Pistolas y libros en un rodaje: peligro de muerte


El impagable Javier Sampedro llama Ley de Stephen Hawking a la advertencia que el famoso físico británico formuló en el prólogo de Una breve historia del tiempo: cada ecuación que introduces en un libro reduce las ventas a la mitad. Tirando de ese hilo podríamos llamar Ley de Henry James a la siguiente: cada vez que en una novela narras un sueño pierdes un lector. Y Ley de Jonás Trueba a esta otra: cada vez que sacas un libro en una película te llaman pedante.

A Trueba, que no se ha cortado a la hora de sacarlos en las suyas, no deja de sorprenderle la acusación de pedantería. En una entrevista lo explicaba así: “A nadie le ofende que haya pistolas en la mayoría de las películas, pero sí que uno salga hablando de un libro en una cena con amigos, cuando en la vida de un español medio es más normal tener un libro que una pistola”. Es, en efecto, curiosa la abundancia de armas de fuego en la cartelera. Si desapareciera todo rastro del género humano menos los taquillazos, la antropología del futuro —en caso de que recordara la contraseña de Netflix— pensaría que la Tierra no es más que un far west puesto al día.

Jonás Trueba estrenó el viernes pasado Quién lo impide. Como los protagonistas no son actores profesionales sino un grupo de adolescentes, la policía de la antipretensión y los pregoneros de “los jóvenes carecen de cultura” pensarían que esta vez los libros iban a brillar por su ausencia. Se equivocan. Uno de los muchachos se lleva una mochila llena al viaje de fin de curso ―tiene que vaciarla cuando le toca guardar la compra del botellón―, otro cita de pasada las Tesis de abril de Lenin y otro más introduce en el juego del “yo nunca” la fatalidad de que le gustara un libro que empezó por obligación. ¿Increíble? Tanto como el hecho de que una estrella de Hollywood mate a una persona con un revólver de atrezo. Por supuesto, no todos en el documental de Trueba van a la filmoteca a ver películas de Rita Azevedo Gomes, los hay que prefieren las clases presenciales solo para no tener que enfrentarse a un enorme dilema: elegir entre el Zoom y el Minecraft.

Quién lo impide, que debe su título a una canción de Rafael Berrio, dura tres horas y media con, gran hallazgo, dos intermedios que lejos de rebajarla no hacen más que aumentar la intensidad de la película (que se pasa volando porque la verdad y la belleza se inventaron antes que los relojes). Su director y varios de los protagonistas se pasearon el domingo por los cines de Madrid para, antes de la función, dar las gracias a los espectadores por haber ido. O sea, como hacen los escritores en las presentaciones de sus libros. Avisaron de que no volverían al final. Si lo hubieran hecho, habrían oído ―ya que no los disparos― los aplausos.

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