Un pan azul, una pera o una manzana forradas de pelusilla blanca, un nigiri de carne sobre arroz mohoso, un pastel de membrillo transformado en hongo de colores… ¿Cómo algo que por su aspecto tirarías a la basura en casa lo puedes comer en un plato delicioso de un restaurante de vanguardia? El moho, en principio repelente, da mucho juego en gastronomía. Es provocador, perturbador, un reto visual, de sabor y textura. Son apariencias que engañan, trampantojos, realidad simulada por la varita mágica de un chef.
Utopía, ternera roqueforti ―una pieza de sushi de carne sobre arroz inoculado con penicillium roqueforti que recuerda al famoso queso azul roquefort― y seda, un pequeño pañuelo blanco hecho con el velo que forma el aspergillus horyzae, servido con una copa de sake —bebida en la que actúa ese hongo—, son platos incluidos en el menú 2021 del restaurante guipuzcoano Mugaritz. Esas son sus creaciones con mohos más recientes, dentro del camino emprendido hace ocho años. Su vídeo de una manzana cuya piel, inoculada con rhizopus oryzae, se transforma en un “intrigante vello blanco”, ha vuelto a difundirse últimamente en las redes sociales, pero ya tuvo su impacto en 2013 entre el público del congreso San Sebastián Gastronómika, donde fue presentado.
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El danés René Redzepi, titular del mejor restaurante de mundo según The World’s 50 Best, también ha difundido en sus redes uno de los últimos experimentos de su proyecto colectivo Noma Projects: “Caleidoscopio de moho sobre membrillo tostado”. Los cambios de pigmentación, aroma y sabor atraen al cocinero y su equipo: “Cada día en el laboratorio empleamos levaduras, mohos y microorganismos para transformar la comida, creando nuevos sabores”.
Estos días, otro cocinero experimentador, el chileno Rodolfo Guzmán —cuyo restaurante Boragó es Premio The World’s 50 Best al Restaurante Sostenible 2021— presenta en su menú una patata mohosa que simula una abeja. “Es una papa de Chiloé fermentada y ahumada con madera de melí y sobre ella hacemos crecer aspergillus awamori”, explica a EL PAÍS Guzmán, quien ha usado el hongo que interviene en la bebida típica de Okinawa (Japón). “Esta papa nos recuerda el sabor de la seta matsutake, el polen y la trufa chilena”, dice.
El moho, bajo control, proporciona platos provocadores y bellos, de texturas intrigantes, y bebidas sugerentes, como el vino francés de Sauternes y el tokaj de Hungría, en los que la botritis de la uva crea un líquido de extraordinario dulzor. Y no hay que olvidar el sake, en cuya fragancia interviene el koji (aspergillus horyzae), hongo asimismo clave en la elaboración del miso (soja fermentada) y ubicuo ahora en cocinas occidentales que abrazan la culinaria japonesa.
Hay alimentos de consumo frecuente en los que el moho que crece de forma natural tiene un papel esencial, como los quesos roquefort, camembert o de cabrales. La cobertura de piel blanca o las vetas azules y verdosas se producen por el aporte de los hongos penicillium. Y con ellos se juega con mimo en las cocinas vanguardistas.
Los restaurantes que se adentran en el universo de los microorganismos cuentan con asesoría científica de microbiólogos y técnicos en alimentación, y las fermentaciones ―de empleo antiguo en muchas culturas― ahora están tan de moda que muchos chefs han creado en sus locales partidas especiales dedicadas a los fermentos.
Pero ojo, lo que se elabora en cocinas-laboratorio no se puede hacer en casa. “En los restaurantes que ofrecen este tipo de platos existe un control que garantiza su consumo seguro, se produce una inoculación de una cepa segura en unas condiciones determinadas de crecimiento. Un moho que se genera en casa de forma espontánea sin control deberá desecharse, pues algunos tipos generan sustancias tóxicas para el organismo. Cuando un alimento se pudre se generan sustancias nocivas; en cambio, cuando se fermenta el resultado aporta beneficios, se logra una transformación organoléptica”, dice la nutricionista Noemí Igual, responsable de proyectos de I+D de la Fundación Alicia.
“Comer o cocinar algo sin seguridad es una ruleta rusa”, añade Toni Massanés, director de este centro de ciencia alimentaria. Pero los mohos seguros constituyen, según Ramón Perisé, a la cabeza del equipo de I+D y creatividad de Mugaritz, “una técnica de largo recorrido y muchas posibilidades. En el futuro veremos propuestas muy interesantes tomando nuestro trabajo como fuente de inspiración”.
Papa fermentada, del restaurante Boragó.Rodolfo Guzmán
Esas aportaciones de los cocineros también interesan a los científicos. Así lo destacó el reciente congreso Science and Cooking World Congress de Barcelona, donde se ha reconocido “por su innovadora aplicación de las fermentaciones buscando siempre la mejora en el ámbito culinario” a los equipos de I+D de tres restaurantes punteros: Mugaritz, Noma y el Momofuku, del estadounidense de origen coreano David Chang. “Hemos premiado la aportación de la cocina a la ciencia, cómo estos profesionales ayudan desde su perspectiva”, afirma el químico Pere Castells, presidente del congreso. Subraya que la investigación de Mugaritz en Coberturas biológicas “le ha convertido en uno de los referentes mundiales en investigación con su creatividad a través de microorganismos”.
El restaurante guipuzcoano acumula una larga trayectoria en este sentido, de la que han dejado constancia en revistas científicas. “En 2014 presentamos el cordero asado al incienso de eucaliptos y su pelliza seca, en el que se servía un velo que era el micelio del moho rizhopus oryzae presente en la elaboración del tempeh. Para desarrollar el velo nos inspiramos en los cultivos PDA de los laboratorios. Y este fue el inicio de un trabajo que se publicó en el International journal of gastronomy and food Science con el título Usos del rhizopus oryzae en la cocina”, explica Perisé.
Ese mismo 2014 salieron más ejemplos de platos cocinados por hongos, como el llamado dos ensayos abreboca: mejillones secos a la parrilla y velo artesano de queso azul. “Recreamos un pintxo de las barras de Donostia, el roquefort con anchoas, con un pan azul fermentado con penicillium roquefortis relleno con anchoas, y también hicimos un turrón cocido de avellanas, un tempeh de avellanas cocidas”, recuerda el responsable de creatividad de Mugaritz.
Entre sus muchas creaciones de platos mohosos figuran podredumbres nobles, manzana y pera de terciopelo; el pan con fuet tierno, un fuet vegano de tomate seco, aguacate, especias y pimentón fermentado con rhizopus oryzae; pasta viva con anchoas en vinagre, hecha con la madre de kombucha de leche de soja; brioche de aceitunas y flor de Jerez…
“Durante todos estos años hemos cultivado una afición casi perversa en torno al universo de las bacterias, los hongos y los microorganismos. Bordear los límites entre lo vivo y muerto, lo bello y lo decrépito, lo podrido y lo fermentado, nos resulta irresistible”, reconocen en el restaurante guipuzcoano.
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