Tanto tiempo esperando volver a la vida cotidiana y, al final, hay quien se echa para atrás. Tras el anuncio del regreso a las calles, las complejas fases de la desescalada y la meta de la nueva normalidad, muchos ciudadanos sienten, como en El ángel exterminador de Luis Buñuel, que quizás aún no es el momento de salir. Quieren extender el #QuédateEnCasa al infinito. Los motivos son varios: el miedo a contagiarse, la ansiedad ante el regreso al exigente ritmo de la realidad o el haber descubierto que la sencilla vida en el hogar es placentera. Esto no es un lujo al alcance de cualquiera: es preferible tener salud, una vivienda digna (luz natural, espacio) y, a poder ser, compañía. El teletrabajo o los estudios ayudan a estructurar las horas.
“Siempre he sentido presión por participar en actividades sociales como salir de noche, pero me veía obligada a ello cuando lo que me apetecía era estar en mi sofá”, explica María Flores, de 50 años y adjunta a la gerencia de una empresa. Reconoce que le ha cogido el gusto al confinamiento, aunque “le da cosa” reconocerlo: “teme” la vuelta a la (nueva) normalidad. A muchas personas esta experiencia les ha reconciliado con ciertas facetas de su vida y su personalidad que entraban en conflicto con el mundo.
Tres personas se cruzan sin mantener la distancia de seguridad en una acera estrecha del barrio de Sant Atoni Abat, en el centro de Barcelona, el jueves. En vídeo, los ciclistas y corredores salen a las calles de Madrid.
Es el caso de Pablo, de 29 años, que prefiere no dar su verdadero nombre. Con su empleo precario no podía afrontar los gastos de la vida social al ritmo que llevaban sus amigos. “Esa presión ha cedido durante estas semanas de confinamiento”, confiesa. Ahora vuelve la dura realidad y además ha perdido el empleo. Otros se han encontrado tan a gusto en casa, tan ajenos a la vorágine exterior, que ahora les invade la pereza al volver a montarse en el carrusel y tener que elegir qué ropa ponerse. Hay quien ha llamado a esto el síndrome de la cabaña.
Nuestros domicilios se han convertido en un refugio, a salvo de la enfermedad y el mundo. “Estamos percibiendo un mayor número de personas angustiadas con la idea de volver a salir”, explica la especialista Timanfaya Hernández, del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid. “Hemos establecido un perímetro de seguridad y ahora tenemos que abandonarlo en un clima de incertidumbre”, añade. Igual que el primer mecanismo de defensa fue comprar papel higiénico, ahora es quedarse atrincherado, sobre todo cuando permanecen las dudas sobre los síntomas de la covid-19. “Vivimos en la sociedad del hacer: siempre haciendo cosas, siempre produciendo”, dice Hernández. Las personas que vivían estresadas y hayan llevado bien el confinamiento, con tiempo para ellas, sus seres queridos y sus aficiones, ahora pueden ser reacias a volver a su frenética vida anterior.
Hay enseñanzas que podemos extraer de este confinamiento, como explica el escritor y sacerdote Pablo D’Ors, que en su obra (por ejemplo, Biografía del silencio, publicado por Siruela) promueve el ejercicio de la meditación. Primera lección: la vulnerabilidad, “darnos cuenta de que no somos dioses. Lo sabíamos, pero se nos había olvidado”. Segunda: la interioridad, “no quedarnos en el entretenimiento; si estamos dentro, ir de verdad dentro. Hacer silencio, repetir una oración, respirar conscientemente, atender los latidos del corazón, pasear con lentitud, mirar la naturaleza, jugar con tu mascota”.
Tercera: la solidaridad. Y, por último, la austeridad. No es que se pueda vivir con menos, “es que se vive mejor”. ¿Dónde está el reto? En dominar el miedo y conseguir un equilibrio entre la vida hacia dentro y la vida hacia fuera. “Muy pocos saldrán transformados de este largo retiro obligatorio”, opina D’Ors, “pero creo firmemente que son esos pocos los que harán que el mundo vaya haciéndose más hermoso”.
En la mili, durante las primeras semanas se contaba el tiempo para salir, en las últimas “el humor se hacía cada vez más sombrío porque la cabeza se había llenado de imaginarios que activaban muchas formas de miedo”, recuerda Fernando Broncano, filósofo y catedrático de la Universidad Carlos III. Miedo a que la libertad no cumpliese las expectativas, miedo al paro, a tomar decisiones, a dejar la vida organizada por una autoridad.
La situación ahora es similar: “Para algunos ese miedo es mucho menor que el sufrimiento de un piso pequeño y de las penalidades de un confinamiento sin medios”, opina el pensador. “Aun así, la vuelta a la cotidianidad nos hace ser conscientes de que lo cotidiano es un mundo lleno de claroscuros, de gozos y de sombras. Quizás, como los niños que sienten miedo a la oscuridad y oyen un ruido, preferimos taparnos con la manta que salir al pasillo a comprobar qué pasa”, añade.
“Podría vivir así”
Contra la impresión general, hay niños que han preferido quedarse en casa, pero no por miedo, sino por confort: “Cuando llegó el día de salir no tenía muchas ganas, estoy bien aquí”, dice Judit, de 12 años, que pasa sus jornadas entretenida entre deberes, ejercicio para mantenerse en forma (es jugadora de baloncesto), clases de inglés o series de Netflix. “Veo a mis amigos por videollamada; no es lo mismo, pero lo pasamos bien”, añade. “Yo creo que podría vivir así mucho más tiempo: son como unas vacaciones, pero sin salir de casa”.
Aunque se espera que estas posturas de resistencia casera sean minoritarias, se plantea un dilema: si nadie saliera a la calle y eligiera vivir de otra manera, bajaría el consumo y la economía se estancaría. ¿Cómo compatibilizar la rueda económica con una vida menos consumista? No parece que tengamos que preocuparnos por eso; como apunta el economista José Carlos Díez, hay precedentes: “Pasó en Nueva York tras el 11-S. En las próximas semanas habrá mucha gente que no salga. Luego irán perdiendo el miedo cuando bajen los muertos por el virus y los medios dejen de hablar de la pandemia a todas horas. Tardará”. Por el momento, cabe reaccionar como el personaje de Bartleby en el relato de Herman Melville. ¿Volver a salir? “Preferiría no hacerlo”.
Del síndrome de la cabaña a la agorafobia
Se ha llamado síndrome de la cabaña a la evitación del exterior después de un largo aislamiento, como el que se ha vivido tras el coronavirus. Es un término acuñado en esas regiones de Estados Unidos en las que el crudo invierno obliga a la hibernación, aunque no está totalmente aceptado por los psicólogos. “Conocemos casos de personas que, después de una hospitalización o un presidio, pierden seguridad y sienten temor hacia lo que hay fuera”, explica la psicóloga Timanfaya Hernández.
¿Agorafobia? “Aunque puedan aparecer algunos síntomas similares en algunos casos, muy poca gente desarrollará esta fobia, que tiene que ver con otras circunstancias personales y laborales”, añade la especialista.
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