Las protestas de julio pasado en varias ciudades de Cuba transmitieron un mensaje inédito en la isla en los últimos 62 años. Por primera vez se hacía pública, o intentaba hacerse pública, la protesta de un significativo porcentaje de su población, sin miedo a ser tachada de traidora a la patria por expresar su disconformidad. Lo que persistía era el miedo a la represión del régimen, y ha llegado ya. El Gobierno ha empezado los juicios que afectarán a hasta 790 personas, en su mayoría jóvenes, por participar en las protestas. Las marchas comenzaron en el pequeño pueblo de San Antonio de los Baños y se extendieron por más de 60 ciudades para exhibir el hartazgo de una población sometida desde hace décadas a todo tipo de penurias. Fueron en su mayoría manifestaciones pacíficas, pero el Gobierno contestó con extrema dureza. Cerca de un millar de personas fueron detenidas, y todo atisbo de apoyo a los encarcelados fue perseguido con saña en los últimos meses.
Las explicaciones del Gobierno sobre los procesamientos representan el último acto de una escalada represiva desproporcionada y seguramente ineficaz. La Fiscalía General sostiene que los manifestantes “atentaron contra el orden constitucional y la estabilidad del Estado socialista”. En gran parte de los casos, las penas que pide son muy elevadas: cientos de personas pueden ser condenadas a entre 6 y 15 años de cárcel, y varias decenas, acusadas de sedición, se enfrentan a entre 20 y 30 años. Esas penas son un despropósito. El Gobierno cubano quiere evidenciar que no serán toleradas nuevas protestas, y su aspiración de fondo es el escarmiento en cabeza ajena para potenciales protestas, pese a la continuidad previsible del deterioro de las condiciones de vida.
La dureza de un embargo que acaba de cumplir 60 años, recrudecido durante la Administración de Donald Trump y sostenido en los mismos términos por Joe Biden, sigue teniendo efectos devastadores, pero detrás del estallido social anida un profundo malestar popular. Enviar a la cárcel a cientos de jóvenes para contener las manifestaciones de descontento solo niega el problema, aplaza la posibilidad de soluciones y revela, una vez más, la obstinación controladora y opresiva del Ejecutivo. La disconformidad crece en la isla y el derecho a manifestarla, recogido en la propia Constitución cubana, es inalienable. Son muchos quienes dentro y fuera del país piden al Gobierno que abandone la persecución penal como arma política y se abra a un diálogo con los sectores críticos. Los juicios ya iniciados tienen todos los componentes de abuso de poder y falta de proporcionalidad manifiesta. Su desarrollo solo traerá más frustración y más dolor estéril.
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