LA PARTERA Angelina Martínez llega a los controles de seguridad de los aeropuertos y el guardia la mira con recelo. Su delantal está manchado de líquido amniótico. Viene de un parto y corre a otro. El de la mañana fue en una comunidad indígena del sur de México. El de la noche será en San Francisco, California.
Esa mancha la lleva a un recuerdo de la infancia: es de madrugada, su madre la empuja a la orilla de la cama para dejarle espacio a una parturienta: “Hija, hazte a un ladito”. Angelina y sus hermanas despertaban mojadas de líquido amniótico. “Mamá, huele feo”, protestaban las demás, pero Angelina se entusiasmaba. “Yo le decía: ‘Sí, mamita’, me levantaba y me ponía a ayudar”.
Angelina es la cuarta de una dinastía de parteras. Su madre hablaba el me’phaa, que ella ya no aprendió: “Los indígenas eran tan mal vistos que mi madre dijo: ‘No más esta lengua”. No se la enseñó a Angelina, pero sí le transmitió el oficio de partería tradicional, estigmatizada en México, donde, por cierto, la mitad de los nacimientos son por cesárea.
Tiene 59 años y es una auténtica trotamundos. Hablamos con ella cuando acaba de partir de Moscú rumbo a Krasnoyarsk, Siberia, donde compartirá experiencias con parteras locales. Su viaje empezó en Austria, pasó por Alemania y siguió hacia el este. Sorprende que haya sido una niña tartamuda: una parte sustancial de su trabajo es contar historias a las embarazadas durante las semanas —o meses— que las acompaña. Angelina oye el corazón del bebé, da una sobada, hace un rebocito a la futura madre (un masaje con el chal tradicional mexicano) y le platica de otros partos. Narrar para tranquilizar, para ahuyentar el miedo. Conversa con las mujeres y les canta. Les dice que los bebés son muy sabios, que harán su trabajo para venir al mundo. Y mientras tanto a los papás les da un consejo discreto: “Hagan la tarea”, que en México significa no dejen de practicar sexo, el placer ayuda al nacimiento. Después del parto acude todos los días durante una semana a acompañar a la madre y al recién nacido. El ciclo concluye unos días después del alumbramiento con “la cerrada”: un masaje, un ritual y baño de hierbas.
Nunca terminó un año escolar. Su abuela rentaba tierras para sembrar lejos de casa y se llevaba con ella a Angelina, lo que interrumpía su educación. Su madre había entrado a trabajar como limpiadora en una clínica cercana a Cuernavaca y atendía los partos cuando el médico estaba ausente. Entonces el doctor le dio una bata blanca y le enseñó algunas claves de medicina. Las dos tradiciones se juntaron y ella transmitió estos conocimientos a su hija. Una noche un hombre llegó angustiado a casa de Angelina, preguntó por las parteras, todas estaban fuera, y le pidió a Angelina, de 14 años, que acompañara a su mujer. Angelina estaba apanicada, pero el bebé nació perfecto.
Yo mismo me beneficié del saber de Angelina. María, mi esposa, cumplía 40 semanas de gestación el 4 de octubre de 2018. Angelina tenía un vuelo a Austria para el 7 de octubre. “Yo voy a recibir a este bebé”, había dicho, y nos visitaba cada noche. Cantaba, contaba historias, le hacía rebocito a María. El 7 por la mañana aceptó con resignación: “Creo que no la recibiré yo”, y se marchó a Europa. El bebé nació —con tres discípulas de Angelina— sano y feliz cuatro días después. Angelina era, a distancia, la partera de mi hija
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