En nuestros planes no está la ocupación de los territorios ucranios”, afirmaba entonces el mandatario ruso, que en nombre de la “desnazificación” y la “desmilitarización”, exhortaba al Ejército ucranio a deponer las armas y a la población a romper con la “Junta” de Kiev.
Rusia no logró tomar Kiev, pero se ha apoderado de un corredor de acceso a la anexionada península de Crimea, además de todo el litoral del mar de Azov, con un balance de decenas de miles de muertos, millones de desplazados y de refugiados. Moscú bloquea además el puerto de Odesa y las exportaciones ucranias por el mar Negro, mantiene en su poder la central nuclear de Zaporiyia (donde se genera la quinta parte de la energía del país) y ha destruido gran parte de la infraestructura industrial, de transportes y urbana de Ucrania. Los rusos se comportan como una horda medieval en una incursión de rapiña. Asesinan a civiles, roban cereales y maquinaria agrícola, que despachan a su país, secuestran y encarcelan a líderes y personas referentes locales y deportan a los habitantes de las regiones conquistadas a lejanas regiones rusas. El historiador ruso Vladímir Pastujov, atento analista de la guerra, califica de “descivilización” el comportamiento de Moscú y lo ve como una prolongación de las prácticas de saqueo del régimen de Putin en relación con las empresas privadas florecientes, como la petrolera Yukos.
Rusia no ha consolidado su presencia en el espacio conquistado ni ha logrado aún hacerse con todo el Donbás (los territorios reclamados por los separatistas de las provincias de Donetsk y Lugansk). Sin embargo, Putin otea “nuevos-viejos horizontes” con la posibilidad de crear nuevas unidades administrativas rusas en el sur de Ucrania, inspiradas en unidades territoriales del siglo XVIII y XIX (las gubernias de Novorossískaya y Tavrida). Moscú tiene todo a punto por si decide invadir la región secesionista del Transnistria (el aeropuerto allí fue modernizado y dotado con nuevos sistemas de control de vuelo). De efectuarse, esa incursión, que presupone la inclusión de Odesa en el nuevo diseño ruso, involucraría a Moldavia y posiblemente a la OTAN.
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Para Ucrania ya es un gran éxito el haber resistido durante tres meses, unida en torno a su presidente, Volodímir Zelenski, y el haber aglutinado a Occidente en su apoyo financiero y militar. Este éxito, sin embargo, es insuficiente para lograr la victoria sobre Rusia, que ha aminorado su impulso, pero que no renuncia a apropiarse de todo lo que pueda conquistar. En Occidente hay quienes, por razones altruistas o interesadas, aconsejan ya un compromiso entre Rusia y Ucrania, pero todo compromiso entre Kiev y Moscú hoy pasaría por una pérdida de territorio para Ucrania y por la perspectiva incierta de poder eventualmente recuperar los territorios perdidos en el futuro. Y eso, en el supuesto de que las sanciones occidentales sostenidas aceleren el desgaste económico de Rusia y tal vez la aparición de una oposición a Putin, interna y estructurada, hoy inexistente. Por su carácter dictatorial y sus tradiciones históricas, el régimen de Putin puede permitirse —por lo menos de momento— derrochar recursos, incluidos los humanos. Rusia no repara en gastos y destruye sus esfuerzos de 30 años para integrarse en la globalidad.
Pero Putin no quiere aislarse, sino convertirse en abanderado de un nuevo orden internacional. Para ello, su régimen apela a sectores decepcionados de las democracias occidentales y a antiguos clientes de la URSS y países en desarrollo con sensibilidades diferentes del mundo occidental. Bruselas y Estados Unidos, por una parte, y Rusia, por la otra, tratan de formar sendos clubes de aliados y partidarios. Pero estos frentes no son monolíticos. La respuesta de muchos países cortejados por Rusia está en función de las ventajas que puedan sacar de esta situación, entre ellas, rebajas en los precios de los hidrocarburos.
La capacidad de resistencia al desafío ruso en Occidente dependerá de la capacidad de renunciar a comodidades dadas por sentado en sociedades no mentalizadas aún para disminuir la temperatura de sus calefacciones y aceptar un empeoramiento de su nivel de vida. En búsqueda de nuevos aliados energéticos, Occidente se olvida de los valores que proclama, ignora las violaciones de derechos humanos de los suministradores alternativos y agasaja a tiranos de regímenes obsoletos. En el marco de la OTAN, Occidente afronta también desafíos como las exigencias de Turquía sobre la política de Finlandia y Suecia con relación a los kurdos.
Ante la posibilidad de que diferentes países adopten posturas “flexibles” frente a Rusia, Occidente, si quiere mantener la unidad, tendrá que compensar a los países más vulnerables y más dependientes de los recursos rusos. Las sanciones occidentales a Rusia no han afectado a la popularidad de Putin: en abril la relación entre aprobación y desaprobación al líder era de 82% frente a 15%. En enero, había sido peor, de 69% frente a 29%, según sondeos del centro Levada. En abril, las sanciones ocupaban el sexto puesto entre las preocupaciones de los rusos causadas por la guerra.
Un compromiso forzado entre Rusia y Ucrania que no cambie la naturaleza absolutista y patriarcal del régimen ruso tal vez supusiera un breve respiro en la contienda, pero no aseguraría ni la estabilidad en Europa ni el fin de la cruzada rusa contra Occidente, que se enfrenta a un desafío de resistencia.
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