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Ocultar las cosas


Mi enamoramiento por la obra de Rafael Chirbes es algo que no me esfuerzo en esconder. La voy leyendo poco a poco alejando trabajosamente ideas como, por ejemplo, la de mentir sobre mi estado de salud para quedarme una semana en la cama y pegarme un atracón con el grueso de su obra descansando conmigo en la mesilla de noche.

Cuando cumplí 16 años, el profesor de filosofía del instituto, un señor arrogante que se disfrazaba de colega ingenioso, paró la clase y me dijo que cambiara la expresión de mi rostro. El desprecio que sentía por él debía de estar brillando amenazante, porque se interrumpió a sí mismo para animarme a aprender a colocarme máscaras. Lo cierto es que me cuesta mentir, ocultar las cosas. “Se necesita un poco de misterio”, he escuchado cientos de veces.

Me convertí en lectora cuando empecé a frecuentar la librería París-Valencia. Siempre que podía llegaba a la habitación de la residencia de estudiantes con algún libro del catálogo de Anagrama, me gustaba ver cómo la balda se llenaba de manchas alargadas, cremas y grises, interrumpirlas con franjas de colorines, pero no conocí a Chirbes hasta hace un par de años. En un intento de alejarme de cualquier cosa que tuviera que ver conmigo y con la novela en la que trabajaba y que había titulado La anguila, bajé a la librería y llamó mi atención un librito azul cuyo título contenía la palabra Valencia: el autor presentaba nevada a una ciudad cuyo atractivo principal es el buen tiempo y la luz dorada.

¿Por qué el escritor valenciano me era desconocido si durante mi época de estudiante me codeé con tantos, si leía todo lo que caía en mis manos? En El año que nevó en Valencia Chirbes retrata una ciudad con la que mantiene una relación amorosa y distante colocando a un niño en un escenario confuso, dejándolo un momento al cuidado de una cesta con anguilas. El niño levanta la tapa, mete la mano dentro, y sin poder dejar de acariciar a los animales siente un profundo asco. El librito azul me dio la clave para seguir con mi escritura: el texto había de provocar una repulsión llena de atractivo.

Hoy he vuelto a Valencia y me ha llegado un regalo de cumpleaños atrasado. He venido a visitar a mi familia y a grabar parte de un programa literario que consiste en subir al pico de una montaña con un libro en la mano. El regalo es Mediterráneos, el libro en el que Chirbes describe con lucidez y emoción algunas de las ciudades bañadas por nuestro mar. Vengo llegando de Egipto, así que he ido corriendo a leer su El Cairo y, al acabar, una cara que la mayoría de las veces sigue sin ser máscara, sonreía por cómo la tierra seca que había estado a punto de destrozar mi diario de viaje a base de veladuras de espray cubría también su texto. “Ese polvo como un aura reluciente flotaba (…), abrazaba la desoladora belleza de la Ciudad de los Muertos”. Chirbes llama al polvo “tenue lluvia de arena”. Escucha el polvo invisible del desierto.

Hay en el libro varias hojas dobladas en Estambul y Creta. En la primera página, un garabato. Mi tía, agitada al ver el manchurrón de tinta y las páginas dobladas (ella nunca me habría regalado un libro usado), me pedía que se lo devolviera. “Para mis queridos Manolos, con mi amistad. Un abrazo, R”. La R, exageradamente grande, serpenteando hacia abajo como un animal resbaloso, podía ser de Rafael, pero también de Ricardo o Rebeca. Cuando mi editora ha escrito: “¡Su R!” mi no máscara ha vuelto a relajarse y a sonreír emocionada.

Pienso ingenuamente en el tal Manolo dejando olvidado el libro en cualquier sitio. Cuando me acerco a la idea de que alguien pueda haberse deshecho conscientemente de él, me recorre el cuerpo un sentimiento de tristeza. Me pregunto también quién vendería un libro con una firma sin anunciarla a bombo y platillo. Y si mi tía me lo habría regalado de haber visto ella misma el garabato de la primera página.

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