Todos los años por estas fechas vuelve la ofensiva por la jornada continua (es decir, intensiva y de mañana) a la escuela pública (estatal), con apoyo unánime del profesorado y entre un sector menor de las familias. No voy a discutir aquí sus efectos: sobre sus bondades académicas, toda (sí, toda) la investigación y los datos disponibles dicen lo contrario o que son escasos; sobre sus beneficios extraescolares y familiares, que pueden ser inferiores a los perjuicios y, en cualquier caso, solo lo sabe cada familia.
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Dejando de lado la agitprop docente y suponiéndolas informadas, comprendo a las familias que piden jornada continua. Seguro que tienen tiempo, capital cultural y recursos suficientes para que el almuerzo y la tarde enriquezcan las vivencias y aprendizajes de sus hijos, entre el hogar y la rica oferta del mercado, incluyendo lo que la escuela promete y no asegura: segunda lengua, fluidez digital, trabajo en equipo, actividad física… Puede que les hayan dicho que en las aulas se aburren o, peor, que a la típica pregunta: “¿Qué habéis hecho hoy?”, hayan dado la típica respuesta: “Nada”, o sea, nada que merezca contarse. Incluso si el alumno tiene dificultades académicas, es fuera, no dentro, donde encontrarán el refuerzo necesario; o puede que sea más simple, que el nuevo horario encaje mejor en su logística. Se oponen al cambio, por razones inversas, las familias que ven a sus hijos apurados por el esfuerzo regular de la jornada partida, que no esperan encontrar algo mejor fuera de la escuela o que se ven o prevén incapaces de asegurar el tiempo de cuidado. Aunque sus problemas sean variados, tienen en común ser menos vocales y menos escuchadas.
Más fácil es comprender a los docentes: se irán antes a casa, todos somos humanos; lo difícil es encajarlo en una ética profesional. Primero, por ser juez y parte: en cualquier órgano colegiado adulto es norma legal o práctica usual que quien tiene un interés propio en una decisión se abstenga en ella, pero el profesorado, con un notable poder sobre su público (alumnos y, por ello, familias) se emplea a fondo en los consejos escolares y por doquier. Segundo, por la unanimidad aparente en que “está demostrado”: hasta donde hay “demostraciones” dicen lo contrario, pero el magisterio no es precisamente gran lector (y menos de literatura científica), y la experiencia personal ni tiene validez general ni dice eso (quien crea que la tarde es mala, pregunte por la cuarta hora de la mañana en verano… y se imaginará la quinta en continua); de hecho, las concepciones espontáneas del profesorado sobre el tiempo, desde esta a la idoneidad de la primera hora matinal, pasando por el horario en parrilla o las largas vacaciones veraniegas, son muy desacertadas.
Pero hay aspectos más preocupantes, no sobre el horario sino sobre la escuela en general. El primero, ya aludido, es la débil relación entre ciencia y docencia. En el profesorado de la infantil y primaria sabemos que es una brecha omnipresente, de la formación inicial al ejercicio profesional; en el de secundaria se presume la actualización en su especialidad pero se constata la tendencia a creer que eso ya asegura una buena docencia y, con ello, todo lo necesario para el aprendizaje; el error de poner las asignaturas consideradas más difíciles a primera hora, por ejemplo, ha sido ubicuo, y el de hacer madrugar a los adolescentes más que a los niños, aun peor.
El segundo es la cultura burocrática, homogeneizadora e iliberal que destilan los procesos decisorios. Si unas familias quieren jornada partida y otras continua, si las votaciones frustran, en mucho pero por poco, una y otra vez a una u otra parte, si la inmensa mayoría de los centros tienen dos o más líneas (grupos por curso) ¿por qué imponer un único horario en vez de ofrecer ambos? La dificultad técnica es desdeñable ―sería alarmante oír lo contrario―, el horario laboral docente permite cualquiera de los dos lectivos e instalaciones y concentraciones se verían algo aliviadas. Es chocante que una institución en la que la diversidad es ya una letanía se enroque en ignorarla entre las familias. Tolstói abrió Ana Karenina con una frase lapidaria: “Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.” Ignorar lo segundo e imponer lo primero a su manera, la de la escuela, es algo para lo que solo se me ocurren tres motivos: la convicción de que la victoria está cerca y no hacen falta medias tintas, una Schadenfreude invertida o la incapacidad de pensar fuera de la caja.
Queda lo más importante: ¿necesitamos los horarios actuales?; ¿es preciso entrar y salir todos a la misma hora?; ¿son funcionales parrillas que dividen el día en horas… de 45 minutos, saltando de una asignatura a otra?; ¿tiene sentido enseñar a todos lo mismo al mismo tiempo?; ¿no se parece demasiado a la fábrica, cuartel, ambos en extinción, o a esa programación televisiva que nuestros alumnos remezclan? El horario cuartelario correlato del aula-huevera, el libro de texto y el maestro normalista, alejó definitivamente a la escuela de la scholé griega, el aprendizaje como ocio libre, enfocado y creativo, pero tuvo sentido para masificar una enseñanza elemental low cost, la única posible, y seleccionar con legitimidad (no justicia ni eficacia) a unos pocos, que era el propósito. Hoy queremos educarlos mucho y con éxito, desde su diversidad compleja, creciente y cambiante, pero seguimos procesándolos por lotes. La reflexión profesional y la investigación académica advierten que tratar homogéneamente situaciones heterogéneas (re)produce la desigualdad, pero ni caso.
Aunque es necesario diversificar contenidos, procedimientos, espacios, secuencias y ritmos, aquí solamente hablamos de horarios escolares. Los actuales nacieron cuando el eje obligado era la lección (leer al alumnado un libro que no tenía), las ratios por aula doblaban las actuales, la disciplina era el valor central, equidad se entendía como homogeneidad burocrática y la complejidad de un horario diversificado y adaptativo habría sido inmanejable. Hoy sabemos que los alumnos aprenden igual o más trabajando de forma autónoma y colaborativa y contamos para ello con tecnología potente, personal, conectada y adaptativa; como sabemos que necesitan en distinto grado y forma la atención colectiva, grupal o individual del docente. Hay aplicaciones para gestionar y coordinar con precisión y en tiempo real cualquier cantidad de agendas docentes y discentes, como ya se hace en muchas clínicas con sanitarios y pacientes y en otros servicios personales, en la movilidad urbana con conductores y pasajeros o vehículos y plazas de aparcamiento, etcétera. De hecho, menudean (no aquí) los centros, redes y distritos cuyos horarios concentran las actividades comunes en el medio y las desagregadas al nivel grupal o individual en los extremos y flexibilizan las horas de entrada y salida en beneficio de alumnos y familias ―experiencias habitualmente asociados a espacios innovadores y aprendizaje por competencias y/o de dominio―.
En toda organización, la cuarta dimensión del espacio es el tiempo; por eso, aunque una escuela no puede abrir 24/7, con la pandemia no faltaron centros que desagregaran entradas y salidas o desplazaran actividades a las tardes, además de combinar trabajo presencial y en línea o establecer turnos. Otra respuesta, que reverbera ahora, fue aprovechar la confusión para introducir la jornada continua. La emergencia ha hecho aflorar vías de innovación y transformación, pero quienes solo quieren más de lo mismo tampoco descansan.
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