La apresurada exoneración del general Salvador Cienfuegos ha devenido en un absurdo y altamente nocivo pulso entre Estados Unidos y México. No hay duda de que el informe confidencial que sostenía la acusación contra el que fuera todopoderoso jefe del Ejército de 2012 a 2018 es cuestionable, y no lo es menos que su publicación a bombo y platillo por el Gobierno mexicano es una bofetada a la confianza de un aliado tan necesario en la guerra contra el narco como Washington. Haya o no pruebas suficientes para procesarle, la forma en que las autoridades mexicanas han resuelto el reto que suponía investigar a Cienfuegos ha dañado su credibilidad y reverdecido innecesariamente las sospechas en torno a un caso de extraordinaria gravedad.
El militar fue detenido el pasado 15 de octubre en Los Ángeles por narcotráfico y lavado de dinero. Sostenía la agencia antidroga de Estados Unidos (DEA, en sus siglas en inglés) que el general, al tiempo que había comandado la lucha contra el narco, recibió sobornos a cambio de proteger a un cártel extremadamente violento, y que incluso facilitó la corrupción de otros altos cargos. Su sorpresivo arresto, fruto de una investigación de dos años, supuso un mazazo para el Gobierno de México. No solo porque se le había ocultado la operación policial, sino porque con el presidente Andrés Manuel López Obrador las fuerzas armadas, de las que Cienfuegos es uno de los líderes más destacados, han alcanzado un poder sin precedentes.
La respuesta fue fulminante. Con el argumento de que se había violado el compromiso de informar a México, López Obrador presionó en todos los frentes posibles al Ejecutivo de Donald Trump. La ofensiva funcionó y el pasado 18 de noviembre logró la retirada de cargos y la devolución del militar bajo el compromiso de que se iba culminar la investigación en territorio mexicano. Apenas 58 días después, este jueves pasado por la noche, la fiscalía anunció en un escueto comunicado la exoneración de Cienfuegos por no haber hallado ninguna prueba que le implicase con el crimen organizado.
Ante la tormenta desatada por la medida, el presidente salió en defensa de la fiscalía (con tanta vehemencia que la decisión más bien parecía suya) y en una escalada verbal ha acusado a la propia DEA de fabricar el caso y de actuar por motivos electoralistas. Como prueba de sus imputaciones, ha hecho público el expediente policial remitido por EE UU.
Más allá de la discusión sobre la solvencia de las pruebas recabadas por la DEA, actuar como si México fuera un Estado ajeno a la penetración del narco es de una ceguera palmaria. El encarcelamiento en EE UU de Genaro García Luna, secretario de Seguridad durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), o la misma fuga de El Chapo Guzmán de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano en 2015 han mostrado al mundo la endeblez de sus estructuras públicas. Precisamente por este motivo, el reto asumido al recibir de vuelta al general consistía en extremar el rigor, agotar todos los procedimientos formales y disipar cualquier duda sobre la solvencia penal de México.
Este objetivo no se ha logrado. Ni la inusitada celeridad de la fiscalía a la hora de cerrar el asunto, cuya base acusatoria había sido validada por jueces y fiscales estadounidenses, ni la conversión del caso en un pulso político con Washington deben ser motivo de orgullo para nadie. Por el contrario, a pocos días de la toma de posesión de Joe Biden como presidente de Estados Unidos, lo que se ha conseguido es emponzoñar aún más la colaboración entre ambos países, algo que solo beneficia al narco, y abonar la idea de que Cienfuegos y la cúpula militar son intocables.
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