El País Vasco francés, marinero y cosmopolita, con casas de pescadores y residencias de reyes que se dan la mano, celebra este contraste en una costa bañada por el Atlántico. Empieza en Hendaya y pasa por Biarritz, en otros tiempos punto de encuentro de la aristocracia europea durante los meses de verano, y como contrapunto San Juan de Luz o Guéthary, pueblos que vivían del mar. El paisaje, dominado por las sombras de montes boscosos y las playas de arena fina, atrae a devotos de los deportes náuticos, con surferos de todo el mundo a la cabeza en busca de esa ola que les cubra de gloria. Sobran oportunidades para los amantes de las largas caminatas a pie —por ejemplo, el Sendero del Litoral— o a caballo, actividad muy arraigada con centros de hípica. Y por mucho que la playa sea inevitable, aquí existen otros lugares para tomarse un respiro. Apartada de la costa, aunque apenas a ocho kilómetros, espera Bayona, la capital histórica, atravesada por el río Adur y donde, según se mire, uno puede sentirse como en un pequeño París. Aires de época invaden esta región de Aquitania no solo por su arquitectura, también por sus fascinantes comercios centenarios inmunes a la globalización. Aquí, comer comme il faut se da por descontado, con mucha atención a las pastelerías.
El punto de partida de este viaje es Hendaya, a media hora en coche de San Sebastián, desde donde guipuzcoanos (sobre todo) acuden en el topo (tren) a pasar el día en su playa. Con tres kilómetros de longitud y una babel de sonidos franceses, españoles y vascos, es el arenal más largo de la costa y por eso tiene mucho tirón. Enfrente queda la playa de Hondarribia (Gipuzkoa) y ambas perfilan la bahía de Txingudi, una reserva natural entre el mar y la montaña (aquí comienzan a despuntar los Pirineos Atlánticos) que da para todo: vela, buceo, kayak, piragua, surf…
Este trayecto costero hay quien lo hace caminando por el llamado Sendero del Litoral, que arranca en San Sebastián y acaba en Bidart: 54 kilómetros en total que se pueden cubrir por etapas, atravesando reservas naturales, acantilados, playas y pueblos. Hay otra posibilidad más cómoda, en coche, ya que parte de esta ruta pedestre discurre paralela a la carretera de La Corniche, que también es toda una experiencia.
Y de la tierra al cielo, con un castillo que casi se asoma a los acantilados: el Château Abbadia de Hendaya, del siglo XIX, que esconde un observatorio y museo astronómico construido por Antoine d’Abbadie, un curioso personaje, muy viajado, al que le dio por proyectar catálogos de estrellas a la vez que alimentaba una biblioteca única. A su muerte legó este castillo neogótico a la Academia de las Ciencias.
En esta costa donde las playas se encadenan en una línea continua y se puede ir de pueblo en pueblo en bicicleta o en pequeñas embarcaciones —las distancias son muy cortas—, San Juan de Luz es la siguiente parada y uno de los puertos pesqueros más reputados de Francia. A su mercado hay que acercarse y tomar un champán con ostras, y pulsar un ambiente bastante más urbano que en los pueblos vecinos. Si el plan es tapear, hay que visitar Le Garage: puestos de comida en un antiguo concesionario de Renault. Y para comer de verdad hay que cruzar —a pie, por favor— el puente del puerto y ya en la localidad de Ciboure, a apenas un kilómetro, sentarse en una de las pocas mesas de Chez Mattin, un pequeño restaurante instalado en la típica casa blanca y roja vascofrancesa donde levitar con un ttoro prodigioso (una especie de caldereta de marisco propia de aquí). Todo muy familiar, aunque conviene asegurarse una reserva.
Después bien viene un paseo por el casco antiguo de San Juan de Luz, con una escala amable y las calles más comerciales. La calle Léon Gambetta es la principal: la tienda Tissage de Luz (en el número 83) tiene toallas, bolsos y otros complementos con la típica tela vasca a rayas desde hace 100 años. Y la Maison Adam (en el 49) lleva desde el siglo XII haciendo las delicias con sus macarons. Estos dulces de almendra le deben su fama a Luis XIV y a la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, que se casaron aquí en 1660 poniendo fin a la guerra de los Treinta Años; la llamada paz de los Pirineos. Pero la pareja real dejó otras huellas. Visitar la Maison Louis XIV (en la plaza homónima), donde vivieron un tiempo, es contagiarse del estilo de vida de los ricos de entonces, en su mayoría piratas que tenían aquí su base, con sus muebles, pinturas y vajillas. Una casona que sigue perteneciendo a la misma familia del armador que la construyó. Y de la iglesia de Saint-Jean-Baptiste, también en la calle Gambetta, donde se casaron, asombran sus galerías de madera, frecuentes en los templos vascofranceses, y, menos común, el enorme barco de madera colgando del techo.
Antes de pasar al capítulo de las playas, otras dos pistas en San Juan de Luz: hay que acercarse al jardín botánico Paul Jovet (calle Gaëtan de Bernoville, 31), asomado a un acantilado, y a un frontón—no hay pueblo sin uno— para ver (o apostar) un partido de pelota (jai alai).
Olas para todos
Sobre playas y calas, en el País Vasco francés hay mucho donde elegir. Familiares, urbanas, entre rocas… En pleno centro de San Juan de Luz, la Grande Plage, con un paseo marítimo muy animado. En el barrio de Acotz-Erromardie, un gran espacio natural bastante agreste, espera Erromardie, con magníficas puestas de sol y buena música en los chiringuitos Bibam o La Guinguette. Siguiendo la costa un poco hacia el norte, dos enclaves muy surferos: Lafiténia, para consagrados y acostumbrados a competir en citas diversas, y Senix, donde se puede reponer fuerzas después en el restaurante Le Bel Endroit o en Le Balda Food Bus, dos food trucks con vistas al Atlántico. Entre ambas queda la cala de Mayarco, que anuncia la entrada en Guéthary.
Para alejarse un poco de la arena siempre nos queda este pueblo —que no hay que confundir con la Getaria guipuzcoana— donde todo tiene un tono diferente, hasta el puerto, extraño por diminuto. Apenas llega el ajetreo playero (salvo el surfero de los arenales colindantes), porque aquí no se viene a tumbarse al sol y sí a sentarse en la terraza del hotel Le Madrid, delante de un buen desayuno, o en Le Bar Basque (avenida de Monseñor Mugabure, 9), ambos pegados al frontón, por si luego apetece darle a la pala. Sin salir de esta calle se puede comprar fruta y verdura locales, y textiles de Japón, en Yaoya, una epicerie basque-japonaise que desde este pueblito de Aquitania ha saltado a las páginas de la revista Wallpaper.
Para comer en mesa con vistas al inmenso océano la opción es Hétéroclito, o bien picar unas ostras y un vino blanco al caer la tarde, momento en el que lo importante de verdad es ver cómo se esconde el sol. Si no hay sitio, para algo están los muretes de piedra del puerto. Igualmente memorable.
Entre Guéthary y Bidart, en apenas tres kilómetros se concentran playas notables, con escuelas de surf y olas para distintos niveles, dependiendo de las mareas. A elegir: Parlementia, para gente que no quiere sobresaltos; Uhabia, la mayor de Bidart, y Erretegia, escondida entre rocas y más brava. Y más al norte, ya cerca de Biarritz, la de Ilbarritz, con un campo de golf que domina su arenal.
Hoy la ciudad sigue siendo una plaza cotizada con museos como el Asiatica, que acoge una de las colecciones de arte oriental más admirables de Europa: en torno a mil piezas que abarcan desde la prehistoria hasta nuestros días. En Biarritz también se organizan festivales de música, danza, teatro, literatura, campeonatos internacionales de surf y un trofeo de golf femenino, el Simone Thion de la Chaume, creado por Catherine Lacoste en honor a su madre, pionera de este deporte. Y si se preguntan qué fue del palais real, es —siempre lo ha sido— el mejor alojamiento de lujo de los alrededores: el Hôtel du Palais. Eso sí, los nuevos tiempos en esta localidad son más plebeyos, y también mucho más concurridos, hasta el punto de que en el mes de agosto duplica su población de 24.000 habitantes.
Aquí no se tira nada
Los franceses, además de tener buen gusto —o quizá por este—, adoran los objetos tocados por la pátina del tiempo. Desde siempre mantienen la costumbre de no tirar nada, de conservar el patrimonio. Por eso sobreviven sus tiendas de antigüedades y montan mercadillos en cualquier pueblo. De hecho, no es infrecuente que, a la entrada de sus casas, la gente exponga los objetos de los que quiere desprenderse para que otros los reaprovechen a bajo precio (a veces, incluso, hasta se regalan).
Además, se celebran los brocantes, mercadillos que ocupan espacios mayores y exhiben muchas más mercancías. Ahí se puede encontrar de todo: muebles, vajillas, textiles, plata… Uno de los más famosos es el mercado de pulgas de Ahetze, muy cerca de Bidart, y el de Les Docks, en Biarritz. En este último conviene echar un ojo a las braderies (liquidaciones) de primavera y otoño, que se toman muy en serio (incluso se corta el tráfico). Tiendas de ropa del centro urbano, como Natacha (avenida de Edouard VII, 3), exponen sus percheros en plena calle con los artículos rebajados. Por supuesto, hay una excepción: la boutique Hermès (avenida de Edouard VII, 19).
La localidad bien merece un vistazo a su patrimonio histórico. Junto con los europeos, a mediados del siglo XIX recaló aquí una importante comunidad de la nobleza rusa que construyó una iglesia ortodoxa (avenida de l’Impératrice, 8), con iconos traídos desde San Petersburgo, curiosa de visitar y en activo. Entre los imponentes edificios, que antaño muchos fueron hoteles para la aristocracia, sobresale, sobre una roca, Villa Belza (Esplanade du Port Vieux), que sirvió como escenario de grandes fiestas, y Villa Larralde (calle Gardères, 5), donde la diseñadora Coco Chanel instaló un taller tras huir de París en la I Guerra Mundial.
Otro posible plan más que apetecible: deambular por el mercado Les Halles y tomar en el mostrador —o fuera en la plaza, con terrazas, cafés y, sobre todo, mucho ambiente— unas gambas, unas ostras… Si quedan ganas de más avituallamiento, muy cerca está Maison Arostéguy (avenida de Victor Hugo, 5), donde conviene hacerse con las delicatessen en las que son expertos: pimientos de Espelette, patés, saucissons (tipos de embutidos), más un buen vino o un champán de su amplia oferta. Hay que dejar un hueco a los quesos y la mantequilla que 1001 Fromages (en el número 8 de la misma calle) lleva un siglo elaborando muy bien. Y ya que estamos aquí, en el 8 bis está Divine, para salir con algún tocado en la cabeza; y para acompañarlo con ropa vintage de marca, la tienda Harold et Maude (en el número 3). Si ha llegado la hora de sentarse a la mesa, son inevitables los mules (mejillones) que se sirven con la cáscara y se comen de la cazuela en cualquiera de los restaurantes próximos a la playa de Milady. Un opción más cara es L’Impertinent, con una estrella Michelin.
El placer de merendar
Los franceses defienden la costumbre de merendar, que incluye un chocolate inolvidable. Y Biarritz conserva locales tan preciosos e inmunes al paso del tiempo como —de nuevo— Maison Adam (plaza de Georges Clemenceau, 27) y, en la misma plaza, Miremont, con un gran ventanal sobre el Atlántico. Cambiando de tercio, la terraza del hotel Radisson es perfecta para acabar el día con una copa. Y para hacerlo encima del mar, una buena opción es Eden Rock Cafe (Esplanade du Port Vieux, 2-4).
A la hora de retirarse, en Biarritz abundan pequeños hoteles-villas. Pero si se trata de darse un homenaje, mejor en Villa Magnan: un imponente edificio art déco de la década de 1930, con seis únicas habitaciones, y cuya dirección no se conoce hasta confirmar la reserva, que solo se puede hacer por Instagram.
Con bastante menos secretismo pero retirado en medio del campo se encuentra Gaztelur, a unos 10 kilómetros de Biarritz, en Arcangues, famoso pueblo por su bonito cementerio, donde reposa el popular cantante irundarra Luis Mariano. Es un proyecto de la bilbaína Marta de la Rica que sobre una casona del siglo XV ha montado una tienda de antigüedades, floristería y restaurante, que se provee de su huerta y cuyos postres se nutren de la miel de sus colmenas. Después, uno puede retirarse a las tumbonas del jardín.
Para despedirse de la playa y del verano, Bayona es esa urbe ribereña con cierta melancolía para abrazar el otoño. Las aguas de los ríos Nive y Adur dividen a esta relajada ciudad francesa en dos orillas: gran Bayona y pequeña Bayona, conocida coloquialmente como Bayona Txiki. En la mayor está su casco histórico, con sus comercios de toda la vida donde probar el particular jamón local —curado con pimientos de la cercana localidad de Espelette— y el gâteau basque, un pastel redondo relleno de crema pastelera en las muchas pâtisseries que asaltan a cada paso. Y si es sábado, el animado y siempre concurrido mercado —que también se llama Les Halles— es un gran expositor muy tentador de los productos de los agricultores.
Para el postre, los amantes del chocolate tienen aquí un museo: L’Atelier du Chocolat, un poco a las afueras, pero no se arrepentirán ni de su historia ni de la cata final. Antes de abandonar esta orilla toca acercarse a la catedral gótica de Sainte-Marie (calle des Prébendes, 15), sobre todo por su claustro, patrimonio mundial.
Nada más cruzar el río Adur espera otro tipo de arte: Georges es un espacio inspirado por la diseñadora Mylène Niedzialkowski en el que da gusto entrar (calle Frédéric Bastiat, 12). Piezas únicas para la casa, telas estampadas de origen francés, prendas de tejidos naturales. Por lo demás, Bayona Txiki es un barrio con un marcado carácter vasco. Dejándose llevar por sus calles estrechas se encuentran pequeñas joyas con las que se puede trazar una ruta vintage: vinilos, CD nuevos y viejos, carteles y revistas en Bop Diskak (calle Marengo, 16); en el número 15 de esta misma calle, libros viejos, grabados y otras curiosidades en Librairie du Levant; más libros raros en Kontrapas Bouquiniste (calle Bourgneuf, 36) y, como punto final, la iglesia Notre Dame de l’Assomption. No hay que alarmarse si al toparse con ella uno piensa que está en París, frente al rosetón de Notre Dame; es lo más parecido que hay. Muy cerca, aunque algo escondida, no nos vayamos sin comer algo en la brasserie Trinquet Saint-André (calle Jeu de Paume, 4), empotrada en el frontón más celebrado de Bayona. Y la mejor despedida, sentarse en alguna de las terrazas frente al río en ambas riberas de la ciudad.
Guía práctica
PARA COMER
- Le Garage. Bares, puestos de street food de proximidad, terraza y sesiones de DJ en un viejo hangar industrial de San Juan de Luz.
- Chez Mattin. En 1970, esta vieja tienda de comestibles en Ciboure pasó a ser un restaurante de cocina vasca que perpetúa el recetario familiar.
- Hétéroclito. Marisco y pescado fresco para compartir en un balcón sobre el Atlántico de atardeceres arrebatadores en Guéthary.
- L’Impertinent. Las recetas creativas de Sarah y Fabian Feldmann se nutren de productores locales y cuentan con estrella Michelin en Biarritz.
- Gaztelur. Un restaurante de concepto más amplio en Arcangues que incluye venta de antigüedades y miel de elaboración propia.
PARA DORMIR
- Hotel Le Madrid. Un caserón de estilo neo-Labourdin en Guéthary, cuya terraza frente al océano invita a deleitarse con la cocina de temporada del chef Stéphane Allard.
- Hôtel du Palais. La que fuera residencia imperial de Napoleón III y Eugenia de Montijo, levantada en 1854, es un alojamiento de gran lujo (a partir de 510 euros la noche) en la Grande Plage de Biarritz (hyatt.com).
- Villa Magnan. La ubicación de este palacete convertido en maison d’hôtes en Biarritz solo la conocen sus huéspedes: se facilita únicamente al confirmar la reserva a través de Instagram.
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