Los malos datos de popularidad y el trasiego de rumores en la gran feria política que es Washington están erosionando la figura de Kamala Harris, la mujer que, pronto hará un año, hizo historia al convertirse no solo en la primera vicepresidenta de Estados Unidos, sino también en la primera persona negra en conseguirlo. A juzgar por los sondeos, el desgaste del Gobierno ha pasado más factura a Harris que al presidente, Joe Biden. Y en la capital se ha instalado un relato sombrío: han proliferado artículos que hablan de la frustración de su equipo por la falta de protagonismo que ha obtenido en estos meses; su portavoz, Symone Sanders, acaba de anunciar su marcha y hace unas semanas hizo lo propio su directora de comunicación, Ashley Etienne, después de un reportaje demoledor de la cadena CNN, que obligó a Harris a salir a desmentir problemas con Biden.
La de vicepresidente de Estados Unidos es una posición muy particular. Se encuentra a un peldaño de la oficina más poderosa del mundo y, al mismo tiempo, salvo una fatalidad, sus funciones parecen meramente cosméticas de puertas afuera, aunque acabe siendo la persona a la que más consulte el presidente, como Biden describe su periodo de número dos a la sombra de Barack Obama. Una vez, Benjamin Franklin propuso dar tratamiento de “su superflua excelencia” a quien ocupase el puesto de vicepresidente. Nelson Rockefeller, que desempeñó ese papel con Gerald Ford (1974-1977), resumió así su trabajo: “Voy a funerales, voy a terremotos”. Thomas Marshall, vicepresidente de Woodrow Wilson (1913-1921), definió el puesto de “cataléptico”: “No puede hablar, no puede moverse, no siente dolor, es perfectamente consciente de todo lo que pasa, pero no participa en ello”.
Todo, sin embargo, cambia cuando la persona bajo la lupa es alguien que ha generado tanta expectación. Harris, además de haber roto uno de esos machacones techos de cristal, trabaja para un hombre que acaba de cumplir 79 años, lo que desde el principio ha alentado las elucubraciones sobre su relevo para las elecciones de 2024, a pesar de que el demócrata ha insistido en diversas ocasiones que planea presentarse de nuevo, en buena parte, como forma de acallar el ruido sobre este asunto y generar más estabilidad. Los vicepresidentes han sido candidatos naturales a la presidencia ―el propio Biden, George H. W. Bush o Richard Nixon pasaron por el cargo antes―, pero surgen muchas dudas sobre la capacidad de Harris de ganar unas elecciones presidenciales.
El promedio de los sondeos que elabora Real Clear Politics sitúa el porcentaje de apoyo en el 40%, dos puntos por debajo de Biden (42%), y un análisis de Los Angeles Times, que hace el seguimiento más pormenorizado (Harris es californiana), destaca que sus datos son peores que los de Biden cuando era vicepresidente, los de Al Gore (vicepresidente con Bill Clinton) e incluso los de Dick Cheney (número dos de George W. Bush).
Aunque no es el único, el machismo es uno de los grandes factores que ayudan a explicar el descontento. El principal rechazo a Harris proviene de los hombres, cuyo ratio de apoyo es 18 puntos inferior al de las mujeres. La vicepresidenta es objetivo constante de los ataques más sexistas no solo en redes sociales, sino también en la televisión conservadora. El presentador de Newsmax Grant Stinchfield emitió vídeos de Harris riendo y la vinculó a las “brujas malvadas del oeste”. Además, los mensajes que atribuyen su carrera política a supuestos romances pasados proliferan desde las elecciones.
Patti Solis Doyle, estratega política que llevó la campaña de Hillary Clinton en 2008, advierte del doble rasero que sufren las mujeres en política, cómo el simple hecho de aspirar a un puesto de poder erosiona su imagen. “Antes de anunciar su candidatura, cuando Clinton era secretaria de Estado, su apoyo rondaba el 70% y fue dar el paso y caer en picado”. También, añade, pesa el escaso tiempo que ha tenido Harris hasta ahora de definir su papel. “Al vicepresidente Al Gore le llevó unos años ser identificado con su lucha por el clima, Biden se convirtió en la persona a la que Obama le consultaba todo y el vicepresidente Mike Pence [con Donald Trump] acabó como zar contra la pandemia, pero eso fue al final”.
Cuando se le pregunta a Larry Sabato, director del Centro de Políticas de la Universidad de Virginia, si existe algo de sesgo racial o de género en la baja popularidad de Harris responde: “¿Es el Papa argentino?”. Sabato, analista electoral de referencia en Estados Unidos, señala que aquellas que son pioneras en algo, que rompen algún techo de cristal, “cargan con el peso especial de demostrar que ‘valen’ para el cargo, lo cual es injusto, pero ¿hay algo justo en política?”. Añade, además, que a la vicepresidenta “le han asignado tareas muy difíciles, como la inmigración, y no hay nada que ganar con ese tema, todos los bandos van a encontrar cosas que criticar en cada movimiento”.
En efecto, Biden encargó a su número dos la gestión de un espinosísimo asunto, la presión migratoria en la frontera sur con Estados Unidos, con la que hay mucho que perder y la única victoria política es salvar los muebles. En su primer viaje internacional como vicepresidenta, la visita a Guatemala y México el pasado mes de junio, Harris fue la encargada de decir a los inmigrantes sin papeles de Centroamérica que huyen de la miseria: “No vengan a Estados Unidos”, cuatro palabras que le garantizaron una lluvia de críticas de los votantes progresistas.
Cualquier movimiento de apertura, en cambio, se convierte en munición para los republicanos que acusan a la Administración demócrata de abrir las fronteras a todo el mundo, cuando Biden ha mantenido algunas de las políticas más restrictivas de la era de Trump. El flujo migratorio ha dejado cifras récord desde la llegada de Biden con la detención de 1,7 millones de personas desde septiembre del año pasado, el mayor número registrado nunca.
También hay un efecto arrastre obvio de la baja popularidad del presidente que ha ocurrido habitualmente en cada Administración. El historiador Julian Zelizer, profesor de Políticas Públicas en la Universidad de Princeton, apunta que ella, además, “no ha estado especialmente visible en los últimos meses y, en un momento en el que los ratios de aprobación caen para el presidente, tiene sentido que el vicepresidente, que ya normalmente no suele ver reconocidos sus logros, acabe en un lugar peor”.
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