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El Gobierno de coalición ha acordado finalmente con los sindicatos esta semana una subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), sin que la patronal haya respaldado esta decisión.
Y, sin embargo, si se miran en conjunto las decisiones transcendentales tomadas hasta ahora, este descuelgue de la patronal sería la excepción que confirma la norma. O más concretamente, los empresarios estarían subrayando la voluntad de no abandonar el antiguo dogma de que subir los salarios es negativo para el empleo y, sobre todo, un gesto de cara al próximo debate sobre la reforma laboral. La decisión de la CEOE de no sumarse a este acuerdo convive con la realidad de que las empresas ya están pactando en convenios unos porcentajes de incrementos salariales prácticamente equivalentes a los que se prevén para el SMI, y ha sido comunicada de manera contenida, sin demasiados aspavientos. En definitiva, parece ser más un mensaje para fijar posición en mesa del diálogo social, sin que parezca, por suerte, que nadie tiene intención de levantarse.
Pero si se mira con un poco de perspectiva la historia de los últimos dos o tres años, la fortaleza y la continuidad del diálogo social no estaban garantizadas. Al contrario, todo eran obstáculos: una situación política convulsa, las incertidumbres después de que la pandemia rompiera el ritmo de la recuperación, un largo historial de desencuentros y la presencia —desde 2019— de un Gobierno progresista con una ministra procedente de la tradición política del PCE y sobre todo de la cultura sindical.
En lo que va del segundo Gabinete de Sánchez, en cambio, se han materializado 11 acuerdos, todos ellos con la firma de los tres grandes actores implicados. Se trata de cuestiones centrales. Algunas corrigen las auténticas barbaridades austeritarias perpetradas por los gobiernos del PP después de la crisis de 2008, como el primer incremento a 950 euros del SMI. Otras derivan de la necesidad de intervenir en la emergencia generada por la covid, como la aplicación masiva de los ERTE en los momentos más duros de la pandemia, que ha permitido salvar puestos de trabajo y viabilidad de muchas empresas. Pero también se abordaron cuestiones relativas al mercado del trabajo del presente y, sobre todo, del futuro, como son las normas —pioneras en Europa— de regulación del teletrabajo.
En los últimos dos años, y bajo la batuta del Ministerio de Trabajo, sindicatos y empresarios han llevado a cabo una tarea importante. Evidentemente, cada uno ha defendido intereses sociales y económicos diferentes, en la mayoría de los casos incluso contrapuestos, pero con la voluntad de mantener un espacio de confrontación, negociación y deliberación común, reconocido como válido por todas las partes.
Probablemente sea esa la diferencia más importante con lo que ha pasado en ese mismo tiempo en la política. La oposición de derechas al Gobierno de coalición ha preferido impugnar no tanto, o no sólo, las decisiones concretas del Gobierno de Pedro Sánchez, sino su propia legitimidad. En realidad, ha considerado como no válido el terreno de juego de la dialéctica democrática “ordinaria” al no reconocer la legitimidad de los otros actores. De ahí arrancan muchas disfunciones de nuestra vida institucional: desde la negativa a la renovación de los órganos constitucionales hasta la inutilidad de las aportaciones de la oposición en los procesos parlamentarios. No parecen buscar otra cosa que erosionar al Gobierno, conceptualizado más como enemigo que como adversario.
Ciertamente esto depende de muchos factores, entre ellos también unos tiempos y unos modos de la política que, en España y en todo el mundo, se han hecho tan veloces como aparatosos, al ritmo endiablado de las redes sociales, y que premian la polarización y las actitudes reactivas.
La centralidad de las nuevas formas de comunicación y la hipertrofia performativa son un hecho. Sucede en la vida política, y, en parte, en otros aspectos de la vida social. Quien piense que se puedan obviar, se equivoca, pero parecen equivocarse también quienes creen que la polarización enconada crecida en esos cambios es sustantiva o pueda llegar a determinar a la opinión pública. Basta mirar los datos del último CIS: Yolanda Díaz, la ministra de trabajo que fue mecedora de todos los grandes acuerdos entre los agentes sociales, aparece firmemente como la ministra mejor valorada (al igual que había sucedido ya en encuestas precedentes). El dato tiene que ver con su línea política y el apoyo que le brinda el electorado de las izquierdas, pero no solo. Su empeño en construir y cuidar espacios de diálogo y de entendimiento es un mensaje que valora todo el electorado. Vaya, que la ciudadanía —independientemente de lo que después vote— piensa que pactar —si se quiere utilizar el lenguaje rápido de las redes sociales— mola.
Paola Lo Cascio es historiadora y politóloga.
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