La tarde del pasado 18 de agosto, el capitán Javier Escorihuela (Sevilla, 29 años) recibió un mensaje de WhatsApp de su superior comunicándole que se le “activaba” para ir con su equipo del Escuadrón de Apoyo al Despliegue Aéreo (EADA) a Kabul (Afganistán) para ayudar a los compañeros del Ejército de Tierra que ya estaban allí. Nunca pensó que con esa misma aplicación de telefonía salvaría a “unas 1.200 personas”, sacadas a pulso, a empujones, de entre miles que huían de los talibanes.
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Al día siguiente, él y otros 19 militares de la base de Zaragoza despegaban sin saberlo hacia la que sería la misión más complicada de su vida. “Algo que nunca antes había hecho. Estamos preparados para defender a España y a sus colaboradores identificando la amenaza, neutralizando al malo, pero aquí se trataba de salvar a gente, extraerlos de un infierno”.
Curtido en misiones en el Sahel africano, preparó “deprisa y corriendo” un petate con la munición y el armamento, el equipo personal y las comunicaciones. “Y lo justo. Nos advirtieron de que quizá tendríamos que dejar cosas allí porque hubiese que salir corriendo o para aligerar equipaje”.
No se podía ni imaginar entonces que, a partir del día siguiente —aparte de “unas comunicaciones por radio que fallaban según la distancia”— dependería de dos teléfonos móviles para rescatar a cientos de personas (“madres, padres, hijos, familias enteras, periodistas, directoras de cine, activistas…”) del infierno de desesperación humana que rodeaba el Aeropuerto Internacional Hamid Karzai de la capital afgana y la base militar de la OTAN, colindante con el aeródromo. “Creo que a ninguno se nos pasaba por la mente que iba a depender de nosotros la vida de tantas personas”.
Nada más aterrizar, a las 6.00 del 19 de agosto hora local (3.30 de la madrugada en España) y tras hacer escala en Dubái, se percató de que aquello no sería nada parecido a otras actuaciones anteriores de su sección. “Nadie nos recibió al llegar, no había nadie. Pensé: ‘estarán muy ocupados’. Al mismo tiempo veía pasar por delante de mí a decenas de refugiados, niños agotados. Caminaban hacia los aviones, incluso subiéndose al nuestro, tanta gente por todos lados…”.
Poco después, tras una pequeña reunión con sus subordinados —”que acaban de llegar de los controles de acceso al aeropuerto”— que le informaron del estado de la situación, ya estaba montando un dispositivo de 28 personas para salir a buscar a gente fuera. “Algo que en un principio no estaba previsto”. En ese momento había todavía tres entradas abiertas y España podía operar en dos. Al día siguiente, “con más de 16.000 refugiados dentro de la base, extraídos por diferentes países, y ante la imposibilidad de controlarlo, el ejército norteamericano dejó solo una entrada abierta”. Abbey Gate se convirtió en la única salida aérea del Afganistán retomado por los talibanes.
El procedimiento a seguir para “extraer” a la gente de entre la multitud requería muchos pasos intermedios. “Comprobar identidad, cacheo, perros especialistas en la detección de explosivos, todo eso implicaba mucho más personal”. Finalmente, formó dos grupos de 14, cada uno con un perro y al menos una mujer para atender a las afganas. Los agrupó en turnos de seis horas para cubrir las 24 del día con cuatro o seis personas fuera en casi todo momento buscando gente. “Apenas hemos dormido”. La pérdida de peso es notoria al verle con su uniforme, ya que de vez en cuando debe de sujetarse el pantalón. “Lo recuperaré pronto”, bromeaba este domingo mientras bebía un refresco en una terraza de Zaragoza.
Los rescates estaban marcados principalmente por las horas de llegada de los aviones A400M del Ejército español y por el control de acceso de la puerta, en mano de los soldados británicos, que lograron afianzarse en el margen del foso de aguas fecales que rodeaba el aeropuerto. Cada salida fuera de la base iba precedida de una información a sus homólogos británicos, que “abrían la brecha”. “Siempre teníamos a gente esperando fuera, así que en cuanto veíamos un hueco para salir, los ocupábamos, porque había otros países como nosotros”. Así describe el tapón y el relativo orden que marcaba las salidas y entradas de la zona segura.
“La orografía, pese a todo, nos ayudaba a controlar un poco la situación, ya que esa acequia sucia, una suerte de último escollo humillante —teníamos que decirle a la gente que íbamos a sacar que se tirara a esas aguas putrefactas justo antes de llegar—, servía para evitar el hacinamiento de la masa que vimos en otros puntos del perímetro”, asegura. “Vi a gente morir aplastada contra uno de los muros. Y también rescatamos a gente que pasó hasta ocho horas metida hasta la cintura en esas aguas”.
Gran parte del éxito de los rescates, aparte de la suerte, era que los colaboradores que iban a ser evacuados aguantaran (“a veces días”) hasta que ese contacto se hiciese carne, hasta ver una tela de un color llamativo que ondeaba en el lugar acordado por el mensaje de WhatsApp. “Teníamos una lista de 900 personas, pero a veces los nombres no coincidían porque estaban escritos de otra manera. Comprobábamos que tenían el correo electrónico con el salvoconducto de la embajada española y la documentación (pasaporte o DNI afgano), pero algunos llegaban ya sin nada, dispuestos a empezar una vida con lo puesto”, relata todavía con estupefacción. Fueron algunos de los propios evacuados los que realizaron la labor de intérpretes temporales con las tropas españolas. “Les pedíamos, o se ofrecían, que hablaran con algunas de las personas que teníamos que evacuar y que no hablaban inglés”, recuerda el capitán. Su teléfono se llenó de un rosario de nombres de hombres y mujeres afganos: “Muchos de los compañeros que han estado destinados en Kabul me escribían para darme los datos de quienes les habían ayudado en su momento y ahora huían del país desesperados, pero yo tenía que cumplir con el listado”.
La sección del capitán Escorihuela era responsable de un primer cribado, pero correspondía después a policías y diplomáticos realizar los siguientes controles, para certificar que no se colase nadie que no fuese trigo limpio.
Las horas, los días, se difuminan en su recuerdo. Nos llamaban a cualquier hora: “Hay que sacar a X ahora, ya, y eran las 4.00 de la mañana. Y había que salir. Son muchas las personas y las familias…”. Pero hay un momento que todavía le sobrecoge, los minutos antes de que las explosiones provocadas por suicidas del ISIS causaran una matanza de más de cien muertos. “Media hora antes tenía a mi gente ahí, les había mandado porque había una ventana de oportunidad para meter a una familia que llevaba dos días esperando”, recuerda. “Nos habíamos retirado porque, ante la amenaza de un atentado, habían cerrado la entrada. Pero volvieron a abrirla, y les mandé, eran seis”.
Pocos minutos más tarde, volvieron a llamarle para advertirle de que volvía a haber una amenaza de bomba. “Las comunicaciones de radio ya no funcionaban, estaban demasiado lejos, cogí el coche y me acerqué al máximo a la entrada hasta que contacté: ‘Tenéis que salir, ¡ya!”. Media hora más tarde se producía la explosión. De la familia que iban a rescatar no han vuelto a saber nada.
A los muchos momentos de desazón vividos por sus subordinados, al cansancio y al abatimiento tras tantos días de una misión que se tornaba imposible —”no podríamos sacarlos a todos”—, el capitán reforzaba esos ánimos recordándoles a los cientos de personas que sí habían salvado. “Sabíamos que haciendo lo imposible no sería suficiente, pero había que hacerlo”, dice. Y recuerda a una familia con su bebé, que “ahora está en Orense” y con quienes mantiene el contacto. “Tuvieron que intentarlo dos veces, la primera fracasamos, se volvieron a casa porque el bebé parecía morirse de calor y del agobio. Pero a la segunda, aguantaron y cruzaron, hasta al padre, que tenía una pierna inutilizada, le sacamos del foso”, dice con satisfacción. “O a las periodistas, con las que he hablado esta misma mañana”. “O al periodista chileno que ha colaborado con EL PAÍS, con quien también fracasamos a la primera, pero logramos sacar a la segunda”. Aguantar, resistir a un lado y otro de ese muro que separaba la promesa de un cielo de la certeza de un infierno.
De vuelta de la misión más complicada de su vida, subió al último avión que despegaba el pasado 27 de agosto desde el cada vez más asediado aeropuerto de Kabul, con todos los militares a bordo, la veintena de policías (de los GEO y de las UIP) con los que trabajaron “codo con codo”, el embajador en funciones Gabriel Ferrán y el resto del personal diplomático. “Ni tan siquiera habíamos podido seguir la prensa durante esos días, no éramos conscientes de la repercusión, nadie esperaba que nos recibiese el presidente del Gobierno”. Fue en ese vuelo cuando las imágenes de hombres, mujeres, y niños comenzaron a desfilar por la mente del capitán Escorihuela: “Todos los que dejamos allí”.
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