La investigación periodística internacional Papeles de Pandora a la que contribuye este periódico, y en curso de publicación, desvela el perverso funcionamiento de los paraísos fiscales. También transmite el alcance masivo de la elusión (y en ocasiones evasión) fiscal de gobernantes, famosos y empresas. Las jurisdicciones sospechosas son su instrumento y caldo de cultivo para enriquecerse a costa de los demás, trasladando a los contribuyentes leales la carga de su absentismo. En ocasiones esas operaciones financian delitos mayores como blanqueo de capitales, comercio ilegal de armas o narcotráfico. La dimensión multimillonaria del descubrimiento, la afectación de sujetos pasivos de más de 90 países y la reiteración del fenómeno tras anteriores revelaciones como la de los Papeles de Panamá constituyen una triple señal de alarma.
La primera indica que la lucha contra la evasión fiscal, mejorada en los últimos años gracias a las listas de enclaves sospechosos o la propuesta de un impuesto mínimo del 15% a las sociedades, sigue siendo insuficiente: sus éxitos recuerdan a un moderno tormento de Sísifo y la condena a repetir su ascenso a la cumbre cargando la roca que una y otra vez se vuelve a despeñar. El segundo signo de alarma apunta a la indispensable presión ciudadana, la dureza de los Estados y la cooperación internacional como instrumentos para prevenir la agilidad de movimientos contra los intentos regulatorios. En tercer lugar, la alarma avisa de que no hay que confiarlo todo a las crisis porque actúan de forma ambivalente ante este escarnio: pueden ser acicate de la conciencia fiscal, pero también se comportan como incentivo a minorías que persiguen aún más sustanciosos réditos.
La evasión fiscal totalizaría unos 370.000 millones de euros anuales negros, según Tax Justice Network, y por tanto detrae de la recaudación tributaria recursos esenciales para el Estado del bienestar. Configura además en cascada una competencia fiscal bajista que retroalimenta esos males ante la expectativa de que reducir impuestos evitaría la huida de capitales. Pero es peor aún porque la elusión de los adinerados resta de la recaudación por renta y patrimonio, y por tanto estos impuestos pierden progresividad, ya que proporcionalmente afectarán más a trabajadores y clases medias. Lo que los evasores no tributan suele compensarse aumentando el IVA: es una maniobra también antiprogresiva porque ese gravamen sobre el consumo carga más sobre quienes ingresan menos, pues casi todas sus rentas se destinan obligatoriamente al consumo dada su mínima capacidad de ahorro.
Con la elusión de las empresas sucede algo parecido: en la OCDE el impuesto de sociedades ha retrocedido este siglo del 32% al 23%. Pero de nuevo el dato es peor en España, que recauda un poco más de la mitad que antes de la Gran Recesión de 2008, mientras el resto de los grandes impuestos se ha recuperado con holgura.
Los paraísos podridos generan un largo inventario de consecuencias nefastas que dañan la confianza democrática: corrosión de la moral fiscal colectiva, desvío de comercio e inversiones, desleal asimetría de unas sociedades con sus competidoras, deslocalización de capitales a efectos territoriales, corrupción de intermediarios y pasividad de sus colegios profesionales convertidos al relativismo deontológico. La actuación en este ámbito no solo es un justo clamor popular, sino una necesidad de Estado. Es sin duda indispensable la armonización fiscal a escala internacional, pero urge también que cada Estado redoble la persecución del delito en casa, refuerce incompatibilidades para optar a concursos públicos o subvenciones (también de la Next Generation) a las empresas y bancos que operen en esos lugares y promueva cuarentenas para profesionales, como abogados del Estado o inspectores de Hacienda, antes de que asesoren a quienes ayer teóricamente perseguían. Sigue habiendo margen efectivo para la acción política contra los altos defraudadores.
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