La nueva ola de coronavirus que comenzó en Europa a principios de otoño en países del este con bajísimas tasas de vacunación, como Rumania, Bulgaria y Serbia, avanza sin tregua por el resto del continente, y encuentra a su ciudadanía cansada de vivir bajo el yugo de una pandemia. El temor a la nueva variante ómicron y la subida de contagios alimentan ese hartazgo y la extraña sensación de vivir en un bucle desesperante. Con toda probabilidad la situación obligará a adoptar nuevas restricciones, como ha sucedido en países como Austria, que introdujo un controvertido bloqueo para los no vacunados el 15 de noviembre, pasando posteriormente al bloqueo total; restaurantes y cafés, lugares de ocio y tiendas no esenciales han sido cerrados. Otros países como Alemania, Bélgica y Países Bajos también endurecen sus medidas.
Esa mezcla de resignación y de cansancio que hay latente en la sociedad podría ser un polvorín si los gobiernos no manejan con suficiente prudencia la adopción de las medidas sin atender a ese estado de desánimo. Las primeras muestras de ese hartazgo las hemos visto en las manifestaciones que tuvieron lugar el fin de semana del 20 al 21 de noviembre en ciudades como Viena, Bruselas, Ámsterdam y Róterdam. Nada hace pensar que los altercados vayan a parar si el virus avanza y los gobiernos de las capitales europeas deciden bloqueos, restricciones, medidas como el pasaporte covid, o aumento de las restricciones para los no vacunados. Varias de esas medidas son impopulares y solo una explicación satisfactoria y razonada de su motivación podrá paliar potenciales reacciones de rechazo. A ese efecto, por ejemplo, fueron poco edificantes las declaraciones que hizo Mark Rutte, antiguo primer ministro holandés, al calificar a los violentos manifestantes de “idiotas”. Sus palabras sonaron a esos “deplorables” de Hillary Clinton cuando se refería a los votantes de Donald Trump.
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Estigmatizar a movimientos tan heterogéneos como los que están saliendo a las calles europeas estos días podría tener efectos negativos sobre el objetivo mayor de frenar el alcance de la nueva ola. Las reacciones emocionales e impulsivas son parte de la gasolina que nutre a los populismos, puede hacerles ganar centralidad y permear en capas hasta ahora insensibles a esa llamada emocional. La experiencia de la última década enseña que ese descontento suelen capitalizarlo dirigentes de extrema derecha, como ha sucedido en otras ocasiones, con el consiguiente riesgo de contagio en todo el continente. En Francia, por ejemplo, con elecciones a la vista, Marine Le Pen no ha dudado en convertirse en la crítica principal del pasaporte de vacunas de Emmanuel Macron. Y lo mismo sucede con la AfD alemana y el FPÖ austriaco. Hay algunos países de nuestra vecindad que no desaprovecharán la ocasión de azuzar ese descontento a través de bots y teorías negacionistas conspiranoicas para desestabilizar y fragmentar a las sociedades europeas. Los ingredientes, aunque vengan de los márgenes de la política, son demasiado susceptibles de inflamarse. Sin una mezcla convincente de persuasión, prudencia y empatía a la hora de adoptar y transmitir las nuevas medidas será más difícil obtener la conformidad de la sociedad con nuevas restricciones que parecían ya cosa del pasado.
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