No hay extranjeros


Aterrizo en la ciudad extranjera recién anochecido. El avión se inclina y da vueltas sobre la extensión de luces en las maniobras de aproximación y el cuadro puntillista se define y amplía. Ya se distinguen las autopistas cargadas de tráfico, las ventanas de los bloques altos de la periferia y los letreros luminosos de los polígonos. Aparecen nombres familiares: Ikea, Leroy Merlin, cadenas hoteleras, supermercados… Todos los polígonos felices se parecen.

Cuando me gustaba viajar y coleccionaba guías Lonely Planet, esos descensos me deprimían. La globalización estorbaba mi búsqueda de lo auténtico. Hoy soy un poco menos imbécil y me reconforta este igualitarismo. Al enseñar sus Ikeas a los aviones que aterrizan, los vecinos de la ciudad dicen: aquí estamos, haciendo lo mismo que haces tú en tu pueblo. No te costará nada entendernos porque vivimos prácticamente igual que tú.

El antropólogo José Antonio Jáuregui contaba un encuentro con una comunidad indígena de Bolivia cuyos miembros quisieron agasajarle con un guiso típico. Jáuregui ensayó muecas de placer para no ofender a sus anfitriones, pero no tuvo que fingir: aquellas delicias exóticas eran migas, unas migas pastoras casi idénticas a las que preparaba su abuela navarra. Aquella vez sí se cumplió el tópico de la literatura de viajes que dice que el verdadero viaje es encontrarse a uno mismo.

Hace años, tras una charla en Pekín, se me acercó una señora de Eritrea muy delicada que vestía un turbante enorme. Había leído un libro mío autobiográfico, tan doloroso como lleno de alusiones culturales españolas que han incordiado a algunos de mis traductores. Aquella mujer, que no conocía España y estaba tan alejada culturalmente de mí como lo puede estar un venusiano, venía a decirme lo hondo que le había llegado el libro.

La extranjería es en parte una actitud. Uno elige cómo mirar a los demás, y puede fijarse en lo diferente o en lo idéntico. Coger aviones para constatar que los extranjeros son como nosotros puede sonar tan idiota como encontrarse a uno mismo, pero a mí me alivia comprobar que los folcloristas, los nacionalistas y los fabricantes de banderas y souvenirs no tienen razón. La ministra de Educación quiere ahora que el currículo de Historia insista en lo diferentes que son un gallego y un murciano. Como la diferencia salta al oído (y no siempre), no estaría mal que alguna vez los libros de texto subrayasen una verdad menos obvia: lo muchísimo que los gallegos y los murcianos se parecen, casi tanto como la señora de Eritrea y yo.

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