Cuenca es única pero hay dos Cuencas, por lo menos. La Cuenca a la que sacude en los años 60 la lucidez de Manolo Millares, que llega de Canarias y pide a los hijos de la señora que le limpia la casa y le hace la comida que vayan a la frutería y pidan para él sacos de arpillera rotos de tantas veces ir de acá para allá cargados de patatas. Sobre las arpilleras pinta y cuando se pudre la tela y manan cucarachas por sus rotos, el pintor es feliz, “por fin un cuadro mío que funciona”, dice, y recuerda su júbilo al que sentía Luis Ocaña cuando salía adelante una cabezonería suya, una locura, un atentado a las reglas del ciclismo de toda la vida, y la afición se emocionaba, espectadora de algo único.
Es la Cuenca por la que, partiendo de Tarancón, no pasa la Vuelta a España, que prefiere los llanos que dan su nombre a la provincia de Albacete, la meta del día, el terreno en el que el único sobresalto lo produce no un golpe de genio sino una caída hija de los nervios y de tanto director chillando por el pinganillo que cuidado con el viento.
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Inevitable, el montón de huesos y cuadros de carbono y los gemidos se produce en una inmensa recta a 11 kilómetros de la meta. Le cuesta un buen golpe y 12m 32s al francés Romain Bardet y deja a Rein Taaramäe sin maillot rojo un día antes de lo previsto.
Tras la victoria al sprint del belga Jasper Philipsen, por delante de Fabio Jakobsen como en Gamonal, se pone de líder el diminuto escalador francés Kenny Elissonde.
Ocaña, de Priego, cerca de la sierra, de los mimbres que crecen rojos en los campos, de la misma Cuenca que el artista, el mismo genio nacido para conmover y escalofriar, se habría dormido ante la tele, y habría maldecido a quien se le hubiera ocurrido hacerle esto a Cuenca, llevar a su tierra una etapa en agosto por las carreteras más rectas, más llanas, lejos de los ríos cantarines, de las sierras umbrías, y el sol quema tanto que las cámaras televisivas hacen de los ciclistas, sus maillots coloridos, claroscuros salvajes, negro y luz, y la luz hiere.
Es la otra Cuenca, la que lleva al pelotón a Albacete. No despierta genios que hagan dar un respingo y gritar, jopé, esto es hermoso, esto me toca, me repugna y me atrae, sino que adormece al pelotón, una cadena de penados que pedalea mecánicamente a la que ni siquiera despierta de su rutina cansada, al paso por los campos de San Clemente, cerca de Sisante y sus olivos cornicabra, y de la Atalaya del Cañavate de la familia Hortelano, el recuerdo de Amalio, el menor de los Hortelano, ciclista de los Seis Días que viajaba con otros ciclistas en enero en los años 60 a Berlín Este, al otro lado del telón de acero, en un 600 en el que cargaban en Madrid bicis, ruedas y botellas de coñac para comprar a los aduaneros. Y Amalio, al que atropelló un autobús y le arrancó un pie de cuajo, tampoco habría disfrutado con este ciclismo de la Vuelta por las rectas, ya en Albacete, de La Roda o La Gineta, en as que siempre se adormecen los madrileños que regresan de la costa y se paran en los Gabrieles o en el Juanito a comerse un bocadillo. Y los ciclistas, más que pasión despiertan pena, compasión, deseos de confortarlos. Y al más combativo, el último que levanta el pie, la Vuelta le da un lote de embutidos.
Es el anticiclismo, y su guinda son los tres adelantados, un naranja, un verde, un morado. Euskaltel, Caja Rural, Burgos. Xabier Mikel Azparren, Oier Lazkano, Pelayo Sánchez. 22 años, 21, 21. Carne de cañón. Tres niños debutantes a los que sueltan tiernos y harán odiar el ciclismo. Y por la tarde, comentarán que buen trabajo, hemos estado en la fuga (en la que nadie quería estar: les tocó), nos estamos haciendo ciclistas, y el desperdicio de sus fuerzas y de su talento tan grande como la del agua que lanzan a chorro hacia el viento los aspersores en algunos campos. Pedalean y miran apara atrás, y se preguntan por qué les maltrata así el pelotón, que les deja ir dos minutos por delante y pasan de alcanzarlos hasta última hora. “No era día para ir de fuga si lo que querías era ganar la etapa”, dice José Herrada, de Mota del Cuervo, la Cuenca llana. “Ya habrá días de fuga”.
Y los de la Vuelta lamentan, qué lástima, dicen, que ese viento que se lleva el agua no haya movido al pelotón a hacer abanicos, porque me acuerdo, siempre hay uno que se acuerda, de que hace 25 años Manolo Saiz y su Jalabert y su ONCE liaron una buena por aquí mismo, por las rectas de Barrax, con la ayuda de un poquito de viento que venía de cara pero, al tomar el cruce de la N-430 empezó a dar de lado.
A los del Ineos les han contado la historia y al tomar la curva Pavel Sivakov acelera en cabeza afilando las llantas en la cuneta, como si fueran navajas. Medio kilómetro más adelante, la cordura y su jefe, Egan Bernal, le devuelven a la siesta. “Como soplaba viento de cara pensamos que al girar soplaría de lado y podríamos cortar el pelotón”, dice Bernal, un colombiano amante de los abanicos y de los escalofríos, de las sorpresas que organizaba con el gigante Filippo Ganna en el Giro que ganó hace tres meses. “Pegaba viento de lado, pero no lo suficientemente fuerte para partir el pelotón. Así que me acerqué a Pavel y le dije que lo dejara”.
Ya la voz de los meteorólogos recordaba mediada la etapa que agosto no es mes para muchos vientos en la zona, a lo más una brisa que se hace polvareda en las cunetas junto a los campos en los que los tractores remueven los rastrojos. Los vientos de abanico, esos, esos son más cuestión de primavera y otoño, justo las fechas en las que antes se corría la Vuelta a la que agosto abrasa.
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