“Me gusta el colegio, pero ahora no quiero volver; tengo miedo”. Umaira Mustafá habla a media voz, en un precario inglés y con la timidez de sus 14 años desde su casa de Jangebe, en el noroeste de Nigeria. El pasado 26 de febrero fue raptada por un grupo de delincuentes junto a 278 compañeras de la escuela en la que estudiaba para ser liberada cuatro días después. Este país ha sufrido cinco secuestros masivos de escolares en apenas tres meses, pero solo es la punta del iceberg. Los expertos coinciden en que la violencia y la inseguridad están dando la puntilla a la educación en África central y occidental, donde hay más de dos millones de niños sin escolarizar por la violencia y unos 10.000 colegios cerrados, según Save the Children, y donde las niñas están en el epicentro del problema: cuanta menos escuela, más abusos y embarazos adolescentes.
“Nos raptaron de noche, sobre la una y media, y nos obligaron a caminar 11 horas por el bosque, luego nos dividieron en dos grupos y estuvimos días sin hacer nada. Dormíamos allí mismo”, comenta Umaira Mustafá en conversación telefónica. Su padre, Abdullahi Mustafá, recuerda la angustia y el miedo por la falta de noticias. “No podía creerlo, tenía en la cabeza el secuestro de Chibok y pensaba que iba a ser igual, que iba a perder a mi hija durante años”, asegura este funcionario de Sanidad, “de momento la niña no va a volver a la escuela hasta que haya un mínimo de seguridad. Es el Gobierno quien tiene que garantizar que nuestras hijas puedan estudiar en paz”, comenta.
África occidental y central son dos de las regiones del mundo con peor tasa de escolarización para niños entre 6 y 11 años, según un reciente informe de Save the Children, que asegura que uno de cada cinco pequeños están fuera del sistema escolar. Solo en Nigeria hay unos 80 millones de menores, de los que 13 millones no van a clase. “La pobreza está detrás de estas cifras”, asegura Peter Hawkins, representante de Unicef en este país africano, “para muchas familias es imposible pagar los costes de transporte, libros, etcétera”. En las zonas rurales y más empobrecidas, además, los niños se convierten pronto en mano de obra, ellos en el campo y ellas en las tareas domésticas.
A esta situación estructural se une la ola de violencia e inseguridad que recorre todo el Sahel desde hace una década. En ciertos lugares golpeados por el terrorismo yihadista como el noreste de Nigeria, el norte de Camerún, el centro de Malí o el norte de Burkina Faso, la educación es un objetivo prioritario de los radicales. “La escuela es un símbolo de la presencia estatal, allí donde hay un colegio hay Estado; por eso están en el punto de mira”, asegura Emmanuel Dori, experto en la región de Save the Children. “El nombre del grupo terrorista Boko Haram ya lo dice todo: la educación occidental es pecado”, añade Hawkins.
Precisamente esta secta radical fue la responsable del secuestro más mediático, el de las 276 niñas raptadas de un internado en la ciudad de Chibok el 14 de abril de 2014. Aún hoy más de un centenar siguen desaparecidas mientras que 164 escaparon de manos de sus captores o fueron liberadas tras el pago de un rescate. Muchas están aún traumatizadas después ser obligadas a casarse con los milicianos de Boko Haram y sufrir malos tratos y violaciones. Pero no fueron las únicas.
El secuestro masivo de jóvenes escolares ha prendido como un floreciente negocio y ha saltado del noreste al oeste de Nigeria, en los estados de Katsina, Níger, Zamfara y Kaduna: entre el 11 de diciembre y el 12 de marzo, 799 estudiantes fueron raptados en cinco secuestros masivos por grupos de delincuentes. Todos fueron liberados tras el opaco pago de rescates o negociación de amnistías y otros beneficios, salvo los 39 últimos que siguen en manos de sus captores.
“El impacto es tremendo, muchos padres temen ahora enviar a sus hijos a la escuela. Aunque la resiliencia de los jóvenes nigerianos es famosa en el mundo, está en cuestión la formación de toda una generación que debe llevar este país en el futuro”, comenta Hawkins. La exclusión de las niñas del sistema educativo es especialmente dolorosa. En Sierra Leona, durante la epidemia de ébola de 2014-2016, el cierre de colegios disparó los embarazos adolescentes que se incrementaron en unos 11.000 con respecto a periodos anteriores; tras la reapertura de las aulas, la escolarización femenina en secundaria cayó del 50% al 34%. Con la violencia, a la que se ha sumado ahora la covid-19, este escenario se repite pero en toda la región.
En el Sahel central o en la República Democrática del Congo, donde el yihadismo se extiende como una mancha de aceite y exacerba conflictos intercomunitarios, el cierre de escuelas alimenta el ciclo de la violencia y la explotación infantil. “La vulnerabilidad extrema de los niños los convierte en objetivo de reclutamiento como combatientes o para trabajar en las minas que financian a estos grupos armados no estatales”, añade Dori. Solo Burkina Faso, uno de los países más pobres del mundo, acoge a más de un millón de desplazados internos, de los que unos 600.000 son menores de edad que se descuelgan del sistema educativo.
Una opción propuesta por las organizaciones internacionales es la escolarización a distancia a través de las herramientas digitales. Pero el desafío es brutal. Según el informe Salvemos nuestra educación en África occidental y central, elaborado por Save the Children, nueve de cada diez profesores en África subsahariana no tiene acceso a un ordenador o a internet. “La brecha digital es enorme. Estamos trabajando en ello, pero hay un alto porcentaje de población en movimiento”, explica el representante de Unicef en Nigeria. La creciente violencia en el noroeste de Nigeria ha desplazado a la vecina Níger a más de 100.000 personas solo en los últimos meses, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que calcula más de cuatro millones de personas que han huido de sus hogares en toda la región.
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