Es un juego de salón conocido: ¿qué salvarías en tu casa de un incendio? Ahora no es un juego, en La Palma afrontan ese dilema. “Primero las cosas sentimentales, las fotos, los cuadros”, le decían a mi compañero Antonio Jiménez Barca en su reportaje. Lo extraño, a diferencia del juego, es el tiempo. La lava va muy despacio, es una tragedia a cámara lenta, y quizá es peor poder pensar. Les daban una hora para recoger sus enseres. Al día siguiente, 15 minutos. ¿Cómo entras en tu casa por última vez? ¿Cómo miras todo, para no olvidarlo? ¿Lo fotografías todo, haces un vídeo, y para qué, si quizá luego no eres capaz de verlo? Si a veces hasta da pena dejar una habitación de hotel. No quiero ni pensar cómo se encoge el alma, cómo se mueve la mano en el aire yendo de una cosa a la otra, sin saber con cuál quedarse. Si algunas mañanas la pasas por las perchas y no sabes qué ponerte. La despedida, cuando no te quieres despedir, es una de las cosas más tristes. La Palma es como el andén de una estación, donde la gente dice adiós a parte de su vida, que desaparece a una cierta hora.
“¿Lo indispensable?, ¿qué es ‘lo indispensable’?”, se preguntaba Carmen, una vecina, ante un agente que le explicaba que tenía el tiempo justo para ir a su casa. Hay momentos del telediario, oyendo la radio, en una buena crónica, en que sientes que la suerte de un desconocido es la tuya propia. Estas preguntas te pillan desentrenado, sientes que nos ocupamos poco de lo indispensable. Aquí querría ver a Marie Kondo, la japonesa que enseñaba a ordenar la casa de forma muy relajada y espiritual, desprendiéndose de lo superfluo, a ver cómo hacía eso al revés y corriendo.
Hace unos años un fotógrafo hizo una serie de imágenes pidiendo a muchas personas que reunieran lo que salvarían de un incendio. Lo que elegían, salvo cosas muy prácticas (documentación, dinero) estaba siempre relacionado con la memoria y la identidad: todo aquello que te ayuda a recordar a tus seres queridos, quién eres y de dónde vienes. Para no perderte más de lo que estás. Porque esto del volcán es otra cosa más que nos vuelve a pasar que es muy rara. Te dan ganas de probar a ser supersticioso, empezar a mirar el horóscopo, poner velas a santos. Nuestra relación con lo inconcebible últimamente es demasiado intensa: el virus, Filomena, el canal de Suez, los talibanes, el volcán, un italiano campeón olímpico de los cien metros lisos.
Lo otro que es muy metafórico es esa lentitud de la lava, esa tranquilidad destructiva. Estamos acostumbrados a que todo sea rápido y ya. Lo que avanza de incógnito y no se detiene impresiona mucho más, porque solo creemos en lo que vemos. Cuando por fin lo vemos, no nos lo creemos. Buscando algo en un cajón o en el ordenador te encuentras con fotos de hace años, que te pillan por sorpresa, y piensas: no puede ser. No te crees que el tiempo, tan lento, te haya llevado tan lejos. La velocidad mínima, el largo plazo, crea realidades increíbles: un matojo se convierte en un árbol enorme, un día acabas de pagar la hipoteca. Pero con las amenazas es peor, tienes una falsa sensación de seguridad. También ahora sabemos cosas que seguramente van a pasar en veinte años y no hacemos nada.
Gracias al cielo la erupción de La Palma no es culpa de nadie, y los políticos andan como perdidos. Es algo sobre lo no se puede discutir (aunque no los subestimemos, necesitan tiempo). Solo se puede callar, ir allí de visita. Qué saludable ha sido que el acontecimiento de la semana sea apolítico, absolutamente real.
En fin, sé que no tiene nada que ver con el volcán, pero por si no lo han notado estoy todo el rato pensando en el cambio climático.
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