Como “la más desconsolada e infeliz de las mujeres”. Así se presentaba Ofelia, personaje femenino de la inmortal pieza teatral Hamlet, de William Shakespeare. Lo hacía en un breve pero intenso soliloquio del acto III, tras haber sido rechazada de forma violenta por el príncipe, en un artilugio emocional basculante entre la locura y la realidad.
Las consecuencias de dicho desaire las sabemos: Ofelia, cuando también conoce que Hamlet mata a su padre, se sumerge de forma progresiva en la tristeza más absoluta y un sentimiento pleno de abandono la lleva, tras un irracional frenesí, a morir ahogada en un río.
Las secuelas emocionales de sucesos impactantes que sumen a la persona en la depresión o en otros desórdenes psicológicos han sido tema constante del arte. La literatura, en concreto, nos alerta en distintas manifestaciones del choque que supone darnos de bruces contra una realidad hostil, adversa e inhóspita, consecuencias que son extremadamente alarmantes en la infancia y en la adolescencia. Y, ahora, son tema constante del sistema educativo.
La escuela es el río en donde se ahoga nuestra juventud, arrastrada por una corriente que llega desde sus casas; es un refugio para iguales, pero a la vez un territorio hendido por las consecuencias nefastas de una pandemia que ha derruido los cimientos de la sociedad.
La realidad de la alerta psicológica que golpea a colegios e institutos, con crecientes casos de ideación de suicidio en la población escolar, desborda a los servicios de apoyo y orientación de la escuela. A pesar del intento institucional de cubrir en el apartado legal la problemática con la creación de marcos protocolarios de actuación, la situación es casi la misma que hace años, con el agravante de los efectos del virus: es el profesorado tutor en primera instancia y, por derivación, el departamento de Orientación, quienes tienen que atender los desórdenes psicológicos que golpean de manera abrupta a los más débiles hasta dejarlos indefensos.
Porque la Ley Orgánica de Educación, aprobada en 2006, dejó contra las cuerdas al profesorado, al otorgarle también la función de cuidar el desarrollo afectivo, psicomotriz, social y moral del alumnado, lo cual aleja la profesión docente de los requerimientos de tiempos pasados. Pero en el momento actual, la quiebra del sistema coloca a los profesionales de la educación en otro ahogo, que se nutre de la sensación de impotencia al no poder atender a cientos de estudiantes a su cargo y que, a la vez, ven con frustración desgajarse las ramas vitales que rodean a buena parte de ese alumnado.
La escuela de nuestra era es aquella a la que va Ofelia. Una real, que cobra vida fuera de los libros. Es la escuela que alberga las aulas por donde transitan la pesadumbre, el estrés, la incertidumbre y el desasosiego de una sociedad que enferma sin cura aparente. Los equipos directivos piden, en la sombra de sus claustros, más servicios de apoyo psicoeducativos. Anhelan la presencia de expertos en atención temprana y en relaciones socioafectivas que eviten que se siga vertebrando un sistema exhausto que clama recursos para los que más riesgos sufren. Pero el eco de su voz se pierde, otra vez, en el vacío.
Y no es nuevo: el bullying y otras formas de abuso de poder se combinan en la actualidad con las consecuencias más nefastas de casi dos años de pandemia que han quebrado la voz de los débiles, ocultos tras una mascarilla que los ahoga, como la Ofelia que se ahogó en aquel río. Pero, sin embargo, la dotación de equipos humanos de los centros para hacer que la sociedad infantil y juvenil pueda respirar de nuevo prosigue su estancamiento.
La literatura pedagógica, conjugada con la experiencia del cuerpo docente, pone en tela de juicio la vigencia de una educación formal desvinculada de los problemas sociales que resquebrajan la evolución académica de buena parte del alumnado. El docente ya no es esa figura profesional que pueda limitarse a explicar su materia en una pizarra, cierto; pero también lo es el nuevo sentido de un trabajo que se eclipsa ante la cantidad de requerimientos que lo atenazan, que afectan a la calidad de lo que el profesorado hace y, también, a su salud.
Porque Ofelia va a la escuela; deambula por los pasillos de nuestros centros, se sienta en la fila de atrás, apesadumbrada, o se esconde en los baños para intentar hacerse daño y quebrar su destino, ante el clamor social que anhela la dotación de recursos de emergencia para lograr su bienestar psicológico y también educativo.
Un clamor que, una vez se materialice en el ansiado refuerzo de los efectivos que trabajan en los centros, se unirá a la lucha por no hacer de la vida de muchas Ofelias una nueva tragedia de nuestro tiempo.
Puedes seguir EL PAÍS EDUCACIÓN en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites