Fariba perdió a su hijo a los siete meses del embarazo. Esta afgana de 24 años continúa sonriendo pese a haber únicamente contado como hogar en los últimos días con unos cartones sobre el asfalto, en las inmediaciones de un supermercado de la isla griega de Lesbos. El peor momento de la vida de Fariba fue una noche, hace medio año, en la barraca donde dormía, en el antiguo campo de refugiados de Moria, ahora abandonado tras ser pasto de las llamas la semana pasada. Se despertó con unos dolores insufribles, recuerda. Hacía tiempo que algo no iba bien, pero en todo el embarazo no recibió atención médica.
La vida es difícil para los 13.000 solicitantes de asilo hacinados en Lesbos, pero para las mujeres la situación es todavía peor, según advierten desde hace cinco años las organizaciones humanitarias que actúan sobre el terreno. “Solo ir al baño supone un riesgo a mujeres y niñas de Moria. Su vida está definida por el miedo”, aseguraba un reciente informe de Human Rights Watch (HRW). Según Acnur, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, en Lesbos hay 2.200 mujeres solicitantes de asilo, un 18% del total. Los niños representan un tercio de los internados y el resto son hombres. En febrero de 2020, antes de la epidemia de la covid-19, en Grecia había 1.700 mujeres embarazadas o madres recientes pendientes de su solicitud de asilo, según datos recogidos por el Consejo Europeo de Refugiados y Exiliados. HRW resalta que en Lesbos se incumple la ley de asilo griega, en la que se especifica que “a los grupos vulnerables se les debe aportar un cuidado y protección especial”, tanto sanitario como de alojamiento. Entre los grupos vulnerables se cuentan a las mujeres y niñas víctimas de violencia, embarazadas o las que recientemente fueron madres.
La camerunesa Jessica Kamden no duda que los embarazos son el peligro más importante para las mujeres de Moria. “De entrada no hay contraceptivos. Y durante el embarazo no se realiza ningún seguimiento, la higiene aquí es imposible, por lo que las infecciones y partos traumáticos son recurrentes”. Kamden tiene una amiga que tuvo que dar a luz por cesárea hace cinco meses en el Hospital de Mitilene, la capital de Lesbos, y asegura que todavía no se ha recuperado de complicaciones posteriores a la operación. HRW denunció el pasado mayo que las mujeres que daban a luz por cesárea en Moria, volvían demasiado pronto al asentamiento y sin los cuidados necesarios.
Saturación de los servicios médicos
Anastasios Yfantis, director de operaciones de Médicos del Mundo en Lesbos, confirma que los servicios hospitalarios están desbordados. Los retrasos que se producen para atender a los migrantes provocan que las unidades médicas móviles de Médicos del Mundo o de Médicos Sin Fronteras tengan que suplir la atención hospitalaria sin los recursos idóneos. Yfantis opina que en el momento actual hay menos presión que en años anteriores porque hay menos migrantes, aunque la situación ha empeorado porque, tras el incendio, las personas que deben atender están diseminadas en un área más grande y difícil de controlar, y en condiciones de insalubridad más acuciantes. “La peor amenaza ahora”, precisa Yfantis, “sería que una ola de infecciones de la covid-19 acabe por saturar el hospital de Mitelene, el único de la isla”.
Kamden y dos compañeras suyas se ayudan en todo, también para lavarse en un apartado rincón de un olivar. La manera de proceder es cada día la misma: dos de ellas cubren a la tercera con unos pareos mientras esta se limpia con una esponja. A su alrededor deambulan grupos de hombres que buscan un lugar para hacer sus necesidades entre los árboles, o tras las rocas de un puesto militar abandonado. En otro camino, una ONG ha improvisado una canalización de agua para que la gente pueda ducharse. Los hombres se quitan la ropa, excepto los pantalones, pero ninguna mujer lo hace. Al lado de la salida de agua, Mirene Baleiki se las apaña como puede para lavarse con un trapo húmedo. Baleiki admite que ni se le ocurre bañarse en el generoso chorro de agua. Se encuentra sola en Lesbos, desde hace un año, y su objetivo es viajar a Suiza para reunirse con su marido. “Aquí hay muchos peligros para una mujer sola”, dice con voz cansada mientras espera su turno para remojarse los pies.
Basmina Kazhali hace una semana que no puede ducharse, desde que los incendios arrasaron Moria. Tiene 16 años y procede de Afganistán. Dice que las mujeres se organizan para ir de noche a hacer sus necesidades, cuando no hay hombres, pero que incluso así, hay riesgos. Su compatriota Farsahe Heidari, menor de edad como ella, cuenta que la noche anterior —esta entrevista se realizó el pasado martes— el grupo con el que ella se movió para lavarse, a medianoche, fue asaltado por unos jóvenes. La camerunesa Jessica Kamden muestra una leve cicatriz en su hombro: asegura que la mordió un chico afgano después de resistirse cuando la estaba acosando.
Las fricciones entre grupos de diferentes nacionalidades y culturas son habituales. Kamden tuvo que esperar cinco meses en Turquía antes de poder cruzar el mar Egeo hasta Lesbos. Afirma que en Turquía sufrió menos racismo y más respeto entre comunidades, “gracias al orden y a la seguridad que impone Erdogan.”, dice Kamden en referencia al presidente turco. “Eso sí”, añade Kamden, “en Turquía no hay derechos humanos, si sucede algo, es más difícil que alguien te defienda que en Grecia”.
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