Lejos de las calles del centro de Pekín, engalanadas estos días con centenares de banderas rojas, se abre una avenida polvorienta. Aquí, en Ma Ju Qiao, al sur de la capital, se reúnen al amanecer decenas de trabajadores migrantes, uno de los escalafones más bajos de quienes habitan la ciudad, a la espera de que alguien acuda a contratarlos. Llegados de las zonas rurales, son hombres rudos que hacen de todo y a la primera de cambio te ofrecen un cigarrillo, te preguntan en broma por el tamaño de tu pene, se ríen a carcajadas y estrujan tus manos con sus palmas callosas.
Uno de ellos, un tipo menudo y vivaracho, lleva prendida de la camiseta una chapa de Mao Zedong. “Hizo grandes cosas por el país”, sonríe. Y a continuación enumera los líderes más importantes de la República Popular, según su criterio: está Mao, luego Deng Xiaoping, artífice de los años de reforma y apertura, y también Xi Jinping, actual presidente, secretario general del Partido Comunista y presidente de la Comisión Militar Central. De él solo menciona cosas positivas, como la Nueva Ruta de la Seda, estrategia que define con un largo circunloquio que el intérprete traduce: “Una fórmula matemática en la que China sale ganando”.
En el imaginario oficial, rubricado por el Partido Comunista, Xi se ha elevado hasta la cúspide de los grandes dirigentes que han modelado el país. Tras 10 años al frente de la maquinaria estatal su figura se ha vuelto omnipresente. Su pensamiento ha quedado fijado en la Constitución, se estudia en las universidades, los niños citan sus palabras en el colegio al izar la bandera, los órganos de propaganda difunden innumerables discursos. Algunos analistas aseguran que es el hombre con más poder del planeta. Y es muy probable que siga siendo así al menos hasta 2027: según el guion previsto, la próxima semana será reelegido para un tercer mandato en el XX Congreso del Partido Comunista, el gran evento político quinquenal que arranca el 16 de octubre.
En la cita, se espera que Xi esboce algunas de las líneas maestras de Pekín para las próximas décadas en un mundo cada vez más turbulento y replegado. ¿Habrá mayor apertura o un creciente nacionalismo? ¿Hasta dónde apretará a los gigantes tecnológicos? ¿Qué sucederá con Taiwán? Muchos aguardan, además, señales que alumbren el final de la estrategia de cero covid que mantiene al país en una crisálida, pero que Pekín defiende a pesar de que gran parte del mundo ha pasado página.
Mientas Occidente recela del creciente culto a la personalidad y la deriva autoritaria, en China muchos ven en Xi a un dirigente que ha levantado la moral. “Me sentí orgulloso”, dice Deng Libo, de 45 años, otro de los trabajadores migrantes de Ma Ju Qiao, sobre su experiencia en la primera línea de batalla frente a la covid-19. Deng, originario de una aldea agrícola en la provincia de Jilin, fue durante unos días de verano un dabai (gran blanco, en chino) como se conoce al ejército de uniformados con EPIs, el brazo ejecutor de la estrategia antipandémica.
Deng es un hombre fuerte, viste una camiseta con una calavera y cuando ríe enseña unos dientes amarillos que parecen granos de maíz. Guía hasta su casa a través de callejuelas sin asfaltar. Vive en un habitáculo en el que solo entra una cama y un mueble de cajones, rodeado por decenas de estancias parecidas. Pide hablar bajito para no despertar a quienes trabajan en los turnos de noche.
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SuscríbeteDeng Libo (derecha), de 45 años, trabajador migrante que reside en Ma Ju Qiao, una zona en las afueras de Pekín.
Cuando se decreta un confinamiento, lo cual puede suceder en cualquier momento, acuden los dabai, seres sin rostro que han sido a menudo objeto de la furia ciudadana, la encarnación del poder que ordena confinar bloques y envía a los positivos a centros de cuarentena. También los llaman “demonios blancos”, cuenta Deng, que ha sufrido momentos de “agresividad”. A él le contrataron por unos 500 yuanes (unos 72 euros) diarios para trabajar en un bloque confinado en Pekín a principios de verano: la ola de ómicron que provocó el cierre de Shanghái amagaba con paralizar la capital. Pero Deng defiende esta estrategia frente a la occidental: “En nuestro país es diferente”.
No todos están de acuerdo. Suena jazz en un local en Pekín, el barman agita la coctelera y un publicista de Shanghái de 37 años que vivió más de 70 días de “pesadilla” encerrado en su apartamento en un bloque de 37 pisos, fuma un cigarrillo mientras dispara: “Todos sabemos quién nos está jodiendo la vida”. No pronuncia su nombre, se refiere a él como “el hombre que todos conocemos” o expresiones similares, pero evita decir Xi Jinping, casi como un acto reflejo propio de quienes hablan de él en internet, pero esquivan su nombre para soslayar la censura.
El publicista prefiere dar un nombre ficticio para no tener problemas: Celvin. “Es estúpida”, dice sobre la política contra la pandemia. Y no cree que las cosas vayan a cambiar pronto: “Esto ya no va solo de coronavirus”, asegura. “Le ha dado a ciertas personas determinados privilegios”. Y, según él, es difícil dejar escapar ese poder.
El individuo frente al Estado
A Celvin se le podría considerar parte de la élites: ha estudiado en el extranjero, habla buen inglés, gana un sueldo muy por encima de la media. Se queja del estado de la economía, derivado, según él, del aislamiento chino desde 2020. Pero hay algo que aún parece preocuparle más. El 18 de septiembre, rememora, un autobús que trasladaba pasajeros a un centro de cuarentena sufrió un accidente. Murieron 27 personas. Ninguno, obviamente, iba por voluntad propia. El suceso despertó una ola de ira en las redes de un país agotado por las restricciones.
Para Celvin fue un ejemplo más de la vulnerabilidad del individuo frente al Estado: “No eres más que un número”, denuncia. “Te preguntas si te puede pasar lo mismo. Si alguien va a llamar a tu puerta en mitad de la noche para decirte que tienes que subir a un autobús. Me recuerda a la situación de los nazis. Me da miedo que la gente llame a mi puerta. No tienes control sobre tu vida”.
En su opinión, el vehículo siniestrado es también una metáfora: “Todos viajamos en ese autobús. Sabemos que hay un conductor que se dirige al lugar equivocado. Pero no podemos controlar el volante. No puedes bajar. Viajamos en un autobús llamado China”. Por suerte, asegura, hay quienes han comenzado a “despertar” gracias a la situación del coronavirus. “Es como la Revolución Cultural de nuestra generación”, concluye. Y luego se pasa un rato explicando distintos apodos con los que denominan al que prefiere no nombrar para sortear la censura en internet.
Uno de los apelativos, “Bollo”, deriva de una visita de Xi a un popular restaurante de comida rápida en Pekín donde sirven baozi, unos panecillos rellenos. El presidente apareció allí en 2013 al poco de asumir el mando. Pidió un menú y se sentó a comer con la gente corriente. Para entonces, Xi había desatado una durísima campaña anticorrupción contra lo que denominó “tigres y moscas” ―élites y cuadros comunes del partido―, el sello con el que aterrizó en lo alto de la pirámide. Con el golpe trataba de poner freno a los excesos de los años anteriores, a la vez que, según algunos analistas, apartaba facciones rivales. Las cifras son estratosféricas: desde finales de 2012, las autoridades chinas han investigado a más de 2,7 millones de cargos públicos y castigado a 1,5 millones, según datos recogidos en el libro Xi Jinping. The Backlash, de Richard McGreggor (2019).
En 2012, Xi censuró que los mandos habían “perdido el contacto con el pueblo”. La visita al restaurante popular era su forma de decir que él era distinto a los anteriores y subrayaba el concepto del “sueño chino”, sobre el que han gravitado muchas de sus políticas, y que persigue, según la narrativa oficial, mejorar los estándares de vida de todos, no solo de una élite.
El restaurante se encuentra en una calle arbolada de Pekín. El barullo es considerable a mediodía. El “menú del presidente”, como lo llama la dependienta, cuesta poco más de cuatro euros e incluye media docena de baozi, verduras hervidas y una sopa de hígado e intestinos. En una de las mesas come a solas Zhao Yumin, de 79 años, un investigador jubilado. Habitual del restaurante, dice que tras la visita de Xi, las colas eran larguísimas. Cuando se le pregunta por la década del mandatario, responde alzando el pulgar: “Muy bien”. “Con el presidente Xi, mi corazón está en paz”. De él destaca su “determinación” para acabar con los funcionarios corruptos y “servir al pueblo”, la lucha contra la degradación del medio ambiente y su pulso por restaurar la “confianza de China” con un desarrollo que beneficia a todos por igual. Su discurso no es muy distinto a los periódicos oficiales. “El partido es hoy más fuerte que hace diez años”, añade, pero niega que sea una “tiranía”. Y cree que la criticada estrategia covid, a pesar del golpe económico, a la larga será beneficiosa: “En China salvamos a todo el mundo”.
Las cifras le dan parte de razón: el país ha logrado mantener el número de contagios y fallecimientos bajo mínimos, comparado con la Unión Europea o Estados Unidos, pero a costa de la desconexión global y el zarpazo económico. Muchos, dentro y fuera del país, consideran el cerrojo sanitario una dimensión más de la pulsión controladora en múltiples ámbitos de la era Xi, que va desde una mayor presencia del Estado en las empresas a la dura represión de los uigures en Xinjiang ―que podrían constituir “crímenes contra la humanidad”, según un reciente informe de la ONU―.
“Tenemos un líder que parece aspirar a controlarlo todo y que cambia la Constitución para permanecer en el poder”, denuncia un académico de unos 40 años que prefiere guardar anonimato para no perder el empleo. En su opinión, el XX Congreso será un nuevo paso en esta dirección, hacia una menor libertad y un mayor autoritarismo y nacionalismo, dice mientras sorbe un café en un Starbucks. Pero deja claro que no le gusta el local: le recuerda que la revolución ha sido pervertida; en los ochenta, China se abrió al capitalismo hasta convertirse en la “segunda potencia imperialista” del planeta, parte de un bloque alineado con Rusia; el otro bloque sería Occidente.
Este profesor de una de las mejores universidades de Pekín se define como un “verdadero marxista”, que es en China también una forma de disidencia. En su visión, el Congreso de estos días pertenece a “los poderes burocráticos que controlan todos los recursos de la economía”. Son los mismos que explotan a los asalariados, añade, cuya lucha pervive, por ejemplo, en los trabajadores migrantes cuando reclaman mejores condiciones, como enviar a sus hijos al colegio en la ciudad donde se instalan (ahora mismo carecen de este derecho).
Según el profesor, al quedar atrás la era del hipercrecimiento, China se enfrenta a potenciales turbulencias por la caída en los beneficios, el pegamento que mantenía el pacto entre partido y ciudadanos. Como solución, dice, el país podría virar hacia posturas socialdemócratas con mayores libertades ―no parece probable― o caminar hacia un mayor autoritarismo y control de la población envuelto en ideología: “No puedo cambiar tu vida, pero puedo cambiar tu mente”, define la estrategia.
Los códigos QR que uno ha de escanear con el móvil por todas partes para acceder a cualquier lugar en China son solo una expresión de ese estado vigilante que emplea la tecnología “para controlar todo el rato por donde te mueves”, continúa este docente. Estos días, hasta los universitarios tienen que pedir permiso para dejar el campus, protesta. “El poder quiere mantener a la gente como individuos y la pandemia da motivos para evitar las relaciones entre personas”. Luego da un último sorbo al café y desaparece en las calles de Pekín.
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