Sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados la semana pasada.Emilio Naranjo (EFE)
“Se está convirtiendo en habitual ver a nuestros parlamentarios insultarse en el Congreso leyendo un papel. Hasta los insultos están escritos de antemano”, se quejaba esta semana el lector Mario Suárez en la sección de cartas a la directora. “La defensa de los postulados a pecho descubierto, como hacían los diputados y senadores de otros tiempos, se ha perdido por completo. Ahora, los portavoces de los partidos, en lugar de rebatir de forma elegante y espontánea las palabras del oponente, leen el papelito que llevan preparado aunque no tenga nada que ver con lo que este haya dicho. A veces pienso que no se escuchan”, añadía.
No le falta razón a Mario Suárez. Lo explicaba en una entrevista a este diario, poco antes de jubilarse, una de las mujeres que más sesiones parlamentarias ha vivido, Paloma Santamaría, ujier del Congreso durante 36 años: “Antes subían sin un papel, a debatir. Iban a intentar cambiar opiniones, a convencer. Ahora, normalmente lo traen todo escrito”. Santamaría destacaba que la formación de los diputados había mejorado mucho ―“ahora tienen dos carreras, máster…”―, pero curiosamente, sus formas habían empeorado otro tanto.
La sucesión de monólogos en lo que debería ser un debate político, de ideas, incluye demasiado a menudo insultos impropios del escaño que ocupan sus señorías, pagado con dinero público. Esa degradación es más grave en el hemiciclo, por lo que representa, pero ocurre con desgraciada frecuencia ante cualquier micrófono. El líder de la oposición, Pablo Casado, acaba de definir el acto que reunió a la vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz, la líder de Compromís, Mónica Oltra, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, la portavoz de Más Madrid en la Asamblea, Mónica García, y la política ceutí Fátima Hamed Hossain como “aquelarre”, es decir, reunión de brujas. Y Jorge Buxadé, de Vox, se refirió al encuentro como “fiesta de pijamas, de charitos”.
Ayer en Valencia hubo otro aquelarre de radicales, “feministas” que tapan abusos a menores y recortan pensiones a las madres.
Sánchez va al barranco con los socios que ya le han sorpasado: Compromís en Valencia, Comuns en Barcelona, MM en Madrid, BNG en Galicia y Bildu en PVasco pic.twitter.com/57JSWhinHv
— Pablo Casado Blanco (@pablocasado_) November 14, 2021
Lo de “bruja” no es novedad. El pasado septiembre, José María Sánchez, del partido de Santiago Abascal, usó ese término contra una parlamentaria del PSOE. Ese mismo diputado suele referirse con tono socarrón a la portavoz del PP, Cuca Gamarra, como “doña Cuca”. Por alguna razón inexplicable, las mujeres a menudo pierden el apellido en el momento en que entran en política: Sáenz de Santamaría era “Soraya”; Magdalena Álvarez, “Maleni”. Son muchas más que cuando Alfonso Guerra se refirió a Soledad Becerril, primera ministra desde la II República, como “Carlos II vestido de Mariquita Pérez”, pero algunos no se han acostumbrado todavía a tratarlas como a iguales.
En ese clima de crispación y mal gusto, el pasado septiembre, Susana Pancho, concejal del PP en Moguer, Huelva, deseó la muerte a Pedro Sánchez, al que mandó a “la puta mierda” en TikTok. El pasado abril, el presidente de la Diputación de Lugo, José Tomé, del PSOE, se refirió en estos términos a la popular Elena Candia: “Con su vestimenta, su aspecto de leopardo… daba la imagen del vaquero americano que entró en el Capitolio en Estados Unidos”. En octubre del año pasado, la popular Ana Vázquez Blanco respondió a un tuit de Irene Montero en el que la ministra de Podemos llamaba “corruPPtos” a los populares tras la sentencia de Gürtel con la siguiente frase: “Habló de p… la tacones”. En 2009, el presidente del PP de Ourense, José Luis Baltar, llamó al conselleiro de Medio Ambiente Manuel Vázquez, del PSOE “maricón, sinvergüenza y miserable”.
¿No les da vergüenza? A los ciudadanos, sí.
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