Unos ciudadanos paseaban por la plaza Roja de Moscú, el 10 de agosto.EVGENIA NOVOZHENINA (REUTERS)
Era 9 de agosto y las enormes explosiones del horizonte despertaron a los aturdidos turistas de Crimea. Les recordaron que estaban en guerra y no habría más silencio en aquella playa donde habían sido felices. Fue inesperado: medio año después de comenzar su ofensiva sobre Ucrania, los rusos se han ido acostumbrando poco a poco a la nueva normalidad, una situación similar a la pandemia, un contratiempo al que cada vez prestan menos atención y dan por hecho que será superado antes o después para seguir con sus vidas. El horizonte, sin embargo, no está tan claro. La cesta de la compra preocupa más que los muertos de las batallas y los ingresos por gas y petróleo se desploman mientras crece el gasto público.
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“Nadie sabe cuándo acabará la guerra porque solo [el presidente ruso, Vladímir] Putin será quien lo decida”, afirma Andréi Kolésnikov, analista del Centro Carnegie. En su mensaje a la nación del pasado 24 de febrero, el mandatario ruso dejó claro que la de Ucrania es una pugna con Occidente, la restitución de un orgullo que cree perdido tras la desaparición de la URSS: “La parálisis del poder y de la voluntad es el primer paso hacia la degradación y el olvido totales. Perdimos la confianza en nosotros mismos durante un momento y eso bastó para perturbar el equilibrio de poder internacional”, dijo entonces un mandatario obsesionado con el historicismo.
La exaltación del poder de la voluntad rusa ha convencido a sus compatriotas, cuyo respaldo es mayor que antes: un 83% de la población aprobaba al presidente en julio, 14 puntos porcentuales más que antes de la guerra. El 68% de los ciudadanos cree además que el país “va en la dirección correcta”, un porcentaje mayor que el que había durante la belle époque de principios de la década pasada, según el centro de estudios sociológicos independiente Levada, que considera que las encuestas sugieren una imagen fiel de la opinión pública porque el rechazo a contestar es similar al de tiempos prebélicos.
La razón es que muchos creen que EE UU les considera por fin un adversario a su altura. “Los encuestados se sentían orgullosos de que Rusia desafiase a su principal rival (EE UU, la OTAN u Occidente son sinónimos en este caso)”, según explicaba el jefe de investigaciones socioculturales de Levada, Alexéi Levinson, en un ensayo publicado por el centro de análisis Riddle, que como la organización demoscópica ha sido declarada agente extranjero por las autoridades rusas. “Es la misma respuesta colectiva que en 2008 (guerra de Georgia) y 2014 (de Donbás). Los rusos están orgullosos de que su país desafíe las reglas internacionales, que creen establecidas por Occidente, y a sus ojos esto significa que Rusia es otra vez una gran potencia”, añadía Levinson.
El problema para el Kremlin es que este fervor se diluya con el tiempo, como ocurrió tras la anexión de Crimea. “No hay signos de que llegue el final de la guerra y si Putin mantiene los referendos (de adhesión a Rusia en las zonas ocupadas), se cerrará la puerta a la negociación”, afirma Kolésnikov en un intercambio de correos.
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Apenas la mitad de los encuestados siguen ahora las noticias sobre los combates. Para ser un país en una “misión especial”, las calles no revelan el entusiasmo que cabría esperar de una situación así. Desde los destinos turísticos de Sochi y Kaliningrado a las metrópolis de Moscú y San Petersburgo, la gente hace vida normal y las banderas o zetas, el identificativo de las Fuerzas Armadas que ha tratado de hacer calar la propaganda, son puntuales.
Kolésnikov incide en que se debe distinguir entre el “apoyo” real al Gobierno y la “polarización” de las opiniones, que sería el fenómeno actual. Así, distingue entre quienes están totalmente convencidos en su respaldo a la guerra y otra gran parte de los encuestados que la apoyan con dudas, por diferentes razones, como que creen que deben respaldar al país en estos momentos, porque son indiferentes a la política o por miedo a represalias.
Conformismo en la población
El opositor Maksim Kats, exconcejal de Moscú y posteriormente fundador del movimiento Proyectos Urbanos, señala en la misma dirección en conversación telefónica: “Los sondeos que encargamos revelan que la gente, más que estar a favor o en contra de la guerra, es conformista”. “En la última encuesta (28-31 de julio) planteamos qué pensarían si Putin decidiese firmar mañana un acuerdo de paz, y un 65% se mostró a favor. Por otro lado, también preguntamos qué pasaría si mañana Putin ordenase una nueva ofensiva sobre Kiev, y un 60% lo respaldó”, resalta Kats.
Kolésnikov cita al politólogo Iván Krástev para explicar este estado de ánimo: “La población apoya al régimen, pero no está dispuesta a sacrificarse por este régimen. Es una sociedad pos-sacrificio”.
Prueba de ello sería el fracaso en la ola de reclutamiento para el servicio militar obligatorio de primavera. El ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, anunció en julio, a tres días de acabar el plazo, que habían captado unos 89.000 reclutas de los 134.500 previstos. El Gobierno intenta no replicar en Rusia la movilización forzosa que impone en Lugansk y Donetsk, que sería tremendamente impopular. El Kremlin no ofrece una cifra de bajas oficial desde el 25 de marzo ni sus medios muestran imágenes duras de la guerra.
En cualquier caso, parece difícil que vayan a reanudarse las manifestaciones a corto plazo. Hubo más de 16.000 detenidos al principio de la ofensiva y las nuevas penas de cárcel por desacreditar al ejército empujan a pensárselo dos veces al opinar u organizar una protesta. “La represión es comparable a la de finales de la URSS, quizás mayor, y Occidente no lo entiende bien”, opina Kolésnikov. “Sería necesario un desencadenante como que Ucrania complete alguna gran ofensiva”, apunta Kats, “y de momento la crisis económica no parece muy fuerte, la vida sigue”.
Unos policías rusos detenían a un manifestante, el 6 de marzo en Moscú.Epsilon (Getty Images)
Las críticas abiertas en redes sociales han menguado. “Expresé mi dolor por Ucrania desde el primer día y mucha gente dejó de seguirme, quienes me apoyaban eran, en gran parte, extranjeros. No dejé de protestar porque no duela la tragedia, sino porque duele igual o más la ignorancia e indiferencia de tus amigos”, dice Valentina Levko. “Ya no protesto porque no estoy segura de que sacrificar mi libertad vaya a cambiar algo. Mandé una carta a un prisionero político y desde entonces no me siento segura”, cuenta otra ciudadana, Valentina Zaitseva. Ambos nombres son ficticios por seguridad.
El agujero en las cuentas se dispara
Según los sondeos, la crisis económica gana cada vez más peso respecto a la guerra en el ánimo de los rusos. “Estaremos en una gran recesión, pero no se ha producido ningún crash”, resalta Gueorgui Ostápkovich, director del Centro de Investigación de Coyunturas de la Escuela Superior de Economía, en conversación telefónica. “No somos el primer país que recibe sanciones. Pasó con Irán, Cuba, Venezuela, Corea del Norte… Ninguna sanción destroza totalmente la economía. Los aviones vuelan, los trenes circulan, la gente come y la vida continúa. Aunque, sinceramente, será menos cómoda, menos próspera”, señala.
“Habrá una cierta primitivización de la economía. No se construirán automóviles modernos, pero la economía seguirá funcionando”, añade el experto, que pone otros ejemplos como máquinas de resonancias magnéticas para hospitales o las piezas que necesita la industria del extranjero. Esta misma semana el Ministerio de Emergencias alertó de que escasean los materiales para fabricar cascos, bombas de extracción y baterías portátiles.
Uno de los principales problemas será, según Ostápkovich, que el poder adquisitivo de los rusos caerá mientras que las cifras de desempleo se maquillarán con trucos como reducir los días laborales o enviar a casa a los empleados con “vacaciones administrativas” y menos salario.
La cuestión es si esto será sostenible. El presupuesto federal se comió solo en julio dos tercios del superávit acumulado en los primeros seis meses del año. Los gastos siguen al alza mientras que los ingresos se hundieron ese mes un 26% interanual, especialmente por los problemas para exportar hidrocarburos. El gran cliente del país hasta ahora, Europa, reduce a pasos agigantados sus importaciones de gas y petróleo, mientras China e India aprovechan para comprar a precio de saldo con descuentos de hasta el 50%. Otro sector importante, la acería, denuncia que exportar le genera pérdidas. “El sexto paquete de sanciones de la UE prohibirá importar petróleo ruso desde diciembre”, recalca Ostápkovich.
El Kremlin ha dejado de ofrecer desde hace meses todo tipo de estadísticas, desde las importaciones extranjeras al estado de su fondo de reservas, así como dónde gasta el presupuesto. Ha legalizado además que las empresas puedan ocultar sus balances, incluidos los de bancos con más de 100 millones de clientes.
El Ministerio de Economía publicó esta semana el nuevo escenario base para los presupuestos, un pronóstico que incluye volver a crecer el año próximo e ingresos por hidrocarburos como si no existiera ningún embargo. El país no ha entrado en recesión técnicamente aún —no se han encadenado dos trimestres consecutivos de caída del PIB—, pero el banco central prevé un desplome durante al menos este año y el que viene, que puede extenderse hasta 2024 si se produce una crisis internacional. Si eso ocurre, Putin tendrá que afrontar sus próximas elecciones presidenciales con un pueblo sometido a tres años seguidos de recesión.
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