Hace 30 años, las cárceles de la provincia de Buenos Aires ya tenían el doble de los presos que podían contener, y estos vivían hambrientos y sin atención para el VIH, la tuberculosis o las neumonías. El 25 de abril de 1990, el presidente Carlos Saúl Menem visitó junto al gobernador Antonio Cafiero el emblemático penal de Lisandro Olmos, ubicado a 10 kilómetros de La Plata, capital provincial. Creado en 1939 como modelo, el establecimiento tenía una denuncia ante la Corte Suprema bonaerense porque alojaba a 2.976 reclusos en un sitio para 1.000 y el 90% de ellos no tenía condena.
En un patio del penal, ante decenas de detenidos que coreaban “¡libertad!, ¡libertad!”, Menem dijo: “Quienes fuimos perseguidos, proscritos y a veces torturados, entendemos mejor que nadie a ustedes y a sus familias. No podemos ocultar que en muchas prisiones viven hacinados. Tenemos un Estado quebrado, pero pretendemos solucionar la problemática penitenciaria”. Se comprometió entonces a impulsar una ley para reducir penas. Los presos le regalaron una Biblia –él les leyó una epístola del apóstol Santiago sobre los poderosos– y lo despidieron entonando una zamba alusiva a un caudillo de La Rioja, la provincia del expresidente. La visita presidencial era histórica y quedó estampada en una fotografía sobre el escritorio del jefe del penal.
Diez días más tarde, el 5 de mayo de 1990, un incendio produjo en esa misma cárcel la peor tragedia penitenciaria argentina desde el retorno de la democracia. En un pabellón largo y angosto que alojaba a 44 presos –el doble de su capacidad–, el fuego iniciado tras un presunto altercado alcanzó enseguida colchones, literas, mantas y vajilla plástica. El penal se fundió en un alarido de terror, pero nadie abrió el candado. A la mañana siguiente, el jefe del penal leía los nombres de 33 muertos ante un tumulto de familiares. “Me lo dejaron morir”, dijo una joven viuda. “Vivían como ratas”, soltó otra. Días después murieron otros dos heridos. Desde Devoto, un penal federal donde un incendio mató a 60 presos de la dictadura en 1978, enviaron un mensaje de “dolor, congoja, repudio y solidaridad con los compañeros de Olmos” e hicieron una jornada de ayuno.
Las 35 víctimas tenían entre 20 y 42 años, el 70% estaba preso sin condena y todos tenían una conducta ejemplar. Por eso habitaban un pabellón especial y eran albañiles voluntarios en un proyecto creado para humanizar desde adentro el derruido penal, con refacciones, celdas nuevas y una escuela. El Plan Olmos: para que en las cárceles entre el sol iba por la mitad cuando irrumpió el horror. “En algo menos de media hora y de la forma más espantosa, desaparecieron el 80% de los protagonistas de un esfuerzo ejemplar por mejorar las condiciones de vida”, resumió en el libro Las llaves de la cárcel el político y documentalista Luis Brunati, quien había impulsado el proyecto como ministro del gobernador Cafiero, tiempo antes del incendio. “Fue la peor tragedia de Olmos y la más deplorable de toda la historia del sistema carcelario argentino. Y colocada en contexto, resulta muy difícil de aceptarlo como un simple accidente”, escribió Brunati.
Los mismos problemas, 30 años después
En Olmos no había extintores de incendios ni salidas de emergencia, el hambre obligaba a improvisar comidas con calentadores precarios, las instalaciones eléctricas eran obsoletas y los colchones inflamables. Además, la corrupción atravesaba el penal de cabo a rabo: el pago por visitas familiares o mejores condiciones de vida eran corrientes entre esos muros, igual que los negociados de la cúpula penitenciaria para la compra de alimentos y el uso de los presos para favores sexuales o trabajos privados. Así surge de la causa judicial que investigó el infierno del 5 de mayo y sobreseyó al jefe del penal por los muertos y heridos.
También hubo una demanda económica al Estado, impulsada por familiares de algunas víctimas. Entre ellos, los de Darío Badin y Fabián Cantero, dos changarines de la construcción analfabetos de 29 y 23 años, respectivamente, que habían caído presos por robar y murieron calcinados aquella noche. Esta causa llegó a la Corte de Justicia, y logró una sentencia histórica (conocida como fallo Badin) que estableció por primera vez que el Estado debe responder por la seguridad de los privados de la libertad.
Pero todo siguió igual. En estas décadas hubo más tragedias en cárceles de esta provincia y hay cada vez más presos. El Servicio Penitenciario Bonaerense tiene plazas para 24.000 reclusos y la población a su cargo supera los 40.000 (esto sin contar los detenidos menores de edad). Además, hay 4.000 presos en comisarías custodiadas por la Policía de la provincia de Buenos Aires, que son igual de inseguras: 17 presos murieron entre 2017 y 2018 en dos incendios en comisarías de Pergamino y Esteban Echeverría.
Cumplir hoy con la distancia social y las pautas de higiene para impedir la propagación de la covid-19 es una quimera en un sistema de encierro que lleva décadas al margen de estándares humanitarios. Pero fue la propia pandemia lo que en marzo último obligó a posponer una misión del subcomité de Prevención de la Tortura de la Organización de las Naciones Unidas que ya estaba en Buenos Aires para recorrer estas crudas cárceles después de ocho años.
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