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Por pura decencia

Un hombre en silla, en un paso de cebra.Getty

Una vez más, el Partido Popular ha decidido rehuir el modelo alemán de Angela Merkel y aliarse peligrosamente con la ultraderecha para frenar una leve reforma del texto constitucional en su artículo 49. Su objeto era sustituir el término “disminuidos” por “personas discapacitadas”. El avance en materia de inclusión de ciudadanos con alguna discapacidad física o mental ha sido tan grande en las últimas décadas que incluso habría que preguntarse si no ha quedado obsoleta la expresión misma “personas discapacitadas”. En su lugar quizá sería más idónea la de personas con diversidad funcional, pues estas no carecen de capacidades, más bien sus limitaciones físicas o mentales les hacen desarrollar otras capacidades. Pero tanto el PP como Vox han hurtado a la ciudadanía un debate pedagógico sobre ello porque ha vuelto a prevalecer su voluntad de ejercer una oposición contraria a cualquier avance y mínimamente constructiva.

Probablemente el injustificable rechazo se deba también a que los populares vuelven asumir la agenda de la ultraderecha en su revuelta contra lo que consideran la tiranía de lo políticamente correcto. En esa rebelión ultra no solo está el rechazo contra el lenguaje inclusivo, sino también contra la igualdad como aceptación pública de las diferencias para que estas no se conviertan en desventajas. Pero el partido de Pablo Casado prefiere el seguidismo con la ultraderecha de Abascal para obviar que el reconocimiento del respeto hacia estas personas solo se consigue reivindicando una presencia pública de ellas mucho más positiva de la que normalmente existe. Una vía para ello es cambiar el lenguaje con el que nombramos las cosas, especialmente cuando afecta a grupos de personas vulnerables. El lenguaje importa porque produce consecuencias sobre la realidad. La ultraderecha lo sabe y por eso se niega a cambiarlo. Pero asimilar a las personas discapacitadas con el término “disminuidos” constituye una aberración para los estándares sociales contemporáneos, no solo porque daña su dignidad, sino porque les confiere una connotación negativa que los estigmatiza como seres infrahumanos o demediados.

Evitar convertir la diferencia en desviación, en un estigma o en una desventaja es algo por lo que las instituciones públicas deben luchar. Esa legítima reivindicación está vinculada con una idea de ciudadanía igualitaria que hace tiempo que asumió que fomentar la participación y la igual inclusión de las personas con discapacidades exige atender a sus necesidades particulares y a su dignidad. Y esto no solo implica la valoración positiva de la especificidad de sus formas de vida, sino una reorientación en la forma de hablar y de referirnos a ellos. Al contrario de lo que la popular Isabel Borrego piensa, los derechos de estas personas comienzan por el reconocimiento de su respeto, y una sociedad decente no debería permitir que su Ley Fundamental se refiera a ellos como personas disminuidas.


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