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Olas de malestar agitan las democracias mediterráneas


Las democracias, con sus complejos procesos deliberativos, tienen problemas especiales para afrontar los retos de un siglo como el XXI, en el que crisis, amenazas e insidias vuelan rapidísimas por infinitas vías de conexión. Las de la Europa mediterránea se perfilan, en el grupo de las más avanzadas, como las que peor lo llevan.

Una encuesta del Pew Research Center llevada a cabo en 17 países desarrollados y publicada el pasado día 21 apunta que los ciudadanos griegos, españoles e italianos son los más insatisfechos con la manera en la que funciona su sistema democrático; los que con mayor intensidad reclaman cambios profundos de su sistema económico y tres de las cinco ciudadanías que más exigen reformas de calado de su sistema político. Tristemente, también son los tres que menos confían en que sus sistemas puedan cambiar.

El panorama es desolador: más de un 60% de los encuestados de los tres países se declara inconforme con cómo funciona su democracia (frente a una media del 41% en el grupo) y más de un 80% con la marcha de sus sistemas político y económico (frente al 56% y 51%). Francia también se sitúa en zona de alerta, superando con creces los niveles medios. La radiografía del Pew retrata la enfermedad del arco mediterráneo de Europa: un estado de insatisfacción y escepticismo generalizado. En él, aunque esto no salga en la encuesta, se intuyen amplias manchas de ansiedad.

El desempeño económico es un factor que condiciona con fuerza el juicio político/democrático. La catástrofe griega, las dos décadas de estancamiento de Italia, los brutales altibajos de España —cargados de paro— y el mediocre ritmo francés son la base en la que incuba el malestar. Un sentimiento que por supuesto se declina en primera persona y tiempo presente, pero también en otras personas, singulares y plurales, y en futuro: a veces tiene que ver con expectativas frustradas o con perspectivas oscuras para las siguientes generaciones más que con problemas actuales. El impacto especialmente duro de la crisis pandémica en estos países —la encuesta se llevó a cabo de marzo a mayo— también pesa. Todo ello, en conjunto, forma una bolsa de descontento grande, más grande en estos países que en otros de la UE o del mundo avanzado.

Por otra parte está el propio desempeño de la política. La polarización brutal es sin duda un elemento que erosiona la confianza ciudadana; el aflorar de un reguero de casos de corrupción, de comportamientos inmorales, de actitudes pedestres tampoco ayuda. En estos apartados, también, los sistemas políticos mediterráneos no se hallan entre los más luminosos.

Los estados de ánimo que detecta la encuesta del Pew no son sinónimo de debilidad estructural democrática. Esta cuestión es diferente de los desarrollos de Europa del Este. En el caso español, de hecho, los estudios internacionales más respetables sitúan su democracia en el grupo de las mejores.

Pero si bien es un error subestimar la solidez de los fundamentos de estas democracias, también lo es subestimar la magnitud del desencanto. Harán bien ciertas elites ensimismadas, depredadoras o enfermizamente partidistas en ponderar los riesgos que supone para el bien colectivo —y hasta su propio interés— su actitud y la manera en la que contribuye a ese desencanto. Este puede cristalizarse en un frío distanciamiento, empapado de indiferencia y resignación; o en ira. Cuesta decir cuál de las dos es peor.

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