Sigilosos al amparo de la noche, los soldados estadounidenses marcharon hacia la pista. Se llevaron las armas pesadas y dejaron atrás las ligeras. Habían destruido la munición, pero renunciaron a todo lo demás para no alertar a los afganos de sus planes de viaje. El comandante local ignoraba que esa noche de julio, las fuerzas de Estados Unidos abandonarían el epicentro de su guerra contra los talibanes: la base aérea de Bagram.
Exactamente 20 minutos después de que el último avión despegase, la corriente se cortó. Se les dan bien a los estadounidenses ese tipo de cosas. El apagón dejó totalmente a oscuras la base, un lugar del tamaño de un pueblo con su piscina, su cine y su comida rápida. Fue la señal para el hampa que nunca duerme. Bandas de delincuentes forzaron las puertas y saquearon los barracones, las tiendas de campaña y los hangares. Continuaban ahí los vehículos, aunque faltaban las llaves. Los cazas habían desaparecido, pero los frigoríficos seguían repletos de Coca-Cola y bebidas energéticas.
A la mañana siguiente el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se lamentaba en Washington de no ser comprendido. “Yo quiero hablar de cosas alegres”, se quejaba al sufrir las preguntas críticas de la prensa. “Miren, hoy es el día de la independencia de Estados Unidos. Es un fin de semana festivo, y yo pienso celebrar”. Después de cuatro lustros, al presidente estadounidense le parecía que los afganos ya podían hacerse cargo de su propio país.
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Estados Unidos no se corta a la hora de traicionar a sus aliados locales, una vez que la guerra pierde popularidad nacional. Cuando sus tropas abandonaron la base aérea de Bagram, los talibanes ya controlaban medio país. Cada semana, los turbantes negros conquistaron nuevos territorios. Soldados del Ejército nacional afgano se rendieron sin dar batalla. El 15 de agosto, los talibanes invadieron tanto la base como la capital. Esa misma semana los soldados extranjeros abandonaron también el aeropuerto civil, y éste cayó enseguida bajo el control de los barbudos. Hacía tiempo que habían comenzado los asesinatos de los que habían trabajado para EE UU y las fuerzas de la OTAN. Los abandonados colaboradores encontraron su muerte a la espera de terminar un papeleo sin fin. Intérpretes, chóferes, agentes, cocineros, limpiadores, secretarios: ya tocaba que los afganos se hicieran cargo de sus propias vidas.
Han pasado 20 años desde que estuve en Bagram, mucho antes de que llegase Burger King a la llanura. Fue algunos años anterior a que se les ocurriera a los políticos de Occidente que, ya que estaban ahí, podían de paso introducir la democracia en Afganistán. Fue también antes de que nuestros líderes militares decidieran enseñar a los afganos cómo hacer la guerra. Queríamos dictarles cómo organizar un Ejército a gentes que habían derrumbado a los mongoles, a los persas, a los griegos, a los sijs, a los británicos y a la Unión Soviética …
Allá en 2001, el aeródromo parecía haber pasado por el infierno. Lo construyeron los rusos en los años cincuenta y fue la base principal del Ejército Rojo después: desde la desastrosa invasion en 1979 hasta que la superpotencia se batió en retirada, un decenio más tarde bajo las órdenes de [Mijaíl] Gorbachov. Los muyahidines la controlaron desde entonces hasta su relevo por los talibanes en 1996. Cuando estuve en Bagram, la pista lucía agujereada.
Y vinieron los atentados el 11 de septiembre ese año. [George W.] Bush juró venganza. Fue la primera vez que escuché hablar de los talibanes, el movimiento que daba cobijo a Osama Bin Laden, jefe de los terroristas. Los talibanes se negaron a entregarlo y sellaron así su destino.
Yo quería seguir esa campaña vengativa. Desde Tayikistán crucé el río fronterizo en una flota. Los talibanes controlaban el 90% de Afganistán: la Alianza del Norte sólo había logrado agarrarse a estas zonas norteñas. Seguimos la campaña rumbo al sur, pasando por la cordillera de Hindú Kush y el valle del Panshir a caballo y a pie. Después de seis semanas terminamos el viaje en la planicie de Shomali: habíamos llegado a Bagram. Unas decenas de kilómetros más al sur se hallaban Kabul y los talibanes.
Cada día me acercaba al frente para enterarme si había movimientos de tropas. El comandante de Bagram era un tipo grandote, con barba, que caminaba tranquilamente por la llanura en sandalias gastadas con las correas sin atar. “Pronto”, nos decía cada día el comandante Khawani antes de invitarnos a comer con él otra vez.
Un día el comandante ya no pisaba la arena en sandalias, sino en botas militares. Algo estaban tramando. “Les hemos dado hasta las dos”, dijo señalando en dirección a los talibanes que estaban a menos de 500 metros. “Si no se rinden, atacamos”.
Khawani devoró su arroz con dedos espabilados. De repente, había actividad frenética en el llano. Le seguí, acercándome a los guerrilleros talibanes con creciente vacilación. Justo antes de la derrota de la plaza, pude esconderme detrás de un muro derruido. Ya eran las dos y pasó un minuto, pasaron dos y tres… y llegó el estruendo. El ataque encontró respuesta enseguida, y me dio tiempo a pensar en mi vida en otro lugar del mundo, mientras la llanura se cubría con el polvo gris de los misiles.
La batalla duró unas horas. Después, el silencio solo se rompió por fragores dispersos. Llegaron comunicados a la radio del comandante Khawani, informando de que las distintas posiciones de los talibanes alrededor de la capital habían sido tomadas: muchas de ellas sin oponer resistencia. Los talibanes se habían dado a la fuga hacia el sur, o se habían entregado a la Alianza del Norte. “¡Hacedles un cerco sin matarles!”, fueron las órdenes que se emitieron desde Bagram. “Si se resisten, les matamos”, contestaron.
Unos minutos más tarde vi a mi primer talibán, quien a su vez vio a su primera rubia. Algunos parecían tener miedo. Otros sonreían. Fue un juego convenido. “¡¿Cómo estás, hijo de puta?!”, gritó un soldado de la Alianza del Norte a un talibán. Los dos jóvenes se abrazaron. Eran chavales de aldea que se habían dejado alistar en sendos bandos. Encarnaron el dicho de que los afganos no se venden; sólo se prestan en alquiler.
La victoria talibana ahora recuerda a aquel noviembre de 2001, solo que los roles se han intercambiado. Hace dos decenios, me dijo el primer talibán con quien hablé: “Yo no sabía que deberíamos entregarnos hoy. Nuestro comandante solamente nos dijo que nos fiáramos de él, y que él se encargaría de salvar nuestras vidas”. Y así, la división entera se pasó a la Alianza del Norte.
Este verano de 2021 ha sido al revés: divisiones enteras se han pasado del Ejército afgano a los talibanes. Igual el mundo debió haberle hecho caso a ese talibán de pelo largo que entrevisté hace 20 años: “Los afganos tenemos que hacer la paz entre nosotros. Los americanos tienen derecho a bombardearnos, pero no a quedarse con el país”.
Los extranjeros de Al Qaeda no tenían el privilegio de cambiar de bando. Camino a Kabul, paramos junto a los muertos que no se habían rendido. Las moscas circulaban, y las aves ya metían sus picos en los cuerpos sin vida. No quedaban combatientes en las bases de alrededor, y los aldeanos ya las estaban saqueando. Colchones, jarros para agua y linternas constituían el modico botín: poca cosa en comparación con lo que encontrarían las bandas en la base de Bagram 20 años más tarde.
En Kabul, la bandera talibán ya no ondeaba. Un grupo de chavales daba patadas a unos cadáveres debajo de una canasta de baloncesto. Se reían y lucían caras afeitadas al ras: ya no estaba en vigor la exigencia talibana de llevar la barba de la longitud de un puño como mínimo. Les pregunté si habría un sitio para los talibanes en futuros liderazgos. “Si se afeitan y se quitan el turbante, seguramente serán aceptados”, contestaron.
Las alianzas, los acuerdos y el trapicheo son llevados a cabo por hombres, como casi todo lo demás en Afganistán. Los talibanes no introdujeron la represión de las mujeres; simplemente la empeoraron. En su día, cuando viajaba por las zonas bajo el control de la Alianza del Norte, también ahí las mujeres vivían escondidas bajo los burkas. Durante mis visitas a las casas de los comandantes y los caciques, no vi ni una sola mujer. Fueron los hijos varones los que nos servían la comida, mientras se escuchaba a las mujeres pasar detrás de puertas cerradas. Yo por mi parte fue definida como parte de la esfera masculina, acompañada como estaba por hombres de mi gremio.
“¡Escribe sobre las mujeres que se han quitado el burka!”, me pidió mi jefe cuando llegué a Kabul un día tras la huída de los talibanes.
“¡Pero si es que no he visto a ninguna!”
Las expectativas de mi jefe estaban marcadas por la impaciencia de Occidente: su exagerada fe en el progreso y su pensamiento en negro y blanco. Si los talibanes eran los malos y reprimían a las mujeres, entonces se suponía que el otro lado era moderno y progresista. El tiempo nos ha mostrado que no era el caso. La avaricia de los señores de la guerra en ambos bandos ha contribuido a hacer inviable la paz. Las fuerzas de la OTAN han sido utilizadas para propio beneficio y ajustes de cuentas. También el Ejército nacional se extralimitaba.
Guardo todavía el frasco de champú que compré en Kabul en noviembre 2001. No me había duchado desde mi llegada a Afganistán. Encontré un hotel y llené enseguida la bañera, temiendo que se cortara el agua. Bajé a comprar champú, y me encontré con que las caras femeninas estaban tachadas con tinta china color negro. Alguien había eliminado a las mujeres de todos los productos.
La semana pasada vi una imagen que me llegó al alma. Otro eco invertido. Un hombre con un cubo de pintura blanca sobrepintaba un anuncio. He visto fotos peores y represión más grave, pero esta imagen era tan simbólica. La escena trasladaba tranquilidad y certidumbre. Brochada por brochada desaparecieron los bellos rasgos femeninos tras una capa de blanco. Tal como desaparecerán ahora las mujeres de la vida pública, si no se adaptan a las normas del nuevo emirato islámico.
En 2001, pasé con mi precioso champú en el bolso por delante de una señal que decía Book Shop (Librería). El sol iluminaba la tienda a través de ventanas polvorientas, y al fondo había un hombre elegante. Sacaba de sus escóndites los libros que los talibanes habían prohibido: libros que no eran islámicos, o que estaban ilustrados, o venían del extranjero. Cuando entré, el librero estaba quitando la cinta adhesiva con la que había tapado las fotografías. Hasta un caballo era haram (prohibido o sagrado en árabe): los talibanes no permitían la representación de ningún ser vivo.
Compré unos libros y me invitó a comer en su casa. Al día siguiente pedí instalarme con su familia y me quedé hasta el verano siguiente. Escribí un libro sobre ellos.
No sabía si El librero de Kabul iba a interesar a nadie. ¡Si ahí no pasaba nada! Las mujeres nos sentamos en el suelo a la espera de que algo o alguien pusiese en marcha la vida. Preparamos té. Cortamos cebollas. Lavamos, barremos y miramos hacia afuera a través de un vidrio roto. Incluso en esta familia abierta al mundo, el patriarca sólo sabía modelar su papel sobre el de su propio padre y su abuelo. De este modo, las tradiciones permanecían.
El nuevo régimen de Afganistán invitaba por aquel entonces a las mujeres a estudiar y trabajar; pero si a tu padre o a tu marido no le parecía bien, entonces la invitación no te concernía. El poder residía en el jefe de familia, y la costumbre definía tu grado de libertad.
Aun así Occidente creía erróneamente que después de la caída de los talibanes las cosas iban a mejorar. Yo también lo creí. Si bien no estaba convencida de la idea de envolver la democracia como un regalo para los afganos, creí que el progreso se abriría paso poco a poco.
Ahora vemos cómo los libros se vuelven a sacar de las estantería. Las imágenes se sobrepintan, y las mujeres se cubren. De nuevo, muchas serán confinadas en casa por el opresor más eficaz: el temor a lo que les pasará si salen.
Los talibanes disimulan. Hasta ahora hemos escuchado al ala más moderada que habla de reconciliación e inclusión. Al mismo tiempo, los talibanes matan a los colaboradores de Occidente en las provincias.
¿Qué nos habíamos creído?
¿Qué me había creído yo?
¿Poder formar Afganistán a nuestra imagen?
Hasta con la OTAN presente en el país, tan solo la mitad de los niños en Afganistán iban a la escuela. Había atentados en las aulas y de camino al colegio. Sobre todo sufrieron ataques las escuelas de niñas, y las maestras fueron asesinadas. Ya hace dos años, más de mil escuelas habían sido destruidas por los talibanes. Muchas niñas no terminan la escuela, son dadas en matrimonio a los pocos años de estar en las aulas. Los talibanes ponen telas funerarias a las escuelas de niñas a modo de amenaza apenas velada. Los padres reciben cartas selladas por el Emirato Islámico –que es como se autodenominan los talibanes– amagando con considerar a sus hijas apóstatas del islam si estudian.
Si se mide por la escolarización, la comunidad internacional ya ha quebrado su promesa a las niñas afganas.
Hoy no podemos evitar preguntarnos: ¿Podríamos haber gastado mejor la ingente cantidad de dinero que invertimos en la guerra? ¿Hubiera sido posible fomentar la reconciliación y el desarrollo, en vez de perseguir una victoria en el campo de batalla? ¿A quiénes escuchamos en Afganistán: a los caudillos o a los maestros?
No obstante, la población afgana no es la misma que fue cuando los talibanes se batieron en retirada hace 20 años. Miles de personas han podido estudiar y han probado otra vida. Han cogido el gusto de la libertad y visto las posibilidades de abrirse. Algo de eso tiene que quedar todavía. Que te quiten lo aprendido.
La retórica talibana nos puede hacer creer que el movimiento se ha moderado. Ya veremos lo que muestra la realidad. Su cinismo y afán por el poder les llevarán a maquillar la superficie. No cerrarán las escuelas de niñas; pero ¿nos tomaremos la molestia de comprobar qué les enseñan ahí? No mandarán las enfermeras a casa, pero ¿les permitirán participar? ¿Habrá mujeres en el Gobierno nacional?
“Ya se ocuparán los afganos, porque no les queda otra”.
Biden quiere olvidarse de Afganistán. Los talibanes también quieren que olvidemos. La situación no pinta bien.
Åsne Seierstad es periodista noruega, autora de El librero de Kabul (Maeva)
Traducción del noruego de Sara Høyrup
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