Daniel Ramírez habla lento. Sorprende la cantidad de cicatrices que tiene en sus antebrazos, recuerdos de cortes realizados con paciencia, en orden, siempre paralelos uno de otro. Dice que vive de la venta del cartón que junta en la calle. El martes por la noche consumió una de las 20.000 dosis de cocaína adulterada que ya mataron a 23 personas en la periferia oeste de Buenos Aires. “Consumí solo y me empezó a agarrar mareo, se me nublaban los ojos”, dice ante la puerta del Hospital Carlos Bocalandro, en San Martin. Acaba de recibir el alta. “Hay siete, ocho que fallecieron tomando la cocaína esa. Tengo un amigo que falleció por esto, se llamaba Pata, y otros se sentían mal”, relata con una voz sin sentimiento.
La esposa de Daniel Ramírez tiene el cabello rojo fuego y gesticula cuando habla. “No vivimos en Puerta 8, nada que ver. Puerta 8 es para allá”, señala hacia el oeste, “y nuestra casa es para el otro lado”. Su esposo asiente con la cabeza, y sin dar detalles dice que compró la droga “en otro lado, bien lejos”. Nadie quiere hablar de Puerta 8, una barriada minúscula de calles de tierra y pasillos angostos donde se cortó la droga mortal. Las autoridades encontraron enseguida la casilla donde se había “cocinado” la cocaína, porque cuando se produjeron las muertes llevaba cuatro meses tras la pista de los narcos del lugar.
Este jueves, diluvió en Buenos Aires y para ingresar a Puerta 8 hay que caminar sobre barro. Unas 200 familias viven hacinadas en solo cuatro manzanas, ubicadas en un triángulo entre la autopista del Buen Ayre, un arroyo y la antigua ruta 8. El centro de la ciudad de Buenos Aires está a poco más de una hora en coche. Hay un almacén improvisado tras una ventana y una mujer vende frutas y verduras en un garaje. En la misma calle hay una iglesia evangélica. “Aguante Boca”, dice un joven que pasa delante de un mural con el escudo del club River Plate. Es todo lo que dirá. En Puerta 8 nadie habla, nadie ve y nadie escucha. El miércoles, la policía detuvo a una decena de personas a las que vinculó con la droga adulterada. Caminó entre casas de colores chillones mezcladas con otras de ladrillo a la vista. Un día después, los niños se ocultan detrás de las cortinas o hacen señas a los visitantes desde los pasillos. Una madre joven con un bebé en brazos pide no hablar. “Preguntá a otra vecina”, dice.
El temor a los narcos se respira en el aire. Puerta 8 es un centro de narcomenudeo, adonde acuden en su mayor parte cartoneros y recicladores de basura que trabajan en el llamado “cinturón del Ceamse”, creado en esa zona en los años ochenta por la dictadura para administrar los residuos de la ciudad de Buenos Aires. La cocaína de Puerta 8 es barata, menos de la mitad del valor de mercado. A cambio, el cliente recibe una droga muy “estirada” con algún polvo inocuo, como ibuprofeno. Pero esta vez, fue distinto. Una decena de miembros del personal sanitario de la municipalidad intentaba este jueves detectar casa por casa a posibles víctimas de la droga adulterada, aunque saben que la mayoría no son del barrio. Como Ramírez, el cartonero que sobrevivió de milagro. El ministro de Seguridad, Sergio Berni, y el ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires, Nicolás Kreplak, recorrieron el hospital que lo atendió. “Los vecinos sabemos dónde está la droga, sabemos todo”, le dice una mujer a Berni. Tiene a un familiar en grave estado y pide ayuda. Los funcionarios le dan ánimo y siguen su camino.
A media hora de allí está el hospital de Hurlingham, otro de los que recibió intoxicados. Mauro está ingresado, pero fuera de peligro. Su madre dice que desde el miércoles vive un calvario. “Lo trajimos después de ver las noticias. Es común verlo raro, pero esto era algo distinto. Mi hijo tiene 33 años, es un hombre, pero está pasando por una mala situación. Él está vivo, ¿pero los que perdieron a sus hijos? ¿Cómo se sigue?” Yo le pido a Dios que ayude a mi hijo”, dice entre lágrimas. Paola lleva una noche sin dormir por acompañar a su hermano Manuel, de 32 años, otro superviviente. “Están matando a los chicos como ratas y los transas (narcos) se llenan los bolsillos”, dice.
Ochenta personas seguían ingresadas 24 horas después de consumir la droga, 20 de ellas en estado crítico, conectadas a un respirador. Qué sustancia los dejó al borde de la muerte aún no está claro. Las autoridades saben que la cocaína estaba mezclada con un potente opiáceo, posiblemente fentanilo, una droga sintética similar a la morfina que es 50 veces más potente que la heroína. Por qué los narcos usaron fentanilo para estirar la cocaína es aún un misterio: tiene efecto sedativo, es más cara y no se produce en Argentina. Se pensó entonces en una guerra entra bandas, que pronto fue descartada porque “nadie atenta contra su propio trabajo”, dice el ministro de Seguridad, Sergio Berni. O un ensayo para introducir el fentanilo en la provincia que salió mal. Lo único seguro, a la espera de los detalles de laboratorio, es la presencia de un opiáceo, porque los pacientes respondieron de inmediato a su antídoto, la naloxona. “Cuando el fentanilo se sintetiza en un laboratorio medicinal tiene garantías. Cuando se produce en una cocina ilegal puede tener cualquier efecto. Un mal cálculo y por estas mezclas que se están haciendo con las drogas sintéticas pasan estas cosas”, agrega Berni.
En Argentina, el fentanilo es de uso habitual en los quirófanos, como anestesia, y solo circula en hospitales y clínicas. “No se consigue en farmacias, como en Estados Unidos”, dice Carlos Damin, jefe de Toxicología del Hospital Fernández, uno de los profesionales que más sabe de opiáceos en Argentina. “Primero tenemos que ver si realmente la cocaína adulterada tenía fentanilo o algún otro opiáceo”, dice Dami. “Si se confirma que es fentanilo estaremos ante un hecho totalmente nuevo en el país, porque aquí nunca hubo ni siquiera heroína. No tenemos hospitales preparados para una epidemia de opiáceos”, advierte, “y sería un desastre”.
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