En la obra de Käthe Kollwitz, incluso la muerte tiene manos. En uno de sus últimos autorretratos se introduce en la escena por la parte superior derecha del papel y le toca el hombro. La figura es una masa. Una línea ancha de lápiz graso se convierte en mancha, profunda y densa en la zona del cuerpo más próxima a la mano huesuda de la muerte. La masa se aligera en la cabeza y en la mano: Kollwitz la mira de cara y dibuja su mano apuntando hacia el otro extremo de la composición. Lo hace con templanza, lleva toda la vida esperándola. “En la rigidez heroica de este tiempo de guerra, en un estado anímico tan antinaturalmente desencajado, una se emociona como con acordes celestiales, con acordes pacíficos, emocionantes y dulces cuando se lee que soldados alemanes en pueblos con francotiradores ponen letreros en casas como: “¡Respetar! Vive mujer anciana. Han sido buenos conmigo”. Cuando leo en sus diarios la noticia de su hijo pequeño caído en el frente me golpea el corazón un dolor que se sintió hace 108 años. Pero cuando se trata de la muerte propia y sin haber sufrido todavía lo más terrible de la Segunda Guerra, la cosa cambia: Kathe se autorretrata tranquila. Llena de luces las zonas oscuras.
Leo en un catálogo de estampas y dibujos cómo destaca su obsesión por el autorretrato, “que en su caso expresa lo contrario a una tendencia narcisista, ya que con él trata sus estados de ánimo, su decadencia”. Es curioso ver cómo, habitualmente, cuando una mujer se autorretrata, palabras como egocéntrica o narcisa, flotan de inmediato en cualquier texto. “En todo trabajo interior, que va unido, necesariamente, a la autorreflexión, es difícil evitar verse a sí mismo”, anotó Kollwitz en su diario en 1915. En pintura, y sobre todo si nos acercamos al momento actual en que la multiplicación de la imagen propia puede rozar lo obsesivo, hay poco de narciso en el ejercicio de enfrentarse durante horas al reflejo propio: el yo se descarna en cada pincelada. Pintar es mirar, pienso, pintar es mirar les digo a mis alumnas. Observarse en un espejo sosteniendo un pincel y la mirada es todo lo contrario al narcisismo. Una puede querer mostrar su parte más amable o atractiva, y es posible que en el primer acercamiento sea esa la imagen que busca (miro a mis alumnas y las veo arreglarse el pelo), pero cuando pasa la primera hora la mirada cambia: se hace más dura, más analítica, más solemne. Y una acaba por verse detrás del envoltorio que se fabricó casi sin querer con el bombardeo constante del mandato social.
No penséis en la imagen resultante, les digo antes de comenzar, exprimid y disfrutad del proceso. Estad preparadas para enfrentaros a partes de vosotras que es posible que desconozcáis. En ocasiones, en mitad del ejercicio, alguna alumna va al baño a lavarse la cara y se mira en otro espejo con los ojos llorosos, acercándose aún más a su reflejo. En la obra de Käthe Kollwitz hay muchas manos que acompañan rostros ―los acarician, los sujetan, los protegen―. Si no son nuestras manos las encargadas de protegernos y de evitar que se active ese mecanismo invisible que nos señala e intenta desprestigiarnos cada vez que las mujeres conseguimos nombrarnos, nadie lo hará.
Käthe Kollwitz enfrentó su muerte a través del autorretrato. Su compromiso con la observación de un mundo que se pudre y renace cíclicamente se hace evidente en cada una de sus imágenes, sobre todo en las pintadas y esculpidas después de cumplir los 40 años. La potencia disminuye, decía. En una entrada del mes de abril de 1910, habla de la obra de sus contemporáneos jóvenes. “La juventud tiene derecho a mirar el futuro con sus ojos llenos de fantasía”. Cierra la puerta y vuelve a lo suyo: entre la cabeza que mira hacia la mano de la muerte que entra por la zona superior derecha del papel y la mano de la propia figura, abre una grieta de luz. Su dedo apunta al cielo. La mano de la muerte presiona su hombro. Ha empezado su descenso a la tierra.
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