La exposición se fundamenta en el diálogo entre dos pintores pertenecientes a tiempos y lugares distintos, pero unidos por un supuesto hilo invisible, clásico ejercicio comparatista que se vuelve peligroso cuando uno de sus protagonistas es Goya. ¿Qué tiene en común su obra con la de Michael Armitage, pintor keniano de 37 años y penúltima revelación del mundo del arte, más allá de una vaga filiación con su legado, convertido en un patrimonio inmaterial que comparte media humanidad? Las reservas que podía despertar esta conversación se esfuman en el último rincón de la nueva muestra de Armitage en la Calcografía Nacional de Madrid, la primera que tiene lugar en territorio español. Los estudios preparatorios en tinta del pintor africano conviven con cuatro caprichos y un disparate de Goya, aguafuertes burlones y turbadores pertenecientes a la colección de la Real Academia de San Fernando, en los que uno identifica sin mayor dificultad los mismos rostros espectrales que esbozará su joven sucesor siglos más tarde, como si fueran reencarnaciones de viejos espíritus peninsulares canalizadas por alguna religión animista.
De repente, ese diálogo postizo se vuelve apasionante, a pesar de que la muestra parezca demasiado escueta, tanto por su escasa selección de obras —solo 5 pinturas y 14 dibujos sobre papel— como por su breve duración, que no llega al mes. Dice Armitage que se convirtió en artista, de una vez por todas, al encontrarse cara a cara con las Pinturas negras en el Prado. “Cambió mi manera de dibujar y de comprender. Desde entonces, Goya ha sido la influencia más constante que he tenido en mi práctica. Cuando vuelvo a Madrid, nunca logro salir de esas salas”, explica por videollamada desde su estudio en el barrio londinense de Hackney, donde vive desde hace casi dos décadas, entre idas y vueltas constantes a su Nairobi natal.
‘Mangroves Dip’ (2015), de Michael Armitage.
Como en la obra de Goya, un poderoso estrato de violencia subyace bajo todo lo que Armitage pinta. Irrumpe en sus viñetas en forma de pesadilla febril y recurrente, que tiñe el resultado de un realismo malsano, alucinado y casi psicotrópico, que el comisario de la muestra, Hans Ulrich Obrist, tilda de “sobrenatural”. El uso de imágenes de prensa como modelo irrefutable, como sucedía en la magnífica selección de óleos que Armitage presentó en la Bienal de Venecia en 2019, convive con ese reflujo persistente de brutalidad, que parece recordarnos el potencial de destrucción que encierra la más nimia situación y la más insignificante de las interacciones sociales. En Mkokoteni (2019), vista en la Bienal italiana y presente en la muestra madrileña, Armitage retrata un mitin en Kenia con el arrebato macabro y el desdén por el ethos cerril de las masas que ya exhibió Goya en la estampa carnavalesca de El entierro de la sardina.
Mientras, Mangroves Dip (2015) recoge una escena de prostitución masculina que parece invertir, en sentido figurado y también literal, las sátiras eróticas de los caprichos de Goya, donde mujeres sin escrúpulos se aprovechaban de la libido desbocada de hombres lujuriosos. Armitage traslada esas escenas a las costas africanas, donde féminas del primer mundo contratan los servicios de muchachos con piel de ébano. “Existe un aspecto casi kitsch en su obra, que se traduce en el uso de la caricatura y de lo grotesco, que yo intento reproducir”, responde el artista. “Al empezar mis cuadros, me pregunto qué haría Goya si estuviera entre nosotros. Sus enseñanzas siguen siendo radicales, porque fue un pintor que no siguió ninguna regla. Hay muy pocos que hayan trabajado así. En el arte reciente, solo se me ocurre Sigmar Polke”, apunta poco después.
‘Old Woman Breastfeeding’ (2020), estudio preparatorio en tinta sobre papel.
Armitage debe su carrera fulgurante a su fichaje por White Cube, la galería que propulsó a los Young British Artists, esos jóvenes airados que zarandearon el arte británico en los noventa. Luego llegó su revelación en Venecia y su exposición individual durante la reapertura del MoMA a finales de 2019, que se sumó a su entrada en las colecciones del Metropolitan de Nueva York o en la de Patrizia Sandretto Re Rebaudengo, una de sus primeras valedoras, impulsora de la muestra madrileña. Sin embargo, Armitage guarda una distancia prudencial respecto a los mecanismos clásicos de legitimización de los artistas surgidos del antiguo espacio colonial. Por ejemplo, no pinta sus óleos sobre lienzo. Insiste en hacerlo sobre tela de corteza de lubugo, material tradicional de Uganda lleno de cavidades y hendiduras —se puede observar en Anthill (2017), otro de los cuadros de la muestra—, sobre el que pinta paisajes sociales que mezclan proyecciones mitológicas, recuerdos de infancia y representaciones mediáticas del pasado y del presente.
En ese sentido, a Armitage le fascina escuchar que Goya pintó su Duelo a garrotazos en los muros de la Quinta del Sordo. Solo protesta educadamente si uno sugiere que su trabajo también parece reflejar el mismo conflicto irresoluble en la sociedad donde creció, pese a que haya dicho que suele pintar bajo los efectos del trauma juvenil que supuso presenciar el ataque a su padre por parte de un grupo de hombres armados con machetes, que le perdonaron la vida in extremis. “Durante mucho tiempo me resistí a pintar esa violencia, para evitar prejuicios y estereotipos sobre mi país”, asegura. “Fue al estudiar a Goya cuando entendí que la violencia no pertenece a nadie, que es un patrimonio con el que toda la humanidad tiene que lidiar. En ningún lugar está más claro que en la obra de Goya. Los desastres de la guerra constituye una de las pocas representaciones bélicas donde no hay buenos ni malos: todo el mundo es capaz de matar”.
‘Michael Armitage’. Calcografía Nacional. Real Academia de San Fernando. Madrid. Hasta el 1 de marzo.
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