Putin y el liberalismo del miedo


A quienes vivimos en sociedades abiertas, con agendas liberales y medioambientales y la posibilidad de liderazgos femeninos nos resulta difícil entender a Putin. Su figura gusta a lo más reaccionario de Occidente, tanto a izquierda como a derecha, y alguien lo definió como una suerte de personaje napoleónico, más moderno que posmoderno, que encajaría bien en esas biografías de Stefan Zweig donde la historia se ve desbordada por la acción del individuo, en este caso un tahúr del poder capaz de mantener un duelo psicológico con Occidente. Quizás por eso las democracias minusvaloran, como hicieron en 1918, a un oponente que ha levantado un Estado militar autoritario en lugar de abrazar nuestra lógica consumista. Era Zweig quien nos recordaba esa ley de las fuerzas del movimiento según la cual una ola no se detiene nunca en el aire: debe avanzar o refluir, igual que el caudillo prefiere guerrear a perder unas elecciones.

Esa ola parece llevarnos a una nueva era en la que los europeos cambiaremos los términos con los que pensamos nuestra seguridad: más del 50% creemos que el ataque ruso es una amenaza para nuestros países. Con algo más de lejanía lo vive Estados Unidos, que, a pesar de sus acertadas advertencias, se moverá poco. Mientras, Boris Johnson alarga su vida política activando una estrategia de “lavandería” contra el dinero ruso y su influencia londinense. La pregunta del Brexit vuelve a tocar a su puerta: ¿quiénes son nuestros socios? Londres ya no discute con París sobre pesca y carne de salchichas, y las iliberales Polonia y Hungría, que conocen bien la bota rusa, condenan sin ambages la invasión. Esta ha devuelto a Europa la imagen de una orgullosa comunidad de valores: frente a la declaración chino-rusa del día 4 que desveló las intenciones de un eje autoritario que busca una gobernanza global sin reglas, el ataque a Ucrania se perfila como un artificio creado por Putin para frenar de cuajo la expansión democrática.

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El boicoteo existencial de China y Rusia a posibles revoluciones democráticas es un impulso federalizante para Europa, pero es el liberalismo del miedo el que triunfa: el de la negación, el que no propone el mejor bien, sino el menor mal. Y acaso sea cierto que lo único universalmente compartido sea el temor, la emoción más narcisista, y que el liberalismo, como pensaba Judith Shklar, solo nazca de la experiencia de la distopía. Porque nuestra afirmación de valores no se hace desde una fundamentación racional, sino para evitar la violencia y afirmar frente a Rusia “nosotros no somos eso”, mientras muchos líderes europeos se sientan en consejos corporativos de capital ruso. Porque nuestro miedo, reflejado en el silencio de 27 países a la petición de entrada en la OTAN de Zelenski, dice mucho de nosotros. Y nada bueno. Como todos esos que, ante el imperialismo ruso, corren ufanos a tirar piedras a la Embajada americana. @MariamMartinezB

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