Nueva normalidad; misma familia

No sufrió esta pandemia. Pero el poeta Luis Rosales definió lo que vivimos hace más de 40 años en una de sus cumbres: Diario de una resurrección. “Ves temblar las paredes con el peso del cielo…”. Para quienes no tenemos fe, la poesía puede ser palabra sagrada. Obra milagros en forma de autosugestión, como si se tratara de una doctrina subyugante válida para cada experiencia. Así que para buscar metáforas del confinamiento, difícil encontrar algo más certero que este verso escrito a finales de los años setenta en su poema La plenitud suele vivirse en México.

En mi caso, aunque resisto confinado entre versos dentro de mi propio diario de una resurrección cotidiana, debo confesar que las paredes se han alargado o andan difuminadas por las circunstancias. Mi pareja está en Bruselas, yo en Madrid. Mi hija Paula con Marta, su madre, y Cristina, mi otra hija gemela, en Toulouse, junto a su novio y cinco compañeros de piso viviendo su Friends a la francesa. Mi madre, en Santander: sola, atemorizada y pegada al teléfono, un poco perezosa para lanzar diatribas en Facebook, pero muy activa con los memes por WhatsApp… Para tranquilizarnos a todos, hace poco ha asegurado en la prensa local —el Diario Montañés—: “Iván, el portero, sube cada día a ver si no me he muerto”.

Somos todo un paradigma de la dispersión, pero muy alejados de eso que llaman familia desestructurada porque no conseguimos otra cosa que aumentar el ansia de nuestros abrazos. Y vuelvo por tanto al mismo poema de Rosales: “El amor es la ley de la nueva frontera”. Tampoco andamos tan mal. Tenemos la nevera llena, los recibos de casa más o menos pagados, conexión a Internet, agua para beber y regar las plantas, trabajo y nos hemos librado del virus pese a haber tentado a la suerte de haberlo podido coger en varios puntos de España y Europa. Somos unos robles. Tomamos el aperitivo y hasta cenamos o fregamos conectados a Facetime.

¡Viva la tecnología! Y tanto… Pero muera, también. Gracias a Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp y la consagración de la red china recién llegada, TikTok, nuestras vidas han sido más fáciles, más cercanas para bien y más histéricas a causa de la lacra de la infodemia. El consumo ha aumentado un 20%, según un informe de Coobis, pero en casos como WhatsApp, rodea el 50%.

Más allá de las redes, mejor utilizar la inspiración de la poesía y de paso crear adeptos. El objetivo es transmutar el lenguaje estadístico, desentrañar y compartir la intimidad de lo que significan las cifras y desatar así el cauce siempre incierto de la vida. Así es como trataremos de intuir cuál ha sido la actitud y la casuística de algo parecido a la gran familia española en este trance.

Para tranquilizarnos a todos, mi madre hace poco ha asegurado en la prensa local —el Diario Montañés—: “Iván, el portero, sube cada día a ver si no me he muerto”.

Pero, para empezar, por familia, ¿qué entendemos? Una pareja, dos niños y un perro. Padre y madre que son dos hombres o dos mujeres, una madre coraje sola criando a un hijo, un padre diluyendo su identidad mascu­lina en un amplio abanico de sensaciones femeninas para educar una hija. Abuelos temerosos, estigmatizados, privados del gozo, la esperanza y el consuelo de sus nietos… Casas donde el secreto de algunas adicciones o el riesgo de discapacidades físicas y mentales han quedado encerradas con toda su incertidumbre dentro. Un piso donde conviven personas a la fuerza sin evitarse en el pasillo ni en la cola del baño, con el fantasma de los malos tratos que ha hecho aumentar estos días un 60% las llamadas de auxilio al 016: un total de 8.632 el pasado abril frente a 3.236 el mismo mes del año anterior.

Familias unidas y desperdigadas por motivos de estudio, trabajo o del maldito azar: con papá en una ciudad de España y mamá en otro país al que no sabes cuándo podrás acudir o si dejarás la relación hecha trizas en medio de demasiados desencuentros. Un mundo reunido a la fuerza que se descubre y hace piña, un núcleo separado por necesidad, a merced de las noticias que los ayuden a ver la luz por medio de la apertura de fronteras. Un teléfono como salvavidas para mantenerse unidos y aplicar cierta escenografía vivaz del contacto. Una capacidad de resistencia que nos asombra a nosotros, pero aún más a quienes viven con nosotros.

¿Nos conocemos ahora mejor? ¿Nos conocíamos antes de marzo? Puede que no estuviéramos seguros de quiénes éramos entonces, pero sí un poco más ahora. La gran familia española ha aprendido mucho estos meses: si se adora, si se detesta; si resiste, si se adapta. Si se echa de menos o se echa de más…

En este último caso, volvería a crecer una tasa de divorcios que en 2018 se redujo en un 2,8% respecto a 2017 y quedó en 95.254 según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Pero son muchas las preguntas que nos hacemos sobre la radiografía presente de un hogar, esa célula resistente que en España, según el mismo INE, alcanzó en 2019 la cifra de 18.625.700, en donde conviven una media de 2,5 personas.

Uno de los momentos que siempre nos sacan la sonrisa es hacer una videoconferencia con los abuelos. Viven en Córdoba y se hace duro no poder ir a verlos. Han pasado una mala racha de salud, pero ya parece estar todo encauzado y por buen camino. La vitalidad que transmiten es enorme.
Uno de los momentos que siempre nos sacan la sonrisa es hacer una videoconferencia con los abuelos. Viven en Córdoba y se hace duro no poder ir a verlos. Han pasado una mala racha de salud, pero ya parece estar todo encauzado y por buen camino. La vitalidad que transmiten es enorme.

Consciente de que en mi casa rompemos la claridad de los esquemas, Paco Puentes, autor de las fotografías que ilustran estas páginas, ha hecho de la necesidad virtud y se ha puesto a retratar a los suyos en este trance. En su caso, la vida apenas ha cambiado. Sale todos los días a retratar una Sevilla fantasma que se ha tenido que tragar su Semana Santa y su Feria de Abril. Yolanda Carrillo, su esposa, va al hospital de Sanlúcar la Mayor, donde es técnica de radiología. Carmen y Lola, sus hijas, se quedan en casa y, cuando vuelven, dice Paco, “meto la cámara entre la familia”. No es fácil, confiesa, antes no se dejaban. “Pero ahora sí, quizás porque tienen conciencia de que vivimos un momento especial”.

Como asimismo le sucede al filósofo Javier Gomá, que se aproxima también estos días un poco más al cuadro de la gran familia —numerosa— española: anda en casa, con Teresa, su esposa, y sus cuatro hijos. Por si fuera poco, ha contraído el virus y lo ha combatido en su habitación. Está recuperado y ha tenido tiempo para reflexionar.

Por ejemplo, sobre el proceso de curación, que le ha llevado a concluir una paradoja ante el futuro que nos espera: “El mayor acto de amor y generosidad que puedes tener en esta pandemia con tu familia es no tocarlos”. Por tanto, la mayor filantropía posible, dice Gomá, es la misantropía. “El virus te convierte en un lobo para el hombre, en un apestado con campanilla, como en tiempos remotos”.

“El mayor acto de amor y generosidad que puedes tener en esta pandemia con tu familia es no tocarlos”. Por tanto, la mayor filantropía posible, dice Javier Gomá, es la misantropía.

Fueron 10 días de fiebre y 15 de aislamiento los que tuvo que superar. En medio, el terror ante la perspectiva de acudir a un hospital, esos lugares de los que llegaban noticias horribles. Ya recuperado, observó alrededor. La casa es, dicen, el espacio de la intimidad, pero con todos sus miembros dentro, como una expresión máxima del territorio interior individual, queda inhibida. “La intimidad obligada y extrema produce precisamente ausencia de intimidad. Lo que experimentamos es convivencia”.

Lo pensaba Gomá al observar a sus hijos: “¿Quieren realmente estar aquí, permanentemente controlados, a sus edades?”. Cada uno de ellos sabrá. Pero lo cierto es que, en todo este tiempo, no han tenido una discusión. ¿A causa de la convivencia impuesta 24 horas del día? “A causa del miedo”, afirma Gomá. Nos encontramos probablemente ante un espejismo de amor cuando lo que realmente nos sobra es pavor. “El pánico une”, asegura. “Y nosotros andamos con más seguridad que aquellos que han perdido el trabajo o quien se ve obligado a quedarse en casa a contemplar su propia ruina”.

Une el pavor, cierto, pero también la ceremonia de los aplausos. Aunque solo sea para espantar ese miedo con un saludable éter de solidaridad: “En estos meses que hemos estado tan sujetos a las pantallas, el único momento de comunión al aire libre, de sensación de comunidad en pos de un objetivo, lo ha dado el aplauso en los balcones. Internet nos ofrece acontecimientos en directo, pero no en vivo. Lo único que nos transmitía un aliento colectivo era el pequeño rito de las ocho. En mitad de un aislamiento apoyado por la tecnología, el aplauso, ese acto universal de palmear las manos a un ritmo, esa liturgia, se ha abierto camino”, afirma Gomá.

La cita en mi edificio es previa para no fallar a la puntualidad. Desde el balcón de la calle de la Colegiata llega el eco del silencio que pesa sobre Tirso de Molina dos minutos antes de las ocho. Lo rompemos a palmadas, pinchamos una canción y nos saludamos. Enfrente tengo como vecino al músico José Antonio Montaño con su esposa, Ana Fernández-Vega, directora del coro de la Comunidad de Madrid, y dos hijas mellizas que cumplieron justo un año el 11 de marzo, tres días antes de que se decretara el estado de alarma.

Siempre he pensado que las imágenes digitales tienen fecha de caducidad, llegará un día en el que no podrán reproducirse.El papel, siempre será eterno. Cada cierto tiempo, y por tripilcado, hago copias en pequeño formato. Cuando pase el tiempo cada una de ellas tendrá un álbum que le saque una sonrisa.
Siempre he pensado que las imágenes digitales tienen fecha de caducidad, llegará un día en el que no podrán reproducirse.El papel, siempre será eterno. Cada cierto tiempo, y por tripilcado, hago copias en pequeño formato. Cuando pase el tiempo cada una de ellas tendrá un álbum que le saque una sonrisa.

Paula y Carmen, así se llaman las niñas, creen que la vida consiste en eso. Que antes de irse a la cama, una banda de espontáneos entusiastas aplaude, da vivas a los servicios sanitarios y baila. “Es el momentazo, como si vinieran todos los días los Reyes Magos”, dice su padre. Ellas se aferran a los barrotes del balcón y han aprendido a andar durante el confinamiento sin darse cuenta de que al salir de nuevo a la calle el suelo andará menos firme. Pero mientras, van tomando conciencia del mundo, están convencidas desde su duplicada miniatura de que ese pequeño acontecimiento será cotidiano. No soy capaz de colocarme en la cabeza de sus padres para explicarles que se trataba de una excepción. Ya pueden pasear desde la fase cero, abandonar las cuatro paredes reclama otro significado. Dirigirse juntas hacia la playa de la incertidumbre. Y volvemos a Rosales: “Nadie toca la espuma sin angustia, nadie puede mantenerla en la mano”.

Dentro de casa nos sentimos más seguros, sin duda. Para explicarnos la mutación física y psicológica que los lugares donde habitamos han sufrido en el confinamiento, nadie mejor que el arquitecto Rafael Moneo: “Habernos separado de la ciudad es algo muy doloroso. Una casa sirve para resolver usos y costumbres cotidianos: comer, dormir, descansar. Pocas están habilitadas para trabajar. Se impone repensar la situación”. Hasta tal punto que, según las previsiones, aumentará la oferta cuando acabe la pandemia. Muchas familias saldrán en busca de lo que el arquitecto define así: “La casa es nuestro pequeño mundo y esta reclusión nos debe hacer valorarla como instrumento, un espacio para habitar, adaptado a nosotros mismos, como una extensión de lo que somos”. Puede que la situación cambie el sentido de nuestros refugios a partir de ahora. Que abandonemos lo superfluo y los convirtamos en espacios más vivos. “La reclusión ha terminado con la concepción de la decoración”, asegura Moneo. “Las casas han dejado de ser escenografías y eso, para mí, es un logro”.

Hay momentos en la intimidad de una casa en que tiemblan los jarrones y se elevan algunos sonidos. Pero cuando la convivencia es estrecha y próxima, dejan de retumbar las paredes a causa del sexo. No en mi caso, sigo mi dieta monacal estricta, aparte de un régimen obligado para no destrozar definitivamente la báscula. He adelgazado tres kilos, pero mis deseos por sentir el tacto de los días engordan…

En fin. ¿Cómo ha evolucionado nuestro instinto en este periodo? “Ha primado más el de supervivencia que el sexual”, asegura Ana Flora Álvarez, experta en terapias dentro de este campo. “En muchos matrimonios ha ocurrido eso, pero después ha regresado el deseo”. Lo afirma después de haber realizado un muestreo entre personas que suele tratar. Concretamente con 10 parejas. “Si bien, entre ellas, no ha cambiado una vez perdido el miedo la frecuencia, sí las conductas”.

“La reclusión ha terminado con la concepción de la decoración”, asegura Moneo. “Las casas han dejado de ser escenografías y eso, para mí, es un logro”.

Álvarez explica en qué cuestiones: “La precaución de evitar el ruido no ha favorecido la desinhibición, aunque en algunos, eso ha despertado morbo. Las parejas sin hijos emplean más tiempo en preámbulos, la prisa no es un factor que les genere estrés, como cuando deben salir de casa. Y, lo más curioso, puede darse a cualquier hora, en esos recesos de trabajo que aprovechas para un café o un cigarro, muchos pasan a la acción”.

Puede que el miedo al contagio en parejas que han estado separadas lleve a un cambio de posturas. Pero no hasta el punto de hacer el amor con mascarilla. “Eso también tiene que ver con instintos primitivos. En Grecia empezaron a tener relaciones cara a cara, lo más corriente hasta entonces era hacerlo sin contacto visual”. Pero lo que seguro aumentará la temperatura serán los reencuentros: “Ahí daremos espacio a todas nuestras pasiones confinadas”, comenta la terapeuta sexual. Mientras, un remedio buscado ha sido el sexo por pantallas, “un aumento de la videollamada que ha hecho descubrir a muchos otros terrenos para la imaginación”.

Este tema lo vamos a dejar mejor fuera del alcance de los niños. Pero no el colegio, que se ha colado a la fuerza en casa. Hablo con Elena Flórez, algo así como la mejor maestra del mundo, que dirige el Colegio Madrid y durante años lideró el colegio Estudio. “Habrá que hacer dos monumentos más después del confinamiento. A los profesores y a los padres con niños pequeños”.

Como el caso de Lucía Gómez, madre de Lucas, Nico y Claudia, de nueve, siete y cinco años. Los tres están matriculados en el colegio Madrid. Ella trabaja en una agencia de publicidad; su marido, en el sector de la alimentación. Ahora ambos son tutores de clase en casa. Para empezar, han anulado la peligrosa sensación que puede llevar a pensar que todos los días son fin de semana: “Nos levantamos entre 7.30 y 8.00, hacemos la cama, desayunamos, nosotros empezamos a trabajar y ellos a clase. La disciplina impera. Pero el estrés se las apaña para doblegarlo todo. “Lo que más cuesta es tratar de que ellos se organicen su propia agenda. Con los dos mayores, más o menos; la pequeña, abandonada a su suerte”. Aun así, piensan que no están tan mal. El confinamiento ha sido una prueba que ha desafiado la propia idea de nuestros límites. Vemos las paredes exteriores, el blanco del techo, pero hasta hace poco ignorábamos lo grandes que pueden ser las interiores.

Como norma no escrita, el último que se acuesta, debe ir dando las buenas noches y un beso a aquel que ya está en la cama. Hay noches en las que aceleramos el ritmo a última hora a modo de carrera, como si de una competición se tratase para no ser el 'perdedor'.En la Imagen, Lola Puentes y su madre Yolanda Carrillo-Nuño.
Como norma no escrita, el último que se acuesta, debe ir dando las buenas noches y un beso a aquel que ya está en la cama. Hay noches en las que aceleramos el ritmo a última hora a modo de carrera, como si de una competición se tratase para no ser el ‘perdedor’.En la Imagen, Lola Puentes y su madre Yolanda Carrillo-Nuño.

Si a David Ramírez, de 45 años, ingeniero industrial, le hubieran dicho: te meterás en tu habitación, no saldrás en 20 días, te dejarán la comida en la puerta y lo superarás… “No lo habría creído”, afirma. Pero así es como ha pasado en casa el virus mientras Elena, su esposa, y sus tres hijos: Jorge, Guillermo y Nacho, de siete, tres y dos años, resistían fuera. “Nuestra obsesión era no contagiarnos al tiempo”, comenta David. “Cada día, una victoria”, añade Elena. El mayor comprendía. Los pequeños, no. “Tuve que poner una silla en la puerta, a los cuatro días o así, dejaron de intentarlo, pero costó”.

El 7 de abril, sin embargo, cuando ya le había abandonado la fiebre pero no podía dejar el aislamiento, tocaron al otro lado del cristal de la terraza con una tarta de cumpleaños. “Elena me dio esa sorpresa. Me cantaron cumpleaños feliz, hubo fiesta con gorros y pícnic. Eso nos subió mucho la moral”. La inventiva no cesa. También han viajado sin salir por la puerta: “Cada día hacíamos una comida típica de un país y poníamos música de ese destino. Era cuestión de dejarnos llevar por otras sensaciones”, asegura Elena.

La extrañeza es lo que impera ahora, como en el caso de Pilar Herrero Ibáñez, catedrática de Historia del Arte jubilada que con 67 años acaba de ser abuela, pero no ha podido ver a su nieta nada más venir al mundo. “No lo habíamos planeado así, nos tuvimos que ir adaptando y al final lo hemos vivido hasta con cierta naturalidad”. Pese a que dos semanas después del nacimiento no la conocía, no había sentido su olor, sus primeros latidos en el mundo, como debería ser. “Nos da pena y nos da rabia. Lo vivimos con resignación pero con alegría. Pero lo importante es que la vida se abre paso y Blanca, nuestra nieta, es una esperanza, una ilusión”.

Aplazada, pero ilusión. En otras casas, más allá de eso, muchos han sufrido una tensión silenciosa, un hilo de alambre que rodea más la propia incertidumbre. Como en el caso de Encarna, de 70 años, que convive con su hija Marisa, esquizofrénica: “Al final ha sido mucho mejor de lo que temí. Cualquier inconveniente la angustia, pero lo ha llevado muy bien”. Conscientes de ese extremo, han sentido el apoyo exterior tanto de la Fundación Manantial, especializada en salud mental, como desde el centro de asistencia que les corresponde: “Al vivir solas nos sentíamos desamparadas, pero llaman”.

Eloísa Velarde, responsable de Proyecto Hombre en Cantabria, describe la situación de las familias ante las adiciones. “Lo viven con tensión, requieren habilidades emocionales extremas”

La capacidad de resistencia se impone en muchos casos. Una fuerza que salta desde la resignación y la duda obliga a dar pasos hacia delante en la medida de nuestras posibilidades. Desde Proyecto Hombre, asociación que trata adicciones, tanto drogas como ludopatía, el estado de alarma se ha vivido como una situación de riesgo en el disparadero. Eloísa Velarde, responsable de PH en Cantabria, así lo ve. “Las familias lo viven con tensión, requieren habilidades emocionales extremas”.

Se han dado todo tipo de situaciones: “Ataques de pánico y ansiedad en quienes no son dependientes. Y otras en las que se ha tratado la situación a las claras desde el primer momento y eso ha disminuido el deseo de consumo. Algunas, sin remedio, hasta han permitido que se droguen en casa o salieran a la calle a comprar”. Los teléfonos arden. Incluso, el confinamiento ha hecho aflorar verdades ocultas en la vida normal que no pueden esconderse a la vista del encierro. “En esa situación, no saben qué hacer las familias”, asegura Velarde. “Por el contrario, otros, al sentirse útiles y reconocidos en esta dinámica extraña, están mejor: a muchos les ha bastado con unirse, disfrutar de compañía, corresponderse”.

Son vecinas desde que nacieron, compañeras de clase desde que ienen edad, y, como ellas dicen, amigas para toda la vida. Hay tardes en las ue comparten conversaciones desde la distancia. En la imagen, Laura Lamas, en la terraza y Lola Puentes.
Son vecinas desde que nacieron, compañeras de clase desde que ienen edad, y, como ellas dicen, amigas para toda la vida. Hay tardes en las ue comparten conversaciones desde la distancia. En la imagen, Laura Lamas, en la terraza y Lola Puentes.

Parece que este confinamiento ha provocado algo parecido a lo que Rosales aconseja acerca del oficio de escribir en el poemario que nos ha guiado hasta aquí. Cierta disposición a lo que él denomina contravivir: “Enterrarse un poco para llegar a las raíces”. Ojalá lo hagamos con sentido común, tan colmados de lluvia que desde ahí logremos alzar un tronco tan fuerte como para que nadie pueda volver a derribarlo. —eps

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