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No todos podemos juzgar con sentido y sensatez el trabajo de los chefs


Sobre la cocina todo el mundo tiene una opinión. La ampara una memoria con inmunidad parcial de enjuiciamiento, por más que en ocasiones esta se sostenga con tiras de velcro. Nos pasa a todos. Reflexionamos sobre lo que tenemos frente a nosotros superponiendo nuestra visión subjetiva de la realidad con el propósito de construir una verdad que engaste en nuestras ideas. Por ello es conveniente contradecirlas de vez en cuando, asomarse al argumento opuesto. Las conversaciones de sobremesa o las webs desbordan una experiencia sin titulación que no se resigna exclusivamente a lanzar una opinión, sino que se siente con autoridad suficiente como para corregir. Esa resuelta experiencia adquiere cuerpo de licencia irrefrenable para el foodie o comidista fogueado que detalla cómo lo habría hecho él, incluso qué falta y qué sobra en el plato. Es una propensión curiosa que no se advierte en otras disciplinas. Se entiende que un coleccionista de momentos exclusivos no siempre se interesa por los entresijos de lo que ha experimentado; puedes haber tomado cientos de vuelos y eso no valida conocimientos de aeronáutica. Lo supo ver Santiago Ramón y Cajal cuando sostuvo que nada inspira más veneración y asombro que un anciano que sabe cambiar de opinión. A pesar de ello, en las redes y en las sobremesas hay voces que cargan críticas sobre el trabajo de los cocineros con el mismo crédito que un copiloto sin carnet diseñando futuras normas de circulación: que si la cocina ingeniosa es un bluf, que si los cocineros carecen de técnica suficiente para alcanzar una creatividad que confunden con extravagancia, que si los chefs no están en los restaurantes, que si su ego está matando la cocina porque se prodigan más en los medios que en los fogones… son algunos de los anatemas que perfuman la comunidad culinaria, donde no se pondera únicamente lo que hay en el plato, sino que se juzga el modo de vida de quien lo refrenda. Vamos que para comer bien el cocinero debe mostrarse tal y como el que juzga considera que debe proceder.

Restaurante Akelarre. En la imagen, Pedro Subijana, con todo su equipo. Jesus Uriarte

Los puntos de vista, opiniones y deseos advierten con su reflejo que cuando se eleva una crítica se aclara a la vez el propio modo de ser de quien la formula. Dicho de otra forma, la manera de posar la mirada sobre el resultado de un trabajo dice bastante del que juzga, puesto que va emparejada no solo con sus convicciones, sino también con sus creencias, estado anímico y curiosidad, si es que la hubiese. Una crítica rebota una idea de lo que se es, de cómo se piensa. Más perverso aún: en ocasiones, la opinión únicamente busca constatar lo que ya se sabía. Cuántas palabras no se han pronunciado sobre restaurantes que solo se conocían de oídas a los que después se ha acudido para ratificar lo que se pensaba.

A esta tendencia hacia el reforzamiento de las propias hipótesis se le conoce como sesgo de confirmación. Como pocas cosas son susceptibles de no ser rebatibles, la interpretación de las evidencias siempre puede ser parcial. Esto explica que, ante la misma experiencia e información, dos individuos puedan tener opiniones completamente opuestas. Pero una buena crítica, una valoración seria, debería basarse en hechos objetivos y contrastados, lejos de la emoción en las tripas de quien la presenta. Esta es la teoría, aunque hasta los profesionales del periodismo gastronómico más veteranos asumen que en sus análisis intervienen sus preferencias, gustos y personalidad. Algo de lo que, por supuesto, no escapan ni el inspector de guías, ni el votante de listas, ni el vecino del quinto que en su juventud comió en Akelarre.

Y como en estos tiempos todo hijo de vecino tiene opinión, plataformas y pretextos para adaptarla a sus intereses, el mundo está lleno de ajustes de cuentas, pero no con las propias limitaciones, sino con la manifestación de valores e ideales distintos a los propios. Al fin y al cabo, lo que se niega te somete a lo que aceptas. O eso dicen algunos.

Rape con jugo de callos

Ingredientes
(para cuatro personas)
Para el caldo de callos:
500 gramos (g) de patas de ternera.
500 g de morros de ternera.
500 g de callos de ternera.
70 g de cebolla.
70 g de puerro.
60 g de zanahoria.
30 g de apio.
Ramillete de perejil.
Para los callos marinos:
La piel del rape.
10 g de pulpa de pimiento choricero.
100 g de cebolla.
100 g de pimiento verde.
20 g de aceite de oliva.
Caldo de callos.
Sal.
Para los chicharrones de rape:
150 g de rape.
20 g de aceite de oliva.
Para el rape a la romana:
400 g de rape.
Harina.
Huevo.
Sal.
Aceite de girasol.

Elaboración
El caldo de callos:
Limpiar y desangrar las carnes durante 12 horas en agua fría y hielos. Limpiar la verdura y cortar. Sobre una olla, incorporar todos los ingredientes y añadir agua hasta cubrir y cocer hasta que esté tierno. Reservar aparte el agua de cocción. Y reservar las carnes para otro plato.
Los callos marinos:
Pedir al pescadero que nos guarde la piel del rape. Lavarla bien y cortarla en trozos no muy pequeños. Pelar y cortar la cebolla y sofreír a fuego bajo. Cortar el pimiento y añadir junto a la pulpa de pimiento choricero al sofrito. Cuando todo esté bien cocinado, añadir la piel del rape y el caldo de los callos. Dejar cocinar durante 10 minutos y poner a punto de sal.
Los chicharrones de rape:
Cortar el rape en dados de un centímetro. Poner en la bandeja del horno con aceite y tostarlos durante 15 minutos en el modo grill del horno, moviéndolos de vez en cuando.
El rape a la romana:
Cortar cuatro trozos de rape, enharinarlos y pasarlos por huevo batido. Freír a 160 grados y escurrir en papel absorbente.

Acabado y presentación
Calentar los callos marinos y añadir en el último momento los chicharrones. Disponer el rape a la romana y sobre él los callos marinos.

Aporte calórico 
El rape aporta 86 kilocalorías por cada 100 gramos de producto y 2 gramos de grasa. Destaca su aporte de vitaminas B1, B3 y B9, siendo esta última la más presente.


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