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Olivier Échaudemaison, el hombre que maquilló a la reina de Inglaterra

Un buen día de los años ochenta, Grace Kelly, ya princesa de Mónaco, detectó que su hija Carolina, que acababa de cumplir 18, tenía un problema. A la chica le gustaban los excesos: dos parches de sombra azul en los párpados, emplastos perlados por la cara como base de maquillaje, y para rematar, un pintalabios brillante. La princesa pidió ayuda a un hombre, el único que a su juicio podía enseñar a su hija a tener una relación más fluida con su neceser. “Hazte cargo”, le dijo. Ese hombre se convirtió en el maquillador de Carolina por una década. “Ella era jovencísima, y solo quería experimentar. En los ochenta el ideal de belleza era Joan Collins en la serie Dinastía, las mujeres se pintaban demasiado y yo me pasaba el tiempo desmaquillándolas. Era curioso porque su hermana Estefanía estaba en el otro extremo y no quería saber nada de mí”. Habla Olivier Échaudemaison (Périgueux, 1942), director artístico de Guerlain desde hace más de 20 años, maquillador, creador de cosméticos fetiche, ilustrador, artista, ex director artístico de Vogue, antiguo responsable de maquillaje de Estée Lauder y de Givenchy. En sus manos han confiado auténticos iconos de la belleza del siglo XX, desde Verouska hasta Audrey Hepburn, pasando por Jackie Kennedy y Romy Schneider. Ha estado con todos y en todas partes. Josephine Baker lo contrató como maquillador en su último concierto. Es como una enciclopedia de la belleza de las últimas décadas.

Échaudemaison, con uno de los labiales de Guerlain.

Nos recibe en la Maison Guerlain, en el número 68 de los Campos Elíseos, un lunes otoñal en un París que intenta echarse a la espalda la mayor pandemia de los últimos 100 años y seguir adelante. Esta casa, uno de los epicentros del lujo mundial, sabe mucho de superar tragedias. Ahí están las fotos que atestiguan las colas que hicieron en su puerta los soldados recién llegados del frente para comprar un pintalabios a sus novias al final de la Segunda Guerra Mundial.

Échaudemaison lleva un traje estampado de Etro y un bolso de Hermès. Está exultante y sonríe todo el tiempo. Sus asistentes respiran aliviados e informan: “Tiene un buen día”. Más adelante él mismo aclara entre carcajadas que no es “un dictador”, pero que en la puerta de su despacho hay un cartel disuasorio: “Este perro muerde”.

Échaudemaison se autogestionó su puesto en Guerlain. Desde muy joven tiene un mantra: “Es mejor hablar con Dios que con sus santos”. Así que un día, hace ya 20 años, pidió una cita con Bernard Arnault, CEO de LVMH, el grupo empresarial al que pertenece Guerlain y también Givenchy, la marca en la que trabajaba entonces. “Quiero despertar a la bella durmiente que tiene en sus establos, señor”, le dijo a su jefe. Ahora se ríe de su temeridad: “Yo me tengo en muy alta estima, siempre he tenido mucha confianza en mí. Y no acepto un ‘no’ por respuesta, quizás un ‘puede ser’ porque sé que acabará siendo un ‘sí”. Algo debió funcionar en aquella conversación porque Arnault puso Guerlain en sus manos con una misión: “Rejuvenézcala y encárguese de que las chicas jóvenes sigan comprando la marca preferida de sus madres”.

A Échaudemaison le debemos los labiales Kiss Kiss y los Rouge G. Además de la modernización de uno de los cosméticos más copiados del mundo, los polvos de sol Terracotta creados en 1984 por Dominique Szabo, y uno de los dos best sellers de la casa junto a la fragancia Shalimar. “Es que sabía cómo hacerlo, amo esta marca. Cuando tenía 19 años mi primera fragancia fue Vetiver, yo había visto esta casa brillar y sentía que se estaba apagando. Decidí caminar con Guerlain porque es un territorio libre, no hay moda, no hay bolsos, zapatos, joyas, gafas de sol…, solo es belleza. No me importa la moda, no me importa Kim Kardashian. Hay que luchar por ser uno mismo”.

Soldados en 1945 compran en la boutique de Guerlain de los Campos Elíseos.
Con la actriz Sophia Loren.

Su historia es un equilibrio perfecto entre trabajo duro y buena fortuna. “Creo en la suerte sobre todas la cosas”, confiesa. Como prueba un hito que marcó su currículo: su primer trabajo publicado en una revista, la edición estadounidense de Harper’s Bazaar, fue disparado por Richard Avedon con Suzy Parker como modelo. ¿Qué más se puede pedir? Relata Échaudemaison en sus memorias que entonces eran las modelos quienes se maquillaban para las sesiones de fotos. “Los maquilladores profesionales, que aún no se llamaban make up artists, trabajaban en la industria del cine o en los institutos de belleza. Las modelos, tanto las de las casas de moda como las de las revistas, se sabían maquillar muy bien. Yo aprendí todo lo que sé mirándolas”.

Échaudemaison y Alexandre peinan a Shirley MacLaine durante el rodaje de ‘Woman Times Seven’, en 1966.

De familia de horticultores de la región de Périgord —un oficio que detestaba desde los siete años—, sus padres se divorciaron y fue su madre quien sacó la familia adelante. Cuenta el creativo que sus cuadernos de Secundaria ya estaban llenos de dibujos y retratos. Por aquella época, los primeros años cincuenta, estaba obsesionado con Picasso y copiaba todos sus cuadros. Después empezó a coleccionar revistas de moda y descubrió a Christian Dior, Jacques Fath y Balenciaga. Antes de terminar de estudiar encontró la puerta para entrar al mundo del lujo: un trabajo como ayudante de Alexandre, uno de los grandes peluqueros de París. Era menor de edad y su madre tuvo que firmarle con no poco disgusto una autorización. Su nuevo trabajo le obligaba a estar de pie entre 12 y 14 horas diarias y consistía en preparar y entretener a clientas como la duquesa de Windsor o la condesa de París mientras monsieur Alexandre fumaba sus cigarrillos Virginia. “Esta fue la escuela donde me entrené, la del estilo Faubourg Saint-Honoré”, dice orgulloso.

Échaudemaison y Jerry Hall.

La espléndida clientela de Alexandre estaba bien distribuida por los centros de poder de todo el mundo: Madame Rothschild, Marella Agnelli, Begum Om Habibeh Aga Khan o Jacqueline Kennedy. También actrices como Elizabeth Taylor y Shirley MacLaine. “Me llevaba a todas partes: a una boda real en Roma, a un funeral en Viena, a una visita oficial a Londres y a Fráncfort. Así pude conocer a las mujeres que había visto en las revistas. Y todo era mucho mejor que en la vida real”, escribió en sus memorias, Colors of My Life (2012). “Yo aprendía muy rápido”, dice, “y había decidido no ser un perdedor, así que empujaba y empujaba. Tuve que aprender a ser discreto, a mantener un perfil bajo, a aparentar que todo era normal”:

—Tienes que irte con los duques de Windsor.

—OK.

—Te vas en el avión de los Kennedy por Europa.

—OK.

“Allí nadie tomaba fotos y no existían las redes sociales para presumir de tu trabajo. Mi publicidad eran mis manos. Me llamaron de Buckingham Palace para maquillar a la princesa Ana en las fotos oficiales de su boda, y lo primero que me pidieron fue que cerrara la boca: ‘Shut up!’. Después hice las fotos oficiales de su primer hijo, trabajé con toda esa familia, hasta con la reina, y nunca se lo pude contar a nadie”.

Carteles del ilustrador E. Darcy.

Échaudemaison fue con los Kennedy en el Air Force One en su viaje oficial a Londres, París y Viena en 1961. Vistió, peinó y maquilló a ­Jackie para la cena con el otro matrimonio que mandaba en la Guerra Fría, Nikita Jruschov y Nina Jruschova. Fue en la residencia del embajador estado­unidense en la capital austriaca. “­Jackie siempre estaba cansada y lo único que quería era quitarse los zapatos y meterse en la cama, JFK era más enérgico y muy consciente del efecto encantador de su esposa en la opinión pública. Era él quien disponía: ‘Más brillo, más escote, más glamour’, y ella se dejaba hacer”, relata el creativo, que salió sorprendido del cine cuando vio la película Jackie (2016) protagonizada por Natalie Portman. Por esta razón se niega en redondo a ver la serie The Crown. “Todo es muy diferente cuando has convivido con ellos y los has visto saliendo del baño”. También asegura en su libro que mientras vestía a la primera dama en la suite de un hotel parisiense, vio a JFK salir del aseo envuelto en una toalla para contestar el teléfono. Mientras hablaba, la toalla cayó al suelo y él siguió hablando inmutable y desnudo hasta que le trajeron una limpia.

Cartel del ilustrador E. Darcy de 1935.

El tiempo pasó deprisa para el primer ayudante de Alexandre, que empezó a colaborar con la Vogue de Diana Vreeland y al poco tiempo se fue como freelance a Nueva York. Haciendo gala de su buena suerte acabó contratado por Estée Lauder “para dar un toque francés” a sus productos. A los tres años regresó a París para lanzar la línea de maquillaje de Givenchy. Aquella fue para él la prueba de fuego en la industria cosmética. “No se hace una línea de maquillaje como se diseña un vestido, había que crear al menos 10 tonos de sombras para ojos, varios fondos de maquillaje, polvos, iluminadores, 30 o 40 colores de barras de labios: entre 150 y 200 productos”. Necesitó dos años para terminar, pero al cabo de ese tiempo el maquillaje de Givenchy se vendía en 10 países siguiendo la estricta regla del modista: nunca más de tres colores juntos. Allí pasó una década hasta que tuvo la osadía de entrar al despacho de Arnault para postularse a despertar Guerlain.

Boceto realizado por Échaudemaison.

¿Ha cambiado mucho la industria en estas cuatro décadas? El creativo duda unos minutos. “El gran cambio está en el laboratorio”, afirma. “Las texturas son la revolución, el rojo de un labial puede ser el mismo, pero la textura es diferente. Los prototipos viajan con frecuencia de mi oficina al laboratorio, y viceversa, durante un año hasta que decimos: ¡Bingo! Hay una nueva generación preocupada por la sostenibilidad y por lo que lleva dentro un cosmético. El cliente ha cambiado más rápido que la industria”.

Creación con la colección de labiales de la Maison.

A Échaudemaison le disgusta que cada vez nos parezcamos más unos a otros. “Como clones”, apunta. “Antes las mujeres españolas de clase alta eran muy fáciles de identificar, solían ir hasta arriba de maquillaje, mucho Terracotta, sombra y carmín. Las de Milán se llenaban de joyas, parecían un árbol de Navidad. En Escandinavia nadie se ponía nada, todas parecían pobres. En Japón iban todas igual, había que tener muy buen ojo para detectar las diferencias de clase. Y eso es lo divertido de este mundo. Yo espero que podamos mantener nuestras esencias, que España siga siendo España, Francia siga siendo Francia e Italia siga siendo Italia. No hay que diluirse en la locura de la globalización. Eso también es cuidar la biodiversidad [risas]”. 


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