Para cumplir con el plazo, fui a ver esta exposición dos veces, la primera en pleno montaje con las obras arrimadas a las paredes. Y la necesidad se hizo virtud: suele pasar con Pepe Espaliú (Córdoba, 1955-1993), que armó su obra conciliando supuestos contrarios (placer/deber; salud/dolor; personal/político).
Primero, porque los dibujos de los cuadernos inéditos que se ven aquí en primicia están enmarcados dejando a la vista sus dorsos, también dibujados: otra buena metáfora de su trabajo. Segundo, porque así fue más fácil apreciar cada uno como letras o ideogramas del gran alfabeto y atlas mental del mundo de Espaliú que el galerista Mira Bernabeu ha compuesto luego con ellos sobre el largo muro que cierra la galería 1 Mira Madrid (por algo es también artista).
Su orfandad temprana fue una de las heridas íntimas que todo su trabajo futuro trataría de suturar
Hay acuarelas tempranas sorprendentes en un artista con fama de ascético (o hermético, directamente): algunas son muy coloridas, otras tantean el minimalismo y el conceptual tirando a seco que estaba de moda en Barcelona en los setenta, cuando vivió allí. Una de ellas (Father, mother and child) incluso prueba a reconstruir el esquema de las sagradas familias de la gran pintura clásica de su Andalucía natal. Y alude quizá al recuerdo de su orfandad temprana, una de las heridas íntimas que todo su trabajo futuro trataría de suturar, como recuerda Juan Vicente Aliaga en el texto de la publicación que ha preparado la galería.
Hay también series coherentes y ya maduras, como las que repintan y transforman láminas ilustradas de un manual de marquetería: las siluetas se transforman en personajes y cuentan historias y remiten a su trabajo posterior con patronajes y cordobanes.
Y sobre todo hay hojas y hojas que desprenden la intensidad y la urgencia y casi la incandescencia de sus últimos años de trabajo. Variaciones sobre los motivos de la sintaxis del Espaliú que mejor conocemos: las muletas y las máscaras, las jaulas y las jeringuillas, los cuerpos luminosos o lacerados, los muñones y las prótesis que sanan o al menos rehabilitan.
Pepe Espaliú durante la ‘performance’ ‘Carrying’, en la que fue acarreado en brazos por diversas parejas de amigos y conocidos en San Sebastián y Madrid en 1992. A la izquierda, con gafas, Carmen Romero, entonces esposa del presidente del Gobierno, Felipe González.
El alma es la carne: lo decía Genet y lo citaba Espaliú en sus escritos. Su obra entera es la constatación —la encarnación— de esa idea por la vía de los hechos. Y más: de alguna forma, sus dibujos son también el alma de la carne de toda su obra, sus esculturas, sus acciones, sus instalaciones. Quienes la conocen bien saben que no fueron simple obra sobre papel, memorabilia, pequeños formatos, borrones de los proyectos serios. Aliaga los consideraba “sustento primordial de su obra” en el catálogo de la retrospectiva que comisarió en el Reina en 2003, donde Marie-Laure Bernadac los devanaba como “hilo conductor” de todo su trabajo. Seguirlo es una buena manera de no perderse por el laberíntico mundo de Espaliú, lleno de ramificaciones, de atajos inesperados, de pasadizos que conectan habitaciones lejanas.
Aquí en la galería la constelación del muro de dibujos teje hilos invisibles con las esculturas y obras más conocidas en las salas. Ayuda a verlas de nuevo y a entenderlas mejor: los Santos de cuero casi bruñido y cosido a mano o las Máscaras dolientes o esa cama de bronce con las sábanas revueltas a los pies y la hondonada casi tibia de un cuerpo ausente: una imagen ambigua y conmovedora que puede significar dos cosas, como decía Espaliú de las muletas huérfanas y arrumbadas contra las paredes que expuso a veces en vida.
Los dibujos también desmontan algunos clichés sobre su obra. Stuart Morgan, su temprano valedor fuera de España, negaba el tópico de Espaliú como artista confesional y literalmente autobiográfico. Seleccionó sus obras para una colectiva memorable, Rites of Passage (en 1995, en la Tate) junto a la de 11 grandes nombres del siglo XX: Beuys, Bourgeois o Gober. Y en su ensayo insistía en los dobles juegos y pistas falsas de una obra a la vez lacónica y polisémica. Lo son sus dibujos, desde luego: una y otra vez esquivan la obviedad pro vita sua, la retórica ombliguista y pueril del selfi que aburre y no conduce a nada y a la que por las malas nos vamos acostumbrando en tanto arte reciente.
Espaliú se muestra y se esconde al mismo tiempo, como en tantas fotografías que lo retratan —o antirretratan— con las manos escondiendo el rostro. Se las arregla sin embargo para exponer alma y carne: lo sagrado y lo profano, lo sublime y lo abyecto. El deseo, la enfermedad o la muerte fueron los ritos de pasaje y tránsito que evocó una y otra vez y transpiran también en sus dibujos.
En ‘Carrying’ se adelantó tanto a las redes afectivas que corremos el riesgo de reducirlo a esa obra
Se le suele recordar por el mediático Carrying de 1992 en Madrid, con famosos y primera dama incluida. Su acción urbana sacó a la calle y exigió firmeza y solidaridad frente a la pandemia del sida, un problema de salud pública que se estaba tratando como una maldición bíblica. Se adelantó tanto a la famosa ética de los cuidados y las redes afectivas que ahora que se cumplen 30 años corremos el riesgo de reducirlo a esa obra y amarrarlo a ese momento hasta convertirlo en algo deprimente: un artista de época.
Pero Espaliú es el artista español más perdurable, más universal y actual de su quinta, y por suerte muchas galerías e instituciones han seguido reconsiderado su trabajo desde entonces. Sus intuiciones merecen revisarse en cada generación, y aquí podemos hacerlo a la luz de su trabajo más íntimo: el que siempre precedió y sucedió a lo público y lo político. No cumplió los 40 y produjo relativamente poco, pero esta exposición recuerda que sigue interpelándonos y abriendo muchas lecturas posibles, y esa es la piedra de toque de los clásicos siempre contemporáneos.
‘Pepe Espaliú. Dimensión orgánica y pulsional’. Galería 1 Mira. Madrid. Hasta el 26 de marzo.
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