Parador Ariston, la triste historia de una joya de la arquitectura que agoniza en los acantilados de Mar del Plata


Junto a los acantilados de Mar del Plata, en la costa más turística del Atlántico argentino hay un edificio en ruinas. Está destartalado y, entre suciedad, abandono y pintadas mal hechas, se adivina un nombre: “Parrilla Perico”. No es una parrilla, no es un restaurante y, en realidad, ahora casi no es nada, pero en su momento fue un trébol de hormigón y fachadas de vidrio sinuoso y cócteles de lujo a la orilla del mar. Una obra maestra con mayúsculas de la arquitectura moderna que se construyó en ese costado del segundo mundo, como decía el gran Quino en la boca de sus personajes. Un edificio hijo de un arquitecto húngaro que huyó de los nazis y de un estudiante argentino que estaba tan enamorado de la obra de su maestro como de su mujer.

El arquitecto húngaro se llamaba Marcel Lajos Breuer y, si bien había nacido y crecido en Pécs (una de las cinco ciudades más grandes de Hungría), a los 18 años se trasladó a la ciudad alemana de Weimar para estudiar en una escuela de diseño y arquitectura que estaba llamada a revolucionar el mundo: la Staatliches Bauhaus. Efectivamente, la Bauhaus. Allí fue alumno de Walter Gropius, el padre de la arquitectura moderna.

Tras terminar sus estudios y pasar un breve tiempo en Paris, Breuer regresó a Alemania donde comenzó a ser reconocido como diseñador industrial. De esos años veinte y primeros años treinta del siglo pasado son las famosas sillas Cesca y Wassily que todos hemos visto alguna vez sin saber que se llamaban Cesca y Wassily ni que su autor se llamaba Marcel Breuer ni que tenían casi cien años de antigüedad. Primero porque parece increíble que un diseño tan moderno tenga casi un siglo: un tubo de acero inoxidable que se curva sobre sí mismo en un solo gesto, conformando la estructura de la silla, sobre la que se colocan los plementos de ratán o cuero que forman el respaldo y el asiento. Segundo porque los diseñadores industriales no suelen ser personajes famosos para quienes no son aficionados (o profesionales) del diseño. Y tercero, y quizá más relevante, porque Marcel Breuer nunca fue considerado uno de los grandes. Pese a que tanto Le Corbusier como Mies van der Rohe reconocieron el talento de un arquitecto al que sacaban más de quince años, nunca lo vieron como un igual. Tan solo el ya mencionado Walter Gropius creyó firmemente en Breuer, hasta el punto de que, además de maestro, se convirtió en su mentor.

De hecho, fue el consejo del propio Gropius lo que convenció a Breuer para abandonar Alemania tras la llegada al poder de Hitler. Fue la mejor decisión que pudo tomar, no solo (y evidentemente) para su integridad física, ya que era judió, sino también para su futuro profesional.

Tras regresar a Hungría en 1935 y mudarse a Londres en el 1936, Breuer emigró definitivamente a Cambridge, Massachussets, en 1937. Allí comenzó a dar clases en la Graduate School of Design de Harvard y conoció a un alumno argentino muy brillante llamado Eduardo Catalano.

Catalano, bonaerense de nacimiento, estudiaba en Harvard porque era hijo de familia pudiente pero también porque era muy brillante. Tanto que, al poco de terminar la carrera en 1945, comenzó a construir obras notables tanto en Argentina como en Estados Unidos. Entre estas últimas estaría la torre Eastgate del MIT o su propia casa, la casa Catalano, una delicadísima joya de hormigón alabeado levantada en Raleigh, Carolina del Norte, en 1955.

Entre los edificios construidos en Argentina, Catalano también se encontró con una joya. Pero esta vez la joya no era suya, o al menos no enteramente. El creador fue Marcel Breuer, su profesor y maestro.

Estamos en 1946, tiempos del Primer Gabinete de Juan Domingo Perón, cuando todavía se tomaba fotografías con el cabello sin engominar, sonriente junto a una aún más sonriente Evita. Tiempos en los que la Nación Argentina peleaba por sacar la cabeza del segundo mundo.

Uno de los procesos emprendido por cualquier país que quiere avanzar rápidamente dentro de la sociedad capitalista global, es el desarrollo del turismo. Crecimiento rápido, ingresos rápidos, divisas rápidas. Sin embargo, con el tiempo apostar todo a la carta del turismo es una manera casi segura de perder hasta la camisa en el casino. Pero a mediados del siglo XX no había nadie que pudiese (o quisiese) preverlo. Por eso, el gobierno de Perón consideró que uno de sus objetivos de consolidación turística pasaría por prestigiar la ciudad de Mar del Plata y, específicamente, la costa sur, que aún estaba en esencia sin urbanizar.

Para atraer dicho prestigio, la FADU (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo) de Buenos Aires encargó al recién licenciado Eduardo Catalano que convenciese a Marcel Breuer para diseñar un edificio junto a los acantilados de Playa Serena. En uno de los solares en los que se había compartimentado toda la zona costera sur.

En vez de decepcionarse por el hecho de que la FADU decidiera contar con los servicios de un arquitecto extranjero en lugar de con los suyos propios, Catalano convenció a Breuer de que llevara a cabo el encargo. Posiblemente porque sabía que uno de los modos que tiene un país del segundo mundo para prestigiarse es confiar en el talento del supuesto primer mundo. Breuer pareció verlo claro cuando el argentino le dijo que el edificio debía ser un icono de la arquitectura moderna y que no debía haber ninguno igual en el mundo. El húngaro aceptó el encargo y proyectó un doble trébol flotante de hormigón rodeado por ondas de vidrio y madera como no existía en ningún otro lugar. Breuer, a quien los grandes maestros nunca habían considerado a su altura, se anticipaba a la propia modernidad.

Las obras del Parador Ariston comenzaron en 1947 y se prolongaron durante más de un año. Hasta el punto de que Eduardo Catalano, que acababa de casarse, decidió arrastrar a su esposa para pasar la luna de miel en Mar del Plata y así poder ir con frecuencia a visitarlas. Pues, aunque el proyecto era de Breuer, la supervisión siempre fue responsabilidad del bonaerense.

La albañilería algo rudimentaria de la época se enfrentaba a unas formas y a unas solicitaciones como no había tenido nunca que acometer: obreros colocados de puntillas sobre una placa de hormigón que, a su vez, se ponía de puntillas sobre pilares para para mirar al Atlántico.

Una vez terminado, el Parador Ariston, además de joya de la arquitectura mundial, sirvió como sala de baile, coctelería y bar para la élite de la época, y quizá de esa actitud semiaristocrática le viniese su nombre. Sin embargo, tras un par de décadas de esplendor, a partir de los años setenta, el Ariston comenzó a caer en desgracia. Poco a poco, sus sucesivos dueños e inquilinos fueron destruyendo partes y añadiendo otras sin ningún respeto ni pudor.

El problema no era que el Ariston dejase de ser elitista, el problema es que no se le tuvo respeto. Así pasó a ser la discoteca Maryana y, en la época del esplendor surfero de principios de los ochenta, fue el café-bar Bruma y Arena. Pero claro, el Ariston estaba sobre el acantilado y no disponía de acceso directo a la playa, por lo que, al no ser demasiado bueno para los surfistas, el Bruma y Arena tampoco funcionó.

A finales de los años ochenta, el Parador Ariston se convirtió en la Parrilla Perico, letrero que aún se intuye en la pintura de la fachada. Y después ya no fue nada. Abandonado desde 1993, el Parador Ariston vive una muerte lenta de la que solo parecen separarlo los esfuerzos individuales de unos pocos enamorados de este edificio. Esfuerzos que, al menos, consiguieron que fuese declarado Monumento Nacional en 2019. Tal vez es demasiado tarde y tal vez no es suficiente con una declaración sin apoyo económico expreso, pero es una manera de que el mundo descubra esta joya diseñada por un orfebre húngaro que se esconde en un acantilado del sur de Mar del Plata.

* Pedro Torrijos es arquitecto y en mayo publicará su primer libro, ‘Territorios Improbables’, donde habla de esta y otras historias curiosas relacionadas con joyas de la arquitectura.


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