El canciller alemán, Olaf Scholz, delante de uno de los Leopard, el pasado 17 de octubre en Ostenholz (norte de Alemania).RONNY HARTMANN (AFP)
Los tanques alemanes volverán a medirse a los rusos en el campo de batalla. Los manejará el ejército ucranio para defenderse en la guerra de agresión que libra Vladímir Putin, pero la imagen es muy simbólica, increíblemente potente todavía en 2023. El canciller alemán, Olaf Scholz, quería evitarla por todos los medios. Finalmente ha cedido a las presiones y aceptado enviar los modernos carros de combate Leopard 2 en el marco de una coalición internacional. Era una línea roja de Scholz, un tabú. Y ha acabado cayendo. La guerra en Ucrania ha supuesto para Alemania un punto de inflexión, el momento de enfrentarse a sus traumas y tomar decisiones comprometidas y, no pocas veces, dolorosas. Y a hacerlo rápido.
Berlín ha enfilado el camino de una transformación que redefinirá su papel en Europa y en el mundo, y lo hace en medio de una crisis económica, lidiando con unos precios disparados que traen a la mente los fantasmas de la hiperinflación de hace justo un siglo mientras los sindicatos del sector público exigen subidas de salario del 10,5%. El corte del flujo de gas ruso barato pone en entredicho el modelo industrial que ha definido a Alemania desde el final de la II Guerra Mundial y le obliga a replantear su modelo energético y a postergar su anhelada transición verde. “Este último año, Alemania ha experimentado cambios drásticos, está en pleno reajuste, y con la población dividida en muchos asuntos clave”, apunta Hans Kundnani, investigador asociado del centro de análisis Chatham House.
Desde la derrota del nazismo, Alemania ha ocupado un papel secundario en el orden de seguridad europeo y transatlántico, buscando pasar desapercibida, promoviendo el antimilitarismo y usando las relaciones comerciales como forma de apaciguamiento de regímenes autoritarios como la antigua Unión Soviética. La invasión de Ucrania ha sacudido esos pilares que sostuvieron durante décadas su papel en una Europa que, de repente, vive otra guerra, lo que la obliga a sacar la cabeza. La historiadora Kristina Spohr, profesora de la London School of Economics, habla de “shock”, para los ciudadanos y para todo el sistema.
Y, sin embargo, la cohesión no se ha roto. El sistema aguanta. En otoño cundió el temor a que la pérdida de puestos de trabajo y el galopante incremento del coste de la vida desembocara en un movimiento al estilo de los chalecos amarillos en Francia alentado por formaciones populistas como Alternativa para Alemania (AfD). “No sucedió porque el Gobierno puso sobre la mesa una cantidad ingente de dinero para ayudar a las familias y las empresas”, opina Alexey Yusupov, director del programa de Rusia de la Fundación Friedrich Ebert (FES). Todo el mundo hizo su parte: la industria y los hogares ahorraron energía y la construcción de alternativas a los gasoductos rusos fue un éxito, para sorpresa hasta de los más optimistas. A finales del año pasado se puso en marcha la primera terminal de gas natural licuado (GNL), que ahora se importa por mar. “Nadie esperaba que ocurriera tan rápido en un país al que le cuesta décadas construir un aeropuerto”, bromea Yusupov.
La reticencia de Scholz a enviar los Leopard es quizá la cuestión con más implicaciones para la identidad alemana y su compleja relación con la historia. La imagen de los panzer avanzando hacia el Este todavía toca la sensibilidad de los alemanes de más edad que tienen frescas en la memoria las barbaridades nazis de la II Guerra Mundial. La división del país durante 40 años también desempeña un papel destacado en el debate. La mayoría de alemanes aprueba mantener el apoyo a Ucrania, incluso cuando se les pregunta si eso equivale a perder calidad de vida. Pero difieren en el modo. En la cuestión de los tanques estaban casi al 50%, según varias encuestas. Y en la antigua Alemania Oriental, que siempre tuvo una conexión más estrecha con Rusia y mayor escepticismo respecto a la OTAN y el militarismo en general, la balanza se inclina del lado del no. Una encuesta de la televisión pública MDR en el este alemán reveló que el 74% cree que la decisión de enviar tanques es incorrecta.
A diferencia de otros equipos militares, que pueden usarse de forma defensiva u ofensiva, en el caso de los Leopard no hay duda: es un arma ofensiva. Entre las generaciones más mayores el sentimiento de culpabilidad de Alemania por la guerra contra la Unión Soviética todavía está muy vivo. Incluso tras la caída del muro de Berlín en 1989, en el imaginario colectivo el país sucesor del antiguo enemigo es Rusia, y no tanto Bielorrusia o Ucrania, pese a que también allí los nazis masacraron a la población. Es ahora, con la guerra, cuando esa percepción está empezando a cambiar, señala Yusupov.
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SuscríbetePresiones externas e internas
El mayor temor de Scholz durante las semanas en las que resistió las presiones, externas e internas, para enviar los tanques, era el riesgo de escalada del conflicto. Alemania está cambiando, pero no tanto como para sentirse cómoda con liderar un movimiento que podría empeorar una guerra. Por eso la condición de la participación estadounidense era tan importante. El canciller no anunció la entrega de los Leopard hasta que acordó con Joe Biden que también Washington enviará su equivalente, los Abrams. “Alemania jamás podría haberlo hecho en solitario. Necesitaba una alianza”, subraya Spohr.
En ese sentido, Scholz se salió con la suya. Consiguió la alianza. Pero desperdició, en opinión de la historiadora, la oportunidad de “liderar desde el frente, de forma proactiva”, en lugar de hacerlo, como es tradición en Alemania, “desde atrás”. El canciller podría haber explicado la necesidad de una coalición. “Pero en lugar de eso, la reunión de los aliados en Ramstein fue un desastre, Alemania se llevó una bronca y al final, tres días después, Scholz acabó cediendo a las presiones”, señala la autora de Después del muro. Reconstruir el mundo después de 1989.
Pero la figura del canciller cauteloso, que se toma su tiempo para sopesar pros y contras de una decisión está muy arraigada en la cultura política alemana. “Mucha gente fuera, especialmente en el Reino Unido y en Estados Unidos, no entiende cómo funciona el sistema político alemán: está completamente basado en el consenso”, apunta Kundnani.
Marie-Agnes Strack-Zimmermann, presidenta del comité de Defensa del Bundestag y quizá la figura que públicamente mejor ha encarnado la oposición a Scholz en el asunto de los tanques, pese a pertenecer a los liberales, partido de la coalición de gobierno, es comprensiva con lo ocurrido: “Sé que algunos socios están irritados con nosotros, pero el canciller necesitaba tiempo. Este asunto ha provocado una enorme discusión en Alemania”, asegura al teléfono desde Düsseldorf, donde tiene su circunscripción. La ciudadanía estaba dividida. Incluso los partidos lo estaban. Tanto el SPD de Scholz como Los Verdes tienen potentes facciones pacifistas a las que el canciller no podía ignorar. Los líderes de Los Verdes, el otro partido socio del canciller, han defendido la entrega de armamento pesado enfrentándose a la corriente antimilitarista de sus bases.
El país también tiene mucho que asimilar. Lo primero, que se equivocó con Rusia. El debate público no ha sido todo lo intenso que cabría esperar, pero grandes figuras políticas han asumido la responsabilidad alemana, recuerda Daniela Schwarzer, directora ejecutiva de Open Society para Europa. El presidente, Frank-Walter Steinmeier, que fue ministro de Exteriores dos veces ―una de ellas durante la invasión rusa de Crimea en 2014―, reconoció en un enérgico discurso en octubre que la invasión ha marcado “el fracaso definitivo y amargo de años de esfuerzos políticos”. “Incluidos los míos”, añadió, en referencia a que él mismo fue uno de los mayores defensores de las buenas relaciones con Moscú.
Toda una generación de políticos alemanes, especialmente los socialdemócratas como Steinmeier y Scholz, están marcados por la Ostpolitik, la apertura al este de Europa que impulsaron Willy Brandt y Helmut Schmidt como forma de reconciliación con la Unión Soviética. Aceptar la nueva realidad equivale a asumir que “aquellos principios han resultado ser errores o fallos de cálculo, dependiendo de la perspectiva”, apunta Yusupov. El principal consistía en que a mayor interconexión ―comercio, cooperación institucional, gasoductos―, menor riesgo de conflicto.
El gasoducto Nord Stream 2 se ha convertido en el símbolo de ese fracaso. La infraestructura, que no llegó a ponerse en marcha, culminaba una estrategia energética basada únicamente en el gas barato ruso. Alemania no tenía ni una sola regasificadora en su territorio para poder recibir gas natural licuado. “No es una cuestión específica de la socialdemocracia alemana. Es una cultura política compartida entre todas las élites, que estaban convencidas de que las relaciones económicas eran garantía de una coexistencia pacífica con Rusia”, señala el experto de la FES. De hecho, fue la democristiana Angela Merkel la que impulsó el gasoducto con Rusia, y lo hizo después de la anexión ilegal de Crimea. Cuando estalló la guerra, llegó la conmoción: la dependencia energética de Moscú era apabullante.
El recuerdo de los panzer alemanes arrasando el este de Europa, la Ostpolitik y la cultura política alemana que siempre busca las mayorías contribuyen a explicar la vacilación de Scholz, pero para Kundnani, autor del ensayo La paradoja del poder alemán, hay otro elemento clave: “Uno de los factores más importantes es el miedo a que si Alemania no enviaba los Leopard 2, otros países dejarían de comprar Leopard 2″. El autor cree que no hay que subestimar la importancia de la industria armamentísica alemana, que protagoniza otra de las contradicciones históricas de la política exterior del país. De un lado, el compromiso con la paz; del otro, mantenerse como uno de los mayores exportadores de armamento del mundo. “Negarse a enviar su mejor producto habría matado a la industria. Creo que ha tenido más efecto eso que la presión de los verdes o de Washington”, añade.
Tanques Leopard 2 de las Fuerzas Armadas de Polonia, el pasado noviembre durante unas maniobras en Nowa Deba.Darek Delmanowicz (EFE)
El episodio de los tanques deja abierta la cuestión del liderazgo alemán. Cuando Scholz anunció el 27 de febrero, en un histórico discurso en el Bundestag, la zeitenwende (punto de inflexión o cambio de era) y el giro en la percepción que tenían los alemanes de su lugar en el mundo, parecía que Berlín se despedía de su papel de potencia reticente en el plano de la seguridad. Muchos aventuraron que, del mismo modo que fue asertiva en el uso de su poder económico con la crisis del euro, se disponía a serlo ahora en política exterior y defensa. Por ahora no parece dispuesta a liderar del mismo modo que marcó la pauta en Europa con sus políticas de austeridad y negándose ―hasta que llegó la pandemia y tuvo que romper otro tabú― a mutualizar la deuda.
Sobre el liderazgo de Scholz en esta crisis coexisten dos narrativas, la del canciller que no se deja llevar por la corriente y acaba imponiéndose, y la del que actúa solo cuando se ve acorralado y no le queda otra opción. Hay defensores de ambas lecturas, que tienen algo en común: la necesidad de no tomar decisiones apresuradas. “Estamos viviendo un punto de inflexión en nuestra historia”, subraya Strack-Zimmermann, que recuerda que Alemania, país con décadas de antimilitarismo en su ADN tras dos guerras mundiales, ya derribó un importante tabú al principio de la invasión al autorizar por primera vez el envío de armas letales a una zona en conflicto. La energía, la economía, la necesidad de modernizar un Ejército infrafinanciado durante décadas e incapaz de defender al país si fuera atacado… “Son muchas cosas a la vez y Alemania necesita tiempo para explicarlo”.
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