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Piedad Bonnett: “Hay una comodidad innata en los hombres”


Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) escribió en 2013 uno de los libros más conmovedores de la literatura Latinoamericana, Lo que no tiene nombre, una crónica intimista sobre el suicidio de su hijo Daniel, un profesor universitario y pintor que se lanzó al vacío desde un edificio en Nueva York. “Empecé a dar conferencias en psiquiátricos, universidades y facultades de medicina para hablar de la esquizofrenia. Me pusieron el rótulo de la señora que escribe de su hijo muerto”, cuenta Bonnett sentada en un sillón y con un café delante.

Cinco años más tarde publicó Donde nadie me espere (2018), la historia de un muchacho que abandona todo para vivir en la calle. Era una fórmula para seguir escribiendo de Daniel, que había fantaseado en alguna ocasión con convertirse en indigente para huir de los problemas.

—Daniel fue un trabajador incansable, no sé si conoces su obra.

—La he visto en Internet.

—Es muy impresionante, iba a ser un gran artista, pero la enfermedad le fue quitando creatividad. Mira estas fotos que yo tomé. Esta es toda la pared de mi casa (un perro con un bozal dibujado sobre un fondo blanco). Era un pintor de una fuerza tremenda. Los perros simbolizaban su secreto, el miedo a que la gente supiera que él tenía alguna cosa. No se le notaba apenas, pero cuando los amigos se daban cuenta de que había algo raro huían, con toda la razón.

—En el libro sobre Daniel me sorprende cómo logra una escritura ambigua como narradora, desde dentro y desde fuera. El texto lo escribe una mamá, pero también una cronista, una periodista con lenguaje poético. Al fin y al cabo, usted es una poeta.

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—Empecé escribir ese libro a los dos meses de haber muerto Daniel. Murió en mayo y empecé a escribir en julio. No sé ni de qué dimensión era el dolor, pero me propuse que no iba a hacerlo desde el sentimentalismo ni la autoconmiseración. Ni tan siquiera desde la exaltación de Daniel como si fuera el ser más extraordinario. Me propuse indagar por un proceso, un proceso de conocimiento y de preguntas, de preguntarme quién fue él, quién fui yo con él, cómo era esa enfermedad, cuáles fueron los errores. Y con la consigna tremenda de que no me iba a permitir excesos.

Bonnett ha vuelto ahora con la novela Qué hacer con estos pedazos (2021), la historia de una mujer de 70 años atrapada en sus relaciones íntimas y rodeada de pequeñas muestras de violencia cotidiana. La autora ha presentado el libro en el Hay Festival de Cartagena.

Pregunta. La reforma de la cocina que emprende el marido de la protagonista sin su consentimiento es el detonante de un gran enfrentamiento.

Respuesta. Efectivamente, mi marido decidió remodelar la cocina y empezamos esa aventura que significa la parálisis de una casa. Fuimos a Nueva York de viaje y al regresar todo era un desastre. Eso fue así, como aparece en la novela. Llamamos para reclamar a la tienda que nos la había instalado y nos dicen que el obrero que lo había hecho no trabajaba para ellos. Nos había hecho la obra por su cuenta. Esas cosas suceden en Colombia.

P. En el libro refleja un momento dramático, pero también tiene mucho humor.

R. Fíjate que tengo mucho sentido del humor en la vida real, pero en la literatura no me sale.

P. Yo le diría que sí, a mi me hizo reír mucho.

R. ¿Sí? Esto nos ocurrió en pandemia. Fue como si nos cayera un techo de plomo encima de las cabezadas. Estaba encerrada con mi marido. Surge el miedo al otro, todas esas cosas horribles provocaban un ánimo en mí. A la vez mis padres van envejeciendo, tengo vivos a los dos. Ver toda esa cosa horrible, y mi propia vejez, es lo que aparece en el libro.

P. En la literatura no hay muchas protagonistas de 70 años como la suya. ¿Cómo cambia la vida a esa edad?

R. Cuando tienes 60 todavía puedes decir que eres joven. Cuando llegas a los 70 empiezas a ver que hay una cosa que se desintegra y eso es durísimo. El cuerpo te cambia, la relación con el amor, todo. Yo tenía esos temitas y de pronto dije que iba a escribir esto. Veía la violencia contra las mujeres en pandemia que fue de una gran intensidad. Además, todas mis amigas se quejaban del manejo de lo masculino, que decían que sus maridos ayudaban pero lo hacían todo mal.

Piedad Bonnett lee sus poemas en el bosque, en una foto de archivo.

P. Esas son las pequeñas violencias.

R. Me propuse hablar de todas las formas de violencia, de las más aterradoras a las que menos se ven, que son las que más nos lesionan. Tú vas al taller de carros y el tipo si vas con un hombre le habla al hombre. Sino, te menosprecia y te habla de cualquier manera. Se me ocurrió que la cocina era el detonante, el elemento que permite que todo salga a la superficie.

P. La protagonista también vive otro drama, el de su enorme biblioteca que amenaza con colonizar todo su apartamento.

R. Me pasa también a mí y la realidad es que la biblioteca me va a sepultar. Mi hijo Daniel me dejó una biblioteca divina de arte, la guardo como un tesoro. Y yo soy compradora compulsiva de libros. Mi marido, con razón, se queja de que no tenemos espacio. Me dije que iba a aprovechar la pandemia para arreglar esto. Hay un señor en Bogotá que pasa por la calle gritando que compra libros. No te imaginas lo que me provoca este tipo, es una angustia existencial.

P. La ausencia de la trabajadora del hogar erosiona también la convivencia entre la protagonista y el marido.

R. En la pandemia prescindimos del servicio doméstico. Nos dimos cuenta de la importancia de esas mujeres. En el encierro asumimos los rincones más insólitos de la casa y empezamos a descubrir cosas que no habíamos visto nunca. Este es un libro de pandemia, que no quiere decir un libro sobre la pandemia. Me costó mucho escribirlo. Era un tema banal que yo tenía que escribirlo muy bien para que no pareciera el de una de esas señoras que escriben novelas divertidas. Lo cotidiano narrado de forma cotidiana pierde fuerza, tiene que hacerse con un lenguaje…

P. ¿De qué tipo?

R. A mí me gustan autores como Proust, Nabokov, John Banville, que cuidan la prosa pero no son barrocos. Pueden en cierto momento tender hacia un barroquismo, pero no me gusta esa efervescencia barroca. Me gusta la cosa entre la poesía y lo concreto. Sin nada ornamental. Me atrae la gente que reflexiona dentro de la novela, como Proust. Como yo llevo tantos años leyendo y como tantos años enseñé y enseñé literatura norteamericana, he aprendido mucho de todos esos maestros y siempre estoy buscando como loca literatura que me llame la atención.

P. ¿Qué es lo último que le voló la cabeza?

R. Vivian Gornick me fascinó, fue como un descubrimiento inverosímil. ¡Yo apenas descubrí ahora a Gornick! Me pasa que no leo bien inglés y me pierdo de cosas, si no están traducidas. Leo francés. Gornick me pareció… sobre todo esa prosa. Me leo mucha gente nueva en este momento de la vida. Yo siempre leo dos o tres libros al tiempo. Leo mucho ensayo. Hay un tipo que se llama Didier Eribon, francés, sociólogo, alumno de Bourdieu, que escribió un libro que se llama Volver a reír, sobre un homosexual que salió de Reims a los 16 años. Maltratado por el padre, por la sociedad y de un hogar obrero, raso, brutal, se va y se hace un intelectual. Y durante 30 años no vuelve a ver a su padre ni a su madre ni a sus hermanos y se avergüenza y oculta que es de familia obrera. Vuelve a Reims y empieza a descubrir con una valentía tremenda cómo era esa vida y de dónde nace esa vergüenza. Y mujeres, leo literatura contemporánea de mujeres.

P. ¿A quiénes lee?

R. A muchas. Las leo, me gustan, pero quiero más. Leo sus libros y digo: para el señor que compra libros. No lo voy a leer una segunda vez.

P. En su libro se encuentra lo femenino contado desde distintas generaciones.

R. Hablé de algo muy importante. En la generación de mis padres las mujeres estaban sometidas. En la mía yo viví toda la revolución de los años 70, entré en la universidad en el 69. Estuve influida por el hippismo, por la gente de izquierdas y me hice de izquierdas. Traía un ímpetu de rebeldía violento. Sin embargo, la cuestión afectiva ha evolucionado más lenta que la vida profesional. Además, pagando costos muy altos. Yo tenía un marido ejecutivo, ¿a quién crees que le tocaban los niños? A mí. Le he hecho muchas exigencias a lo largo de la vida, todo con una rebeldía infinita. Ha sido un factor de conflicto permanente porque él había sido educado para otra cosa. Mis hijas son ya otra historia, las eduqué para la libertad y la autodeterminación. Pero sigo viendo cosas, muy soterradas, como que los hombres no piensan en la comida. Ella piensa, él no. Ella sabe que hay en la nevera, él no. Hay una comodidad innata en los hombres.

P. Usted tiene 71 años, sus padres 95 y 99. ¿Cómo es envejecer con padres vivos?

R. Doloroso. Hay esta cosa ambigua, por un lado los tienes y por otro existe esa obligación tremenda de que tienes que hacerles la vida lo mejor posible. Estás siempre escindido, entre esa obligación y tu vida. Es una cosa muy compleja. Un domingo quisiera escribir un capítulo de una novela, pero pienso que no he ido a verles desde hace dos días y voy para allá. Pienso que mañana no van a estar.

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