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Putin y su nueva Gran Guerra Patriótica


En su alocución para anunciar el inicio de la invasión de Ucrania, Vladímir Putin recurría como legitimación a dos argumentos principales, además del desprecio de Occidente. Primero, que el actual Gobierno de Kiev es nazi. Segundo, que esos nazis estarían llevando a cabo un genocidio de la población rusófona en el este del país, argumento que recuerda al esgrimido por Stalin en 1939 para invadir Polonia, en este caso defender a los hermanos ucranios. Putin afirmó además días atrás que Ucrania es una nación artificial, arrancada al solar patrio ruso y construida a costurones. Un invento bolchevique, que le dotó de territorialidad. Como en casi todas las nuevas guerras (Mary Kaldor) del siglo XXI, la invasión se presentó al principio como una intervención quirúrgica y puntual, que se complementaría con otras formas de guerra híbrida, como el apoyo con tropas pseudomercenarias que Rusia presta desde 2014 a los rebeldes prorrusos de la región del Donbás. Pero esa máscara ha caído: es una guerra clásica y frontal, una invasión en toda regla.

Para quien conozca el pasado convulso de esas tierras de sangre (Timothy Snyder), nada nuevo bajo el sol. Desde hace lustros, el presidente ruso realiza un uso estratégico de la memoria histórica, y en especial del recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, para defender sus intereses en política exterior. Desde el inicio de la era Putin, el Estado ruso reinterpreta la remembranza pública de la Gran Guerra Patriótica de 1941-45 en términos similares a los de la época de Breznev desde los años sesenta. Se habría tratado de una defensa de la patria rusa/soviética frente a un invasor foráneo. A diferencia de épocas anteriores, desaparece ahora cualquier mención al socialismo, y Stalin pasa a ser una figura decorativa. Era el pueblo soviético, y el ruso a su cabeza, el que defendía su existencia frente a un invasor que aspiraba a exterminarlo. Conmemoraciones, memoriales, películas y toda suerte de productos culturales se pusieron al servicio de una narrativa simple pero efectiva y para la mayoría de las familias rusas muy verosímil: fue la nación la que obtuvo la victoria en 1945. Y su capacidad de sacrificio constituiría una advertencia frente a cualquier amenaza real o supuesta, desde la OTAN hasta las antiguas periferias de la URSS ahora en manos revisionistas. En su discurso del 9 de mayo de 2021, en conmemoración de la victoria sobre Hitler, Putin invocaba esos fantasmas del pasado, denunciaba las “nuevas variantes” del nazismo y a quienes tenían las “manos manchadas de sangre rusa”. Aviso para navegantes, bálticos o ucranios.

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Ucrania es, sin duda, un país dual. En sus regiones occidentales, la mayoría de la población habla ucranio, comparte un fuerte sentimiento nacionalista y desde fines de la década de 1980 muchos veneran como patriotas incomprendidos a los nacionalistas ucranios liderados por el mitificado Stepan Bandera. Esos patriotas habían entrado en Ucrania en junio de 1941 acompañando a los nazis, proclamaron de manera efímera una independencia del país bajo el patronazgo de Hitler en Leópolis (Lviv) y lucharon contra el Ejército Rojo, prolongando su resistencia hasta la década de 1950. Eran antirrusos y antipolacos, en su mayoría profascistas y antisemitas, que perpetraron matanzas contra la población civil polaca de Volinia y Galitzia oriental, así como contra los hebreos. Parte de ellos lucharon en unidades de las Waffen SS, pero también los hubo que combatieron a los nazis. Su memoria fue venerada durante décadas por la diáspora ucrania en Norteamérica y Europa.

En las regiones centrales y orientales del país, por el contrario, la población mayoritariamente rusófona o de origen ruso rechazó la “banderización” simbólica del país tras 1991. Muchos rusófonos sentían nostalgia de la URSS, aunque apoyasen la independencia de Ucrania. Siguieron venerando el recuerdo de la Gran Guerra Patriótica, sus monumentos y lugares de memoria, como una parte de su propio pasado y como un símbolo de afirmación etnocultural colectiva. Esa memoria está particularmente viva en ciudades como Járkov o Sebastopol, y se pone de manifiesto cada 9 de mayo en conmemoraciones masivas.

Las políticas de la memoria del Gobierno de Kiev tras 1991 no fueron siempre coherentes. Cuando gobernaron poscomunistas partidarios de la buena vecindad, insistieron más bien en nacionalizar el recuerdo de la Gran Guerra Patriótica y en destacar la aportación específica del país a la victoria contra Hitler, el papel de los soldados ucranios en el Ejército Rojo, los partisanos y el alto número de civiles que murieron a manos de los ocupantes. Los gobernantes más nacionalistas, fuese después de la revolución naranja o tras el Euromaidán de 2013-14, tendieron a ver en Stepan Bandera y sus seguidores unos “héroes de Ucrania” y eliminaron la Gran Guerra Patriótica como una referencia conmemorativa del pasado reciente del país. Esa tendencia es más acentuada en Ucrania occidental y entre los grupos de ultraderecha, que erigieron desde los años noventa estatuas a Bandera y otros dirigentes y veían en la proclamación de Lviv de junio de 1941 un precedente legítimo. Además, la Ley de Descomunización aprobada por el Parlamento de Kiev en 2015 sancionó la retirada de símbolos comunistas en todo el país, equiparando directamente el régimen soviético con el nazi.

El vecino del Norte incide en esas brechas históricas y culturales y contribuye a amplificarlas. En el nacionalismo ruso actual, empezando por Putin, late la convicción de que Ucrania es parte de la nación rusa. Entre sus mitos de origen se sitúa el Estado medieval del Rus de Kiev (siglos IX-XIII), reivindicado también por el nacionalismo ucranio como precedente. El georgiano Stalin consideró siempre a Ucrania un territorio poco fiable y reacio al socialismo, sobre todo a sus campesinos. Para el nacionalismo ucranio, a la inversa, Rusia es el gran otro externo, agente de la aculturación y desnacionalización de buena parte del país, culpable de la supresión de su efímera independencia en 1918, y último responsable del exterminio de millones de campesinos en 1933-34 mediante una hambruna orquestada por Stalin, el Holodomor, aunque también fallecieron campesinos rusos y de otros grupos étnicos. En resumen, Rusia sería el Oriente euroasiático; Ucrania, el Occidente ilustrado.

El cine ruso reciente se hace eco de algunas de esas paradojas. La película Somos del futuro (Andrei Maliukov, 2010) narra cómo dos jóvenes moscovitas y dos ucranios participan en la recreación histórica de una batalla de 1944. Se tiran pullas entre ellos, y los chicos de Kiev creen que los nacionalistas ucranios del pasado son sus héroes. Sin embargo, tras un viaje en el tiempo que los lleva al escenario real de la batalla, los cuatro se reconcilian y luchan junto al Ejército Rojo contra la División Galizien de las Waffen SS. Ahora la metáfora se invierte. El conflicto actual es resultado de desencuentros geoestratégicos y ansias neoimperiales por parte de Putin. Pero tanto el Kremlin como el Gobierno de Kiev, en distintas medidas, llevan años jugando con el fuego de la historia y la memoria. Ambos pretenden, en diversos grados, imponer una verdad histórica sobre la guerra de 1941-45, que contribuye a enfrentarlos en el presente.

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