Hubo quienes dijeron que la pandemia nos volvería mejores. En diciembre de 2021, este diario publicó una investigación acerca de 251 miembros del clero español que habían abusado de menores. El trabajo fue entregado al Vaticano, que ordenó indagar. En enero de 2022, el escritor barcelonés Alejandro Palomas leyó en un artículo que la orden de La Salle se resistía a investigar esos delitos cometidos por sus miembros. Uno de ellos había abusado de él entre sus ocho y sus nueve años. Palomas tiene ahora 54 y decidió dar una entrevista a la Cadena Ser en la que dijo que, desde febrero de 1975 hasta la Navidad de 1976, “sufrí abusos por parte del hermano L., del Colegio de La Salle de Premià de Mar”. Narró con templanza cómo el religioso lo masturbó, cómo intentó violarlo, cómo nadie hizo nada para detenerlo aunque él dio señales de lo que sucedía. El 22 de febrero, poco después de conocerse su testimonio, una mujer lo escupió en la calle. Palomas lo contó en un tuit: “Anteayer me escupieron en la calle. Fue una señora. En Valencia (…) Se acercó, se bajó la mascarilla y me preguntó con una sonrisa si era Alejandro Palomas. Asentí. Entonces ella torció el gesto y me escupió a la cara: “Sois unos mentirosos hijos de p.”. En ese mismo hilo dijo: “Sentí una vergüenza inmensa. (…) Sin pensarlo, cogí el teléfono y llamé a mi madre. Enseguida entendí que no habría respuesta. Mi madre murió”. No somos mejores: somos los de siempre. Somos esa señora de Valencia que escupe a una víctima de abuso, somos esas madres y padres que les dicen a sus hijos “no habrá sido para tanto”, somos esos vecinos que acusan a los denunciantes de “buscar fama”. Somos los que preguntamos aún ahora, cuando se sabe que una persona abusada no habla cuando quiere sino cuando puede ―y a veces no puede nunca―, “¿Por qué no lo contó antes?”. No lo cuentan antes porque existen ustedes, señoras de Valencia. Por eso. Entre otras cosas.
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