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Por qué es ingenuo creer que el deporte y la política no tienen nada que ver

Quién iba a decirle a Donald Trump que la NBA acabaría convirtiéndose en su némesis, en la horma de su zapato. A menos de tres meses de las elecciones en que se juega su futuro político, el tuitero más célebre del mundo está intensificando su cruzada contra la más pujante y global de las ligas deportivas estadounidenses. Grandes estrellas del deporte de la canasta como LeBron James, Carmelo Anthony y Stephen Curry le merecen más tuits despectivos y agresiones verbales que rivales políticos como Kamala Harris o Joe Biden. Uno de los principales empeños del inquilino de la Casa Blanca parece ahora mismo insistir en lo muy politizada, lo muy radical y lo muy desconectada de la realidad cotidiana de los estadounidenses que se ha vuelto la NBA, y en cómo esa peligrosa deriva política la condena al “fracaso” y a la irrelevancia.

Sin embargo, más allá de ese universo paralelo en que se ha convertido la cuenta de Twitter de Trump, está la realidad que perciben el resto de mortales. Y en ella, la NBA no está fracasando. Al contrario. En los últimos meses, la suya es más bien una historia de éxito. Un ejemplo de cómo adaptarse a la nueva normalidad de manera eficaz sin poner en peligro ni su modelo de negocio ni la salud de los implicados.

Uno de los principales empeños de Donald Trump parece ahora mismo insistir en lo muy politizada, lo muy radical y lo muy desconectada de la realidad cotidiana de los estadounidenses que se ha vuelto la NBA, y en cómo esa peligrosa deriva política la condena al “fracaso” y a la irrelevancia

Justo lo que Trump, el presidente al que se atribuye una más que cuestionable gestión de la pandemia global que se ha cobrado más de 160.000 vidas en Estados Unidos, no ha sido capaz de hacer. Al líder republicano le resulta urticante el éxito de una liga que le desprecia desde que llegó al poder en noviembre de 2016. Ya en 2017, decidió retirarle al equipo campeón, los Golden State Warriors, la habitual invitación a visitar la Casa Blanca, harto de ser criticado por jugadores de la franquicia de Oakland como Curry, Draymond Green o Klay Thompson.

Silver contra todos

Adam Silver asumió un considerable riesgo el 11 de marzo de este año. Judío neoyorquino de 58 años, simpatizante demócrata y licenciado en Derecho y Ciencia Política, el alto comisionado de la NBA tomó la decisión de suspender la liga que preside muy pocas horas después de que el pívot de los Utah Jazz Rudy Gobert, diese positivo por covid-19. Fue el primer dirigente de una de las grandes ligas que se decidió a asumir la gravedad de la situación y adoptar medidas drásticas. Mientras tanto, en Europa, se disputaban aún, ante decenas de miles de espectadores, partidos de fútbol internacionales como el Valencia-Atalanta o el Liverpool-Atlético de Madrid, descritos días después por los expertos como “bombas víricas” que contribuyeron de manera significativa a la difusión de la enfermedad por el viejo continente.

Justo es reconocer que a esas alturas del partido sí daba la sensación de que la NBA estaba fracasando: la imagen de Gobert, un tipo extrovertido y con cierta fama de fanfarrón, tocando todos los micros de la sala de prensa de los Blazers para demostrar que no le tenía miedo “al virus chino” justo antes de que se confirmase su positivo dieron la vuelta al mundo. Se interpretaron como una prueba más del preocupante nivel de autoindulgencia e inmadurez de unos deportistas de élite que no entienden el mundo en que viven.

A mediados de junio, sin embargo, Silver anunció que la NBA iba a reanudarse muy pronto y que lo haría siguiendo un innovador protocolo para garantizar la seguridad de los jugadores. Así nació el llamado “proyecto burbuja”, que ha consistido en concentrar a 22 de los 30 equipos (los ocho que no tenían opciones reales de clasificarse para los playoffs fueron eliminados) en el complejo turístico de Disney World, en Bay Lake, Florida, muy cerca de la ciudad de Orlando. Allí se creó un entorno seguro en que los jugadores llevan más de un mes viviendo, entrenando y compitiendo sin apenas contacto con el exterior y sometiéndose a análisis diarios. Los equipos se instalaron en Florida a partir del 7 de julio y los partidos de lo que quedaba de temporada regular empezaron a disputarse, sin público en el pabellón, pero en condiciones de relativa normalidad, tres semanas después, el 30 de julio.

Adam Silver en los playoffs celebrados el pasado 19 de agosto en Lake Buena Vista, Florida. Foto: Getty

Hasta la fecha, arrancados ya unos playoffs que se prevén muy abiertos y apasionantes, no se ha registrado ningún positivo por coronavirus entre los 344 jugadores que han competido en la burbuja de Orlando. Y eso se debe, tal y como explica Derek Robertson en la revista Politico, no a que son “un grupo de hombres jóvenes, saludables, atléticos y con muy buena suerte”, sino sobre todo a que se ha aplicado un protocolo “muy riguroso y eficaz” y un modelo de confinamiento y cuarentena “tan innovador que casi parece cosa de ciencia ficción”. Robertson se queda corto al afirmar que en la NBA se ha estado a la altura del nivel de eficacia exhibido “por las mejores ligas extranjeras”: incluso entre los equipos que participan en las fases finales de la Champions League y la Europa League de fútbol, que se disputan estos días en sede única, se han registrado algunos positivos.

El béisbol no se confina

El contraste entre el expediente vírico inmaculado de la NBA y lo que está ocurriendo en la liga profesional de béisbol (MLB) resulta muy llamativo. La competición arrancó el 23 de julio con un protocolo de controles continuos similar al del baloncesto, pero una diferencia crucial: al tratarse de una competición al aire libre y con escaso contacto físico entre los jugadores, no se consideró necesario crear una burbuja que sirviese de trinchera infranqueable contra el virus. Los equipos siguen compitiendo en sus estadios habituales, aunque las gradas estén vacías, y eso implica largos y casi continuos desplazamientos. Tras los partidos, los jugadores se van a sus casas sin más instrucciones que limitar sus contactos sociales y adoptar las precauciones básicas.

Un artículo de Julia Naftulin en la revista ‘Insider’ insinuaba que el proyecto burbuja de Silver y su equipo podía acabar fracasando debido a la incontinencia sexual de las estrellas del baloncesto. Naftulin auguraba que iba a ser muy difícil que jugadores acostumbrados a un estilo de vida francamente promiscuo se resignasen a un largo periodo de abstinencia forzosa

Este sistema “razonable y respetuoso con las libertades individuales” gusta más a Donald Trump que el “campo de concentración de lujo” que Adam Silver ha instalado en Orlando. Pero los resultados están siendo muy distintos: los Marlins de Miami se han visto obligados a aplazar sus tres últimos partidos porque tienen 18 jugadores infectados. Los Cardinals de San Luis acumulan ya 13 bajas por covid-19 y llevan sin competir desde el 29 de julio. 21 jugadores han decidido acogerse al derecho a abandonar la competición por razones sanitarias que les reconoce el protocolo aprobado hace un mes. Tal y como dice Derek Robertson, “si no cambia nada substancial en las próximas semanas, la NBA cerrará su temporada 2019-2020 con un campeón que todos reconocerán como serio y legítimo, porque se ha competido en condiciones más que aceptables. En cambio, en la MLB se siguen jugando, por pura inercia y por terco orgullo, partidos que ya a casi nadie interesan, y el equipo que se proclame campeón en septiembre siempre será un campeón entre comillas”.

Hace un mes, un artículo un tanto malicioso de Julia Naftulin en la revista Insider insinuaba que el proyecto burbuja de Silver y su equipo podía acabar fracasando debido a la incontinencia sexual de las estrellas del baloncesto. Naftulin auguraba que iba a ser muy difícil que jugadores acostumbrados a un estilo de vida francamente promiscuo se resignasen a un largo periodo de abstinencia forzosa. Parecía probable que acabasen colando en las instalaciones a parejas eventuales, aficionadas o profesionales del sexo, y ese iba a ser el caballo de Troya que introduciría el virus en la ciudadela inexpugnable.

“Siete semanas sin sexo pueden ser nefastas para el rendimiento deportivo de los atletas de élite”, decía Naftulin basándose en informes de psicólogos, “además, los jugadores no van a resignarse y encontrarán la manera de saltarse las restricciones”. Nada de eso ha ocurrido. Silver, al que algunos artículos periodísticos sobre liderazgo en tiempos de pandemia ponían a la altura de líderes políticos como la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern o la canciller alemana Angela Merkel, está a punto de coronar con éxito su experimento de ingeniería social y deportiva de vanguardia. Ni siquiera las ganas de sexo se han interpuesto en su camino.

El jugador Jonathan Isaac (de pie en el centro) es el único de los Orlando Magic que no se arrodilla durante el himno ni lleva la camiseta con el lema “Black Lives Matter”. En la imagen, antes de jugar contra los Brooklyn Nets en Lake Buena Vista, Florida, el pasado 31 de julio 2020. Foto: Getty

De rodillas ante el himno de los Estados Unidos

El que sí se ha cumplido es el vaticinio de muchos analistas de que esta temporada de la NBA iba a ser recordada, con o sin burbuja, como la más politizada de la historia. El asesinato de George Floyd el pasado 26 de mayo lo ha hecho poco menos que inevitable. Cuando Colin Kaepernick decidió arrodillarse mientras sonaba el himno de los Estados Unidos, en agosto de 2016, impugnando así la tradición centenaria de escucharlo de pie y con la mano sobre el pecho, la suya se interpretó como una postura respetable pero un tanto extrema, propia de un jugador con convicciones morales y políticas mucho más firmes de lo habitual entre sus compañeros de profesión. Los demás jugadores de su equipo, los San Francisco 49ers, tardaron varios partidos en decidirse a secundarlo hincando la rodilla en señal de rechazo al racismo y la brutalidad policial.

Hoy, casi tres meses después de la muerte de Floyd, tanto en la NFL como en la NBA, las dos ligas que Trump aborrece, arrodillarse es la norma y escuchar el himno de pie, la excepción. El presidente tuiteó hace unos días que el deporte le entusiasma, pero que cambia de canal cada vez que ve a un jugador echando la rodilla a tierra cuando empieza a sonar el himno, y considera que los buenos patriotas deberían hacer lo mismo. La suya, por mucho que le duela, es una actitud minoritaria. El grueso de los aficionados al deporte no siente un rechazo frontal por el que consideran un acto propio de la nueva normalidad post George Floyd.

Es más, desmintiendo en cierta medida las acusaciones de sectarismo de comentaristas conservadores como Ben Shapiro, los jugadores de la NBA han conseguido quitarle algo de hierro a la polémica mostrando respeto hacia los escasos disidentes que se han decidido a romper el consenso y escuchar el himno de pie. Es el caso de Jonathan Isaac, cristiano rigorista de origen puertorriqueño que dice que solo se arrodilla “ante Dios”, pero no ha tenido inconveniente en afirmar que, para él también, las vidas de los negros sí que importan. Sus compañeros en Orlando Magic le han apoyado sin fisuras, insistiendo en su derecho a expresar sus convicciones. Los que han querido ver en Isaac a un Kaepernick conservador (el héroe solitario que puede provocar con su actitud un cambio de tendencia) tendrán que esperar. Posturas de abierta discrepancia como la suya siguen siendo, de momento, muy poco habituales. Pero la evidencia de que están siendo comprendidas y aceptadas ha sido una excelente propaganda para la NBA.

En el Garden con Spike Lee

Los años en que Donald Trump frecuentaba el Madison Square Garden quedan ya muy atrás. Hoy, aborrece el baloncesto, un deporte que, en su opinión, ha dado la espalda a los valores estadounidenses “arrodillándose ante China, despreciando nuestro himno y nuestra bandera y abrazando el radicalismo y la violencia”

Los años en que Donald Trump frecuentaba el Madison Square Garden quedan ya muy atrás. Nacido en Queens y seguidor de los New York Knicks desde la infancia, el magnate neoyorquino acudía muy a menudo al coliseo de la Séptima avenida ya en los primeros noventa, en compañía de su segunda esposa, la modelo y actriz Marla Maples. En años posteriores, se convirtió en huésped habitual del palco privado de su buen amigo James Dolan, propietario del equipo, aunque tampoco era infrecuente que se instalase en la cotizadísima (y muy mediática) primera línea de asientos, junto al actor Elliott Gould, el presentador Howard Stern, el tenista John McEnroe e incluso dos viejos conocidos que hoy son detractores feroces de sus políticas, Spike Lee y Jack Nicholson.

Pese a su intensa relación afectiva con los Knicks, el actual presidente de los Estados Unidos había dejado de acudir a partidos de la NBA mucho antes de que la competición se interrumpiese el pasado 11 de marzo. Hoy, aborrece el baloncesto, un deporte que, en su opinión, ha dado la espalda a los valores estadounidenses “arrodillándose ante China, despreciando nuestro himno y nuestra bandera y abrazando el radicalismo y la violencia”.

Trump detesta la NBA y le augura “un pésimo futuro” si sigue asociando su imagen al movimiento Black Lives Matter, al que el presidente considera responsable de casi todo lo que va mal ahora mismo en los Estados Unidos, de la incipiente crisis económica a la expansión del nuevo coronavirus, pasando por “la barbarie y el vandalismo” que padecen, en su opinión, ciudades como Chicago, Seattle, Portland o Minneapolis. Trump aborrece el baloncesto incluso más que el fútbol americano. Porque si hay un deportista que le resulta más odioso que el gran abanderado del Black Lives Matter, Colin Kaepernick, ese es LeBron James. El hombre que incluso amenazó con presentarse a las primarias demócratas porque, según argumentaba, “Trump es un peligro para nuestro país y para el mundo y hay que hacer lo posible para sacarlo del Despacho Oval”.

Donald Trump lanzando la pelota durante un partido de béisbol celebrado en la Casa Blanca el 23 de julio para celebrar la inauguración de las grandes ligas. Foto: Getty

Deportes de izquierdas y de derechas

Los deportes de cabecera del presidente son ahora mismo el béisbol y el hockey hielo, que considera mucho menos politizados y regidos por “el sentido común, la sensatez y el patriotismo”. El pasado 5 de agosto, en una nueva demostración de que se le olvida sumar y restar siempre que le conviene, Trump anunciaba en Twitter que los partidos de la NHL, la principal liga de hockey hielo, estaban siendo “un enorme éxito” mientras que los índices de audiencia de la NBA seguían cayendo “en picado”.

Lo que está ocurriendo en realidad es justo lo contrario. Los encuentros del playoff de la Stanley Cup de hockey hielo, que empezaron a disputarse el 1 de agosto, tienen una audiencia media un 62% inferior a la de la NBA. Trump, con su incorregible tendencia a fomentar antagonismos y a avivar el fuego de las guerras culturales, está suscitando comparaciones odiosas y ha conseguido desatar una tormenta en un vaso de agua. Gracias a su cruzada contra las ligas profesionales que percibe como hostiles, hoy, en Estados Unidos, hay deportes republicanos y deportes demócratas, deportes de derechas y deportes de izquierdas, deportes que se llevan la mano al corazón y deportes que se arrodillan, deportes que se resisten a la evidencia científica y se infectan y deportes que se confinan y se atrincheran en burbujas para preservar la salud.

Si los Lakers de LeBron James se proclaman campeones de la NBA cuando acabe la competición, a primeros de octubre, muchos (tal vez los más politizados y menos aficionados al deporte) verán en ello una victoria del partido Demócrata y una derrota de Trump. Puede parecer injusto y reduccionista, pero resulta incluso lógico cuando el presidente insiste una y otra vez en que LeBron no puede compararse a Michael Jordan, porque Jordan, además de un deportista excepcional, “era un buen estadounidense y nunca mezcló política y deporte”.

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