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Pobre Colombia


Colombia se ha empeñado tanto en no ir al Mundial que ha acabado consiguiéndolo. Nunca antes se le puso tantas ganas al fracaso. Llegó con opciones hasta el último partido de la clasificación, aunque en verdad estaba muerta hace rato. Sin identidad, extraviada en los despachos, dirigida por un hombre de ojos tristes y andar cansado, la selección fue directa al matadero sin oponer apenas resistencia. Sus rivales directos hicieron todo lo posible con sus continuas torpezas para que, con lo mínimo, jugara al menos la repesca, pero el deseo suicida fue tan fuerte que acabó imponiéndose. Pobre Colombia.

El equipo ha hecho del autosabotaje su forma de vida. Tiene un aire al Barça de los años ochenta. Había encontrado el camino con el argentino José Pekerman, pero fue destituido por el capricho de los directivos de la federación. Ahora sabemos que les molestaba que mandara demasiado, que aislara al equipo, que no les dejara subirse al avión de los jugadores. Los señores de corbata antepusieron sus privilegios al fútbol y aquí está el resultado. En lugar de Pekerman llegó Queiroz, un entrenador melancólico que no entendió el país. Se fue después de solo cuatro partidos de eliminatorias, tras perder por goleadas estrepitosas frente a Uruguay y Ecuador. Se sospecha de que los jugadores le hicieron la cama.

A Reinaldo Rueda no le ha ido mejor. En las antípodas de Pekerman, puso tanta obstinación en dejar su portería a cero que se olvidó de la contraria. Colombia estuvo siete partidos completos sin marcarle a nadie, todo un récord en Sudamérica. No es que los jugadores le hayan ayudado mucho. Cuenta con un extraordinario Lucho Díaz, un futbolista moderno de zancada larga y cuerpo elástico, tan perfecto que parece sacado de un laboratorio, pero también con James Rodríguez, dimitido de sus funciones a los 30 años. Se ha vuelto costumbre cambiarlo a la hora de juego porque las piernas no le dan para más.

Nadie sabe a qué juega Colombia. En los noventa, Pacho Maturana impuso el juego de posesión (y ataque). Se convirtió en el guía espiritual de una banda de parranderos que hizo de cada partido una fiesta. La alegría y el desparpajo fue su sello. Dos décadas después, Pekerman recobró esa esencia, los jugadores volvieron a bailar salsa con los contrarios. Queiroz y Rueda, sin embargo, se quedaron en la barra del bar, mirando a la pista, sin atreverse a ensayar unos pasos. La prudencia a veces se paga cara.

Qué ingenua fue Colombia. Creyó que con poco le valía, que con la inercia de Pekerman era suficiente para clasificarse para el Mundial. Se creía en el club de los privilegiados, la élite. Y podría pertenecer a ella por derecho propio, pero se perdió por el camino. La politiquería se entrometió, el césped pasó a un segundo plano. El equipo se dejó ir y cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. Un filósofo que se expresaba con los pies, como fue Maradona, lo dejó dicho: “La pelota no se mancha”.

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