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Por el valle escondido de Theth

Aunque aún no podemos viajar como antes, no está de más hacer planes para cuando la situación lo permita, y qué mejor en los tiempos que corren de pandemia que pensar en destinos no concurridos, lejos de las urbes, en medio de la naturaleza. Como el valle de Theth, un parque nacional del norte de Albania bastante desconocido, solitario, apacible, al que se accede por caminos de montaña. Uno de los pocos lugares de Europa de no muy fácil acceso.

Durante siglos este valle vivió aislado, rodeado de las enormes y escarpadas paredes de los Alpes Dináricos. Hoy sigue quedando prácticamente incomunicado en invierno por las nieves. La mejor manera de llegar es desde Shkodra, a unos 70 kilómetros; su casco histórico y el castillo de Rozafa merecen una visita antes de emprender el viaje. En esta ciudad se puede alquilar un todoterreno, pero lo más recomendable es realizar el trayecto en uno de los traqueteados minibuses que hacen la ruta ya que los suelen conducir gente del valle. Aunque se está construyendo una carretera, los últimos 25 kilómetros, atractivos en cuanto al paisaje, son un serpenteante sendero de montaña, con curvas cerradas, en el que apenas pasa un coche: a un lado, la pared; al otro, el precipicio. Cuando se cruzan dos vehículos hay que parar y estudiar cómo y dónde pueden sobrepasarse para poder seguir el camino. Se suele tardar unas tres horas.

Al llegar al valle las vistas son espectaculares. Atravesado por el río del Theth (Lumi i Thethit), inmensas moles montañosas lo circundan, con imponentes picos como el Arapi, el Radohima y el Popluka que superan los 2.000 metros de altura. Este es el lugar donde viven las ninfas Ora y Zana, según creen los albaneses, como me cuenta María Roces, traductora del escritor Ismaíl Kadaré. El valle está cubierto de densos bosques de hayas y pinos con especies de flora endémicas, como la Wulfenia baldacci con sus tonos liláceos. Abundan las aves de presa, haciendo honor a que Albania, en albanés Shqipëria, significa el “país de las águilas”. Todo está salpicado de prados, almiares y varganales que jalonan las veredas. Las granjas ejercen de hoteles rurales donde se puede disfrutar de sus sabrosas hortalizas y lácteos, así como de un tradicional tavë kosi, cordero al horno con yogur y arroz.

La primera mención escrita que hay del valle es en un documento que data de 1485. Entonces tenía siete casas. En 1908 eran 180, según la antropóloga británica Edith Durham. Actualmente no serán muchas más, lo que le da esa sensación de soledad y sosiego, como si el tiempo se hubiera detenido. En su libro High Albania (1909), Durham lo definió como la “tierra del pasado viviente”. Su misma fascinación la sintió la escritora estadounidense Rose Wilder Lane, hija de la novelista Laura Ingalls (autora de La casa de la pradera), quien llegó aquí en los años veinte del siglo pasado en coche desde París. Se alojó en la kulla —casa fortificada— del actual museo etnográfico sobre la vida en las montañas, como cuenta en su libro Peaks of Shala (1923).

Lugar de clanes

Muchas familias del valle son del clan de los shala y dicen tener un ascendente común, Ded Nika. Sus antepasados llegaron aquí hace unos 350 años huyendo de los otomanos. Su aislamiento les permitió no ser islamizados como el resto del país y conservar su catolicismo, de lo que da fe la iglesia de piedra, decimonónica, en el centro del valle. Las casas tradicionales están diseñadas para facilitar su defensa. Durante siglos corrió mucha sangre en el norte de Albania, por las guerras entre clanes y contra los otomanos, razón por la que la zona es conocida como Brañas Malditas. Los litigios y venganzas estaban regulados por el tradicional kanun, un conjunto de leyes ancestrales que ordenaban la vida social y económica. Si, por ejemplo, un hombre moría a manos de alguien de otro clan, sus familiares tenían que vengarlo matando al asesino o a uno de sus familiares masculinos. Las posibles víctimas de una gjakmarrja, o venganza de sangre, se recluían en las llamadas torres del enclaustramiento, como la Kulla e Ngujimit del valle de Theth, una de las pocas que quedan en Albania. Salían cuando a alguno lograban matarlo o se solucionaba el litigio pagando un tributo, el intercambio de una palabra de honor (besa) o un matrimonio entre clanes. En los litigios mediaba el ­bajraktar, un caudillo local con funciones policiales y de juez de paz. El conductor que nos llevó hasta el valle, dueño de la casa rural que nos alojó, era bajraktar.

Lo más destacable de la zona es su impresionante naturaleza, de la que se puede disfrutar paseando a lo largo del río. Uno de sus atractivos naturales son las cataratas de Grunas, unas de las más altas de Albania con su caída de 30 metros y un estruendo ensordecedor. También la laguna llamada Blue Eye (Syri i Kalter), de aguas turquesas gélidas, alimentada por una cascada, inmersa en frondosa vegetación. Desde la aldea de Nderlysaj el sendero ascendente que lleva a Blue Eye atraviesa cañones, cascadas, piscinas de piedra, bosques, puentes y escalas de madera. A la vuelta se agradece una cerveza Tirana en el rústico merendero de Nderlysaj, sobre el río y mirando a las montañas.

Las noches en el valle también son impresionantes; la nula contaminación lumínica permite disfrutar del cielo estrellado en todo su esplendor.

Para los amantes del trekking está el sendero que lleva a Valbonë, unas siete horas de marcha. Podemos utilizarlo también como salida del valle. Dirigiéndonos después por carretera hasta Fierzë, en barco hasta Koman atravesando un escarpado cañón y desde aquí en coche de vuelta a Shkodra. La otra posibilidad es volver a “disfrutar” del camino de ida. Cuando regresamos, en nuestro traqueteado minibús viajaba gente del valle. Iban a un funeral. La noche anterior tres hombres se habían despeñado en su vehículo. Es mejor no pensar que también los lugareños, que conocen el camino, pueden sufrir un accidente y centrarse en apreciar durante el trayecto el espectacular paisaje montañoso sin mirar hacia abajo. La futura carretera facilitará el acceso al valle, lo que sin duda aguardan sus hospitalarios habitantes; pero también le hará perder ese carácter de paz y aislamiento que junto a su belleza forman parte de su encanto.

Manuel Florentín es editor y autor del ensayo ‘La unidad europea. Historia de un sueño’ (Anaya).

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